Susan Sontag. Lander González
#MAKMAEnsayistas | Susan Sontag
Diseccionamos las teorías que Susan Sontag recogió en ‘Contra la interpretación’ (1966), uno de los ensayos más incisivos y visionarios sobre nuestra relación con el arte

«La obra de arte, en la medida en que nos entregamos a ella,
ejerce un derecho total y absoluto sobre nosotros»

Susan Sontag

Elevado ritmo cardíaco. Temblores, palpitaciones y sudoración ligera. Eso es lo que al unísono padecen y disfrutan quienes han vivido en sus carnes y espíritu el síndrome de Stendhal –un fenómeno psicológico cuando somos impactados por una obra de arte que nos congela la circulación–.

Puede que Susan Sontag (Nueva York, 1933-2004) conociera bien lo que el autor Henri-Marie Beyer acuñó. Sontag escribió largo y tendido sobre muchas cuestiones, pero lo que abarcaba tanto su espacio neuronal como la mayoría de sus compulsivas anotaciones eran las intensas e inabarcables reflexiones sobre la estética. Es en su ensayo ‘Contra la interpretación‘ donde desarrolla dilatadamente su tesis: lo esencial en el arte es dejarlo respirar.

A lo largo de sus páginas lamenta cómo el exceso de teoría –que si abrumaba en 1969, imaginemos qué pensaría la autora de esta era de sobreestimulación– bloquea la verdadera finalidad. Hoy más que nunca damos por sentado que, por definición, cualquier pieza artística intenta decirnos algo –combatir, explicar–, y ese algo debe ser diseccionado e interpretado.

Las aseveraciones de la neoyorkina suelen ser parafraseadas, viralizadas y, en más de una ocasión, malinterpretadas. Algo que no hubiera soportado, pues proclamó vívidamente la autosuficiencia del arte en sí mismo hasta su muerte. Que toda interpretación de una obra es un acto de pura violencia hacia el artista, la obra, y hacia nosotros mismos es lo que grita la autora. Por eso, en este momento de revisionismo creativo, sintetizamos su peculiar mirada.

Susan Sontag

Contra la interpretación

“Sin seducción no hay arte”. El análisis enfría y neutraliza el verdadero efecto hechizante. ¿Deberíamos seguir una teoría artística o una erótica del arte? Desde la Grecia antigua hasta la Ilustración, el poder y la credibilidad del mito artístico fue derribado por una concepción más realista del mundo, científico y moralizante. Los dioses se volvieron más aburridos y educadores porque el crítico, incapaz de reescribir clásicos y leyendas, los alteraba en esa interpretación. Como si revelara un sentido que solo el pudiera dejar ver.

Para Sontag, este acercamiento ortodoxo ya instalado es un obstáculo. El hábito de acercarse a la obra con intención de juzgarla, de aproximarse con excesiva seriedad o con nuestro propio sistema de etiquetado, lo que la desgaja y traiciona. El escrutinio moderno excava hasta destruir lo verdadero. La actitud reaccionaria asfixia a la obra y envenena nuestra capacidad sensorial de dejarnos conmover.

El arte, por encima de todo, debe ponernos nerviosos”

Como Ortega y Gasset en ‘La deshumanización del arte’, el placer estético es un estado mental diferencialmente superior. Es un vehículo para acceder y entrar en contacto con asuntos más trascendentales. Esto explica que muchas de las obras más valoradas –desde la ‘Divina comedia’ de Dante hasta los cuadros de Goya– sean moralmente cuestionables. Porque la creatividad no tiene obligación de abogar por nada en absoluto, solo satisfacer nuestro anhelo conflictivo de conocer lo desconocido. Liberarnos de lo mundano.

Así, el arte tiene que ocupar el protagonismo que la religión o el misticismo lucían en otras épocas. Lograr que experimentemos una saciedad espiritual. Poder estremecerse ante los destinos humanos de una obra teatral o una novela violenta es un lujo, precisamente, porque esas ideas o personajes danzantes forman parte del imaginario de la pieza y no tenemos por qué invitarlos en nuestra sala de estar. «La interpretación de quien observa debe ser desprendida, reposada, contemplativa, emocionalmente libre y estar por encima de la indignación o la aprobación».

En defensa del artista

También artista y autor han sido víctimas colaterales de la hegemonía psicológica de la interpretación. El creador es una víctima más de la crítica y termina domado.

Afirmamos que Hamlet trata de la condición humana desconociendo si Shakespeare escribió sencillamente de la vida y desdichas de un príncipe danés. Nunca salió de la boca de Fran Kafka la explicación de que la transformación Gregor Samsa en una monstruosa cucaracha gigante, en realidad, era una metáfora de la opresión obrera en la Praga del siglo XX. Tampoco Elia Kazan o Tennessee Williams confirmaron que ‘Un tranvía llamado Deseo’ se refería a la decadencia de la civilización occidental. El arte es vida y lo debemos situar en un plano superior a nosotros: que ‘La Ilíada’, los cuadros de Dalí o las películas de Fellini no sean perturbadas por nuestros juicios triviales. Existen para hacernos ver, no para juzgar.

Sontag, además, extiende esta idea a nosotros: si nos observamos desde el prisma sociológico, terminamos siendo generalidades y, al hacerlo, caemos en una profunda y dolorosa alienación de nuestra propia experiencia.

La interpretación es la venganza del intelecto sobre el arte”

Vivimos en una cultura que sufre la hipertrofia del intelecto, en la que existe un exceso de obras que han pasado a llamarse contenido. Todo a expensas de nuestra capacidad de sentir. No se nos permite el impacto, el goce libre de una primera impresión. En este baile triangular, nadie gana. Ninguno de nosotros podrá recuperar jamás aquella inocencia anterior a la teoría, cuando el arte no se vea obligado a justificarse, cuando no se preguntaba a la obra qué decía y tan solo se la dejaba ser.

La misión no es el auxilio de la verdad, sino, más bien, desprenderse de ella. Podemos permitirnos ponernos nerviosos, inquietarnos, estremecernos –en su significado de movimiento, impulso–, derramar lágrimas, temblar. Porque –para Sontag– el arte está libre de consecuencias dolorosas.

Susan Sontag. Lander González
Susan Sontag. Ilustración de Lander González.

Raquel Bada