La dama de oro, Adele Bauer, Gustav Klimt

El Oro de Klimt
Ateneo Mercantil
Plaza del Ayuntamiento 18, València
Hasta el 15 de agosto de 2021

La ‘Mona Lisa Austríaca’, la mujer dorada. En ‘La dama de oro’ es difícil adivinar qué oculta la que nos devuelve la mirada en uno de los cuadros emblema de la era modernista Europea. Unos ojos límpidos, foscos y desafiantemente profundos de la única mujer que el artista austriaco retrató en más de una ocasión: Adele Bloch-Bauer, ávida mecenas en el centro de la vida cultural artística de la Viena de finales del XIX. Hija de un noble de inquietudes prohibidas, cuando se accedió a visitar, durante más de dos años, el estudio del codiciado artista mudó a una piel dorada y quedó vestida para siempre como icono.

Un retrato de Gustav Klimt no era un regalo cualquiera en la Viena de fin de siglo. Gustav era el pintor del momento y un sencillo encargo podía suponer unas 4.000 coronas, casi la mitad de lo que valía la propiedad de una Villa en el campo. Pero Adele Bauer sí podía acceder a ese capricho. Hija de un afamado banquero, solo conocía el privilegio que el ser una dama de la alta sociedad otorgaba. Entre esos beneficios, estaba la intelectualidad. Caminaba en el círculo de la burguesía judía, en el que las mujeres ejercían un considerable poder social y cultural.

Gustav Klimt, El oro de Klimt, Adele Bauer, Ateneo Mercantil de València

El arte casi obligaba a experimentar y sentir diferente y las teorías freudianas impregnaban eruditos salones en los que ella no era una invitada, sino un miembro incisivamente activo del establishment vienés. Cerebral, activamente política y con un magnetismo desafiante, la dama de Bauer estaba en el centro. Su palais servía como hervidero de ideas retadoras e ilimitadas. Frecuentada por Gustav Mahler, Richard Strauss o el escritor Stefan Zweig, que acudían a reuniones semanales convocadas por ella, se conversaba sobre el estado del bienestar austriaco, la reforma social y el sufragio femenino. Debates en torno a la exploración de los límites eróticos y el significado de la sexualidad, por primera vez, acompañaban la sobremesa.

Viena, por entonces, era un hervidero de cultura hedonista en el que Adele Bloch-Bauer imponía y cautivaba. Como mujer, las universidades constituían territorios vetados, estudiaba por iniciativa propia literatura clásica alemana, francesa e inglesa. Tenía la costumbre poco femenina de fumar, la recuerdan con elegancia, algo altiva, acompañada de una pitillera larga y dorada. Frágil, por un lado, y pertinaz, por otro, en ella convivían los mitos románticos.

Pero estos beneficios tenían sus límites y, a los veinte, accede por deber y obligación a un matrimonio concertado con un hombre que la doblaba en edad, al que únicamente le ataba el compromiso, el industrial Ferdinand Mann. Había rechazado los corsés por vestidos holgados, las clases de costura por el Café Tívoli y debates entre copas con Sigmund Freud y August Rodin, pero ni a sus dieciocho pudo eludir el matrimonio. El ímpetu que la emancipaba a sumergirse en el mundo artístico de Viena, cortado en seco porque corría más rápido que los tiempos.

Fue Ferdinand quien insistía en homenajearla con el pintor que enloquecía a Austria. Klimt, que había comenzado su carrera con un estilo tradicional e historicista, ahora era símbolo de exuberancia, una celebridad carismática. Lo llamaban der Köning: el rey. Atraía y escandalizaba con cotizadísimos retratos de la élite vienesa cargados de erotismo simbólico.

Comenzó como un único encargo, pero imaginamos a un Klimt implorante, ya conocedor de la figura de Bauer, que le aseguraba que la haría pasar a la eternidad igual que a la gloriosa emperatriz de Rávena. Más de doscientos bocetos confirman la obsesiva experimentación con su eléctrico rostro.

En sus cuadros, Bloch-Bauer será soberana, imponente. Ojos pesados con marcada tristeza revelan una melancolía madura y contrastan con una postura estoica. Klimt incidió en la languidez de su mirada, captó ese desconsuelo penetrante a pesar de riquezas y posición. Sufría de constantes migrañas y a sus veintidós años había sobrevivido a dos abortos complicados y a la muerte de su recién nacido. Adele también quiso que inmortalizaran su infelicidad, elegancia y ambiciones cautivas, convertirse en eterna.

“Sus labios” –explica la curadora de arte Janis Staggs–“tienen un tinte rosado, son voluminosos y están ligeramente separados. Ese signo de sensualidad era inusual en los retratos de la época”. Sospechosamente, otros cuadros del artista –la figura semidesnuda de ‘Judith’, y la mujer de ojos exultantes de ‘El beso’– comparten también los rasgos de Bauer.

Terminado en 1907, Klimt tituló el majestuoso lienzo dorado simplemente ‘Adele Bloch-Bauer’. Los nazis lo rebautizaron cuando lo confiscaron en 1940: el nombre revelaba la identidad judía de esa deidad retratada. Lo eliminaron y llamaron como lo conocemos ahora: ‘La mujer de oro’.

Una repentina muerte por meningitis a los cuarenta y tres años la salvaguardó de ver Viena hecha cenizas, y a sus verdugos apropiarse de su legado. Los esfuerzos de Maria Altman por recuperarlo, sobrina y heredera de Bauer, ha inspirado a activistas, políticos y creadores –Simon Curtis con su filme ‘La Dama de Oro’, o a la escritora Anne Marie O’Connor, quien en su libro del mismo nombre (publicado por Vaso Roto en España) recorre esta injusticia perpetuada durante más de medio siglo–.

En 2015, la Neue Galerie de Nueva York inaugura ‘Gustav Klimt y Adele Bloch-Bauer: La mujer de oro’, una exposición íntima dedicada a la estrecha relación que existió entre el artista y su mecenas clave. Quienes se preguntaban si Adele y Klimt eran amantes buscaron respuestas en sus pinturas. Los críticos no se limitaron a juzgar la obra artística, también especulaban. Carne para la indiscreción de la sociedad vienesa. Muchos encuentros ocurrieron en el estudio privado de Klimt como un refugio para la intimidad artística. Citas de las que ninguno dejó constancia por escrito; solo quedaba especular.

Es ella dama de oro, quien ancla la cúspide de la fase dorada de Klimt. Mujer crucial para entender el momento transformador de una Austria que ebullía. Es el eterno femenino, encarna la vulnerabilidad como el nervio, el impulso de las mujeres en la Viena de fin de siglo, una sociedad en irrevocable transición. Una enigmática Salomé de sonrisa gloriosa.

Raquel Bada