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‘Ropa de casa’ de Ignacio Martínez de Pisón
Seix Barral, 2024
Nada más aparecer e incluso antes de su publicación material, ‘Ropa de casa’ (2024), la obra que recoge las memorias de infancia, juventud y formación de Ignacio Martínez de Pisón, ya había sido muy bien acogida por el público lector. Había muchas expectativas.
Inmediatamente, en las redes se extendieron comentarios elogiosos: cuando unos u otras comenzaron la obra, muchos nos las prometíamos muy felices, augurando y anunciando una lectura dichosa, un tiempo de felicidad.
Ya en los primeros días de septiembre de 2024, que es cuando empecé a leerla, no podía dejarla, no podía parar. Según confesé en las mismas redes, yo me apresuraba a disfrutarla, yendo deprisa, sí, pero no porque quisiera liquidarla pronto, sino por la felicidad que me procuraba.
¿Para qué regresar a mi mundo real, previsible y tantas veces nimio, si el pasado remoto o reciente narrado por Martínez de Pisón me hace disfrutar? Cuando un libro nos proporciona dicha, cuando su lectura nos hace pensar, no hay tiempo que perder.
Como es habitual en Martínez de Pisón, su prosa limpia, sin adjetivos innecesarios, sin ornamentos sobrantes, nos deleita, según admito siempre que puedo. En distintas ocasiones he insistido en su excelencia narrativa, en las calidades de su sintaxis, como también en la habilidad de Martínez de Pisón para recrear un mundo reconocible, cercano, aunque a la vez con enigma.
He insistido, en fin, en su capacidad para rememorar con retoques, tan precisa y sentidamente, una vida pasada con la que, por generación, tantas cosas compartimos los baby boomers.
Concluida la lectura de ‘Ropa de casa’, debo admitir que la experiencia ha sido placentera y, en muchos sentidos, se han cubierto las expectativas. Tanto es así que he releído dicha obra y, como ya viene siendo habitual en mis prácticas de consumo, he escuchado con atención el audiolibro de este volumen, en este caso, narrado por el propio autor. Es tan amistoso el mundo que nos cuenta, que sí, que a uno le gustaría quedarse a vivir entre sus páginas.
El libro no es una autobiografía en el sentido estricto del término. Menos aún una autobiografía completa, de principio a fin: el recuento de una vida consumada, la de quien ya estaría en la crecida de la edad. O en la antesala. El joven Pisón aún lo es: tiene sesenta y tantos, y eso, en términos de madurez literaria, augura un porvenir, una producción fértil, promisoria.
Pero sesenta y tantos también es una edad en la que ya se han acumulado abundantes experiencias sobre la vida y sobre el oficio de escritor. Es decir, el novelista puede multiplicarse, trazando para nosotros un doble camino: el familiar y personal, por un lado; y, por otro, el literario, la formación, los gustos, el juicio, el futuro de un muchacho que decide ser escritor muy pronto, cuando apenas rebasa la veintena.
La obra finalmente resultante, ‘Ropa de casa’, acaba cuando Martínez de Pisón ya se consagra, cuando ya se consagra en el campo y el mercado literarios: solo y en compañía de otros bajo el rótulo de ‘Nueva narrativa española’, esa generación que se da a conocer a mediados de los años 80 del siglo XX.
‘Ropa de casa’ tiene, pues, esa doble reminiscencia. Por una parte, el recuerdo propiamente personal, su creación y maduración en el seno de una familia bien, de la que no tardará en emanciparse. Y, por otra, su formación como escritor, alguien que estudia Filología, que se especializa, concretamente, en Filología Italiana, pero también alguien que no espera o no desea trabajar como docente.
Sin duda, en estas páginas hay distintas aportaciones o capas sedimentadas que se entreveran. Veamos algunas.
En la obra hay autoexamen, introspección, análisis de la persona que era en la infancia y primera juventud con recuerdos muy vívidos del paraíso riojano. El autor mapea ese territorio remoto, una infancia y una adolescencia en parte recuperadas: eso sí, con un elegante decoro que le perdonamos. Nos habría gustado saber más de esas relaciones y rivalidades que aquí aparecen pudorosamente tratadas. Por ejemplo, apenas se mencionan el sexo, los decaimientos religiosos o los celos entre hermanos biológicos o literarios.
Admítaseme esta obviedad: la vida, incluso entre las personas más equilibradas, se ve periódica o frecuentemente alterada por las asechanzas de los otros, por la propia agresividad de uno mismo, por los impulsos ciegos o incontrolados, por las catástrofes que nos desarbolan o arrasan.
¿Acaso en ‘Ropa de casa’ no se narran circunstancias adversas? Por supuesto que sí: la temprana orfandad, la pérdida del paraíso infantil, las incertidumbres o los miedos del joven Pisón, entre otros. Pero esos episodios están evocados con tal cordialidad, con tal llaneza, que el relato no es tanto la rememoración de dolor como el alivio del adulto: el adulto que narra sin arrastrar viejos rencores, de los que se habría desprendido, si es que los hubo.
Punto y aparte.
En ‘Ropa de casa’ hay también confesiones y revelaciones sobre su vida entre Logroño, Zaragoza y Barcelona, con cuatro hermanos más, con una madre tempranamente viuda. El autor procede de buenas dinastías, sí, pero también de una familia trabajadora y abnegada. Hallamos retratos bien perfilados, preferentemente el de la madre, una mujer corajuda, valerosa y áspera a la que no sirven hidalguías o regalías, sino la procura del pan y el mantenimiento de los hijos.
Por otro lado, en ‘Ropa de casa’ hay páginas y páginas que destilan gran autenticidad, pasajes sinceros sobre las expectativas y los tropiezos personales, sobre el escritor que quería ser y sobre el autor que, a la postre, acabará siendo. Eso no es resignarse. O sí: cuando de ese modo obramos nos resignamos a las capacidades que cada uno tiene, que es otra manera decir que con mayo o menor inteligencia descubrimos cuáles pueden ser o estar nuestros respectivos niveles de incompetencia.
Pero ‘Ropa de casa’ es, antes que nada, una memoria literaria. Por ello abundan los análisis, las evocaciones y las divertidas revelaciones sobre los colegas que conocerá y tratará habitual o excepcionalmente. Me refiero, por ejemplo, a Julio Llamazares, a Antonio Muñoz Molina, a Enrique Vila Matas o a una joven periodista que más tarde despuntará como escritora: Elvira Lindo.
En el libro también hay páginas dichosas o tristes sobre las simpatías que no se fraguarán (como la de Carlos Barral, al que por timidez nunca abordará), sobre las amistades y magisterios que se fortalecerán o se perderán, como la de Javier Marías), sobre las decepciones. Hay retratos de mucho fuste y gran habilidad, como el que dedica, por ejemplo, a Javier Tomeo, trazado con una ironía elegante, divertidísima, que es de agradecer. Tomeo, Félix Romeo, etcétera, etcétera. En el volumen no hay chismes, no hay cotilleo malsano. Tampoco resentimientos mal resueltos.
Debe de ser algo caracteriológico: Ignacio Martínez de Pisón desprende bonhomía y, por ello, no he conseguido leerle ajustes de cuentas u hostilidades manifiestas contra este o aquel colega.
Punto y aparte.
Pero en ‘Ropa de casa’ hay, sobre todo, una evocación precisa del padre perdido cuando el muchacho solo tiene 10 años, un padre que idolatrará, que mitificará. Es, a la vez, un progenitor con el que, en la adolescencia, no podrá discutirle sus enseñanzas; un progenitor al que, fantasiosamente, no podrá matar, por decirlo con Freud.
La figura del padre es un ser esencial en las obras de Martínez de Pisón. Con frecuencia, es un tipo decepcionante o ausente, quizá un cantamañanas que se hace querer: esto es, alguien fantasioso y hasta novelero. Por ello no extrañará que en algunas de sus mejores novelas encontremos esmerados retratos de distintos tipos de padres, trazados o enfrentados desde la primogenitura. En algún caso son reconstrucciones sublimadas, aunque lo que predomina es el tratamiento humorístico o jocundo de padres campechanos o calamitosos, pícaros o irresponsables… O todo ello a la vez.
Además, Martínez de Pisón suele abordarlo y narrarlo en un contexto histórico muy preciso y sobre el que se documenta con exactitud minuciosa. Siente así cada vez mayor interés por el pasado propiamente histórico, ese en el que se desarrollan las relaciones paternofiliales, los vínculos de la madre con la descendencia, las camaraderías entre hermanos y hermanas, los lazos y las ternuras que se dan entre progenitores y herederos, las fricciones que entre sí tienen las generaciones.
En sus novelas y en sus memorias, Martínez de Pisón nos cuenta una tras otra vidas comunes y vidas agitadas, historias vigorosas o acobardadas, precisamente cuando a sus personajes la existencia los trastorna o justo cuando un pequeño o un gran cataclismo los cambia. Esos vuelcos de sus respectivas circunstancias fuerzan a sus personajes.
Las novelas son así pedazos de existencias que ignorábamos y que los protagonistas desconocen. Los personajes de Martínez de Pisón se nos asemejan: no sabemos cómo va a marchar el curso de las cosas y, por eso, son y somos seres entrañables y patéticos que porfían y porfiamos en el error o en el acierto.
Sus novelas son “realistas”, como él mismo admite. Realistas, sí, si por tal se entiende narrar y mostrar lo que a esos personajes les sucede, dándoles la voz y la vez. Pero, para cuando el novelista empieza (en los años 80), el realismo sufre un descrédito. Es en los años 90 cuando la historia común y la historia colectiva irrumpen en la vida de sus personajes, cuando la realidad conocida no es solo marco o paisaje, sino espacio del drama.
Y el drama, los sentimientos y las picardías son las de una clase media que protagoniza sus novelas. Se trata de una clase media bienestante o decadente, con ínfulas, gentes de extracción alta o baja que viven de sus expectativas y que, por tanto, cargan con sus frustraciones.
Con esa mirada, la novela, la novela de Martínez de Pisón, regresa a su etapa egregia del Ochocientos, justo cuando las ficciones ayudaban a entender los dilemas humanos de tipos corrientes, valerosos o mentirosos que, trastornados u obcecados, ambicionan cambiar sus vidas.
Eran y son individuos de normalidad y cualidades menudas, gentes incluso mediocres, tan mediocres como podamos serlo cada uno de nosotros. Es por eso por lo que el humor y la benevolencia son el trato que les dispensa Martínez de Pisón. Como ocurre en sus memorias, en ‘Ropa de casa’.
Al fin y al cabo, las personas y los personajes son seres que aspiran torpe o juiciosamente a la felicidad. Ese horizonte, el de ser felices, que a estas alturas nos puede parecer cursi o inalcanzable, es sin embargo una meta a la que no hemos renunciado. Y todo ello, Martínez de Pisón lo cuenta con sencillez bien trabajada, con levedad, sin énfasis ni pompa, sin ostentaciones ni pirotecnias verbales.
Lo hace con sentimiento y asentimiento del lector. Y lo hace con una prosa precisa que parece fluir sin apenas artificio…, a pesar de que el autor es o se declara metódico y hasta obsesivo. Sus lectores se lo agradecemos.
En el primer volumen de las memorias vemos su taller, su utillaje y sus refinamientos. En el segundo esperamos descubrir, quizá, las procacidades o las insolencias que aquí juiciosa y pudorosamente calla.
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