Eric Drooker
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Portada de The New Yorker (marzo de 2020)
«El recuerdo devuelve
la posibilidad al pasado,
haciendo incompleto lo que pasó
y completando lo que nunca fue”

Cuenta Eric Drooker (Nueva York, 1958) que a lo largo de su carrera ha completado algunas de sus mejores obras durante catástrofes, tanto económicas como naturales. Aquellas provocadas por el ser humano son las que más le impulsan a volcar su desconcierto, rabia y crítica en lienzo. Las pasiones políticas han inflamado a Drooker toda su vida: ya a los 11 años esbozó su primer póster burlándose de Richard Nixon, entonces presidente.

Alertaba al vecindario pegando carteles políticos, vendía fanzines sobre la brutalidad policial y, en más de una ocasión, su arte antisistema le aseguró un billete a la cárcel. Y aunque sus días de arrestos ya son algo anecdótico, sus juicios visuales, sin palabras ni ruido, resultan más impactantes que muchos discursos políticos descafeinados.

Irónicamente, ese carácter antisistema, finalmente, fue del gusto del sistema. Parte de su obra habita en el MoMA y hasta en la Biblioteca del Congreso, aunque Drooker prefiere el aspecto democrático del trabajo producido en masa.

Portada de Eric Drooker para ‘The New Yorker’.

En este dilatado tiempo de autoconfinamiento y vaivén, aún persiste el impacto de su última obra: aquella que conocimos telemáticamente, viralizada ante un cristal que se ha convertido en nuestra principal –y, a veces, única– ventana al mundo. La estación de tren más famosa del mundo se nos presentó desolada, precipitada y disuelta en un panorama vírico y confuso.

Que su, hasta ahora, última portada para The New Yorker (la número 39 desde el comienzo de su idilio con la revista en 1994) acumulara en muy escaso tiempo más de 60.000 ‘Me gusta’ –solo en las cuentas oficiales– tiene, sin duda, su importancia. La ausencia de cualquier pátina temporal que, lamentablemente, presenta la imagen, habida cuenta su tenaz actualidad, le otorga más mucha y nos hace sentir a todos un poco neoyorquinos, aunque no hayamos nacido en la Big Apple.

Portada de ‘The New Yorker’, obra de Eric Drooker.

A lo largo de los años, Drooker ha firmado varias portadas de gran repercusión. La polémica ‘Shopping days’ de 2015, por ejemplo, mostraba una pareja en un Walmart añadiendo rifles a su carrito de compra como un brik de leche y unas alcachofas más, tras la masacre de San Bernardino, y denunciaba un escenario cada vez más posible por la obsesiva atracción de Norteamérica hacia las armas de fuego. Pero esta vez desde su estudio de San Francisco, Eric Drooker ha creado una portada que, sabemos, será histórica.

En la intersección de la 89 este con la 49, el majestuoso edificio construido en 1913 de estilo beaux arts ha sido protagonista y testigo de la agitación neoyorkina y no es la primera vez que la prestigiosa revista la elige retrato de ella. La Grand Terminal Central ha orquestado urgencias cambistas, trenes perdidos, billetes olvidados, amantes reencontrados e ilusiones iniciadas durante los últimos cien años. En plena Gran Manzana, ha hecho sonar ese ir y venir, ese baile consensuado ente viajeros.

Portada de ‘The New Yorker’, obra de Eric Drooker.

Todas, de alguna forma, hemos esperado un tren de esa célebre terminal. Actriz invitada de clásicos y modernos, ha servido de telón de fondo para romances –especialmente, tras la Segunda Guerra Mundial– y capturada desde su lado más oscuro por cineastas como Hitchcock y Coppola. La habíamos presenciado en millones de escenarios, cautivada con sus apresurados relatos, pero nunca la habíamos vislumbrado así fuera de la ficción.

Una Grand Central que sigue hoy, en nuestro espíritu, solitaria, desolada y nostálgica y en la que podemos hasta escuchar los pasos sobre el mármol de sus escasos transeúntes (ese omnipotente silencio lúgubre que solo orquesta un lugar público clausurado). Allen Ginsberg dijo, de quien era su dibujante predilecto, que Drooker ilustra como nadie la tensión infraestructural de las ciudades, la decadencia y el amargo sufrimiento de la sociedad contemporánea.

El recuerdo devuelve la posibilidad al pasado, haciendo incompleto lo que pasó y completando lo que nunca fue. Y como escribió Nabokov, uno siempre se siente en casa en el ayer. El sentimiento común que compartimos cuando bajan nuestros niveles de resentimiento es lo que cautiva de la obra de Drooker: esa soledad muda, esa incertidumbre del futuro que nos une sobre un pasado perdido.

Portada de The New Yorker, obra de Eric Drooker.

Raquel Bada