Andrea Camilleri. Montalbano

#MAKMALibros
‘Riccardino’, de Andrea Camilleri
Comisario Montalbano 33
Salamandra, 2022

«Escribir como un trapecista de circo,
que mientras hace el triple salto mortal
tiene una sonrisa en los labios y una ligereza maravillosa…
sin que se note la dificultad tremenda que significa»
(Andrea Camilleri)

Hace tres años que se marchó Andrea Camilleri. Como buen isleño, se fue en verano, con noventa y tres años cumplidos y casi todas las cosas resueltas.

Una de esas cosas que resolvió antes de morir nos ha llegado en castellano este mes. El último de sus libros sobre Montalbano, ‘Riccardino’. Lo fascinante del caso es que Camilleri mantenía la saga abierta, seguía proyectando crímenes entre Vigàta y Montelusa que despertasen al alba al comisario, pero al cumplir los ochenta años, es decir, trece años antes de su desaparición, había decidido escribir el final.

Le contó a Teresa Mannino, en un documental titulado ‘Andrea Camilleri, el maestro sin reglas‘ (Claudio Canepari e Paolo Santolini, 2014) –que se puede ver en Netflix–, que lo escribió entonces por miedo a que el Alzheimer le arrebatase un final digno para su personaje. Así, se trata de un epílogo escrito antes de tiempo, que de hecho se distancia –claro– de las últimas novelas del comisario: la última, ‘El cocinero del Alcyon’, supuso la aventura nada menos que trigésimo segunda, publicada el mismo año de su muerte.

Por su parte, ‘Riccardino’ se plantea de modo distinto. Tiene, como no puede ser de otro modo, su crimen y su investigación, pero termina resultando un ejercicio literario con ecos de Pirandello. Montalbano hace un viaje hacia la nada, es decir, hacia sí mismo, a través de ese Riccardino, un viejo amigo de la infancia a quien hace siglos que no ve y que lo llama en plena noche. A la mañana siguiente, el cadáver del que le informa puntualmente Catarella es –no puede ser de otro modo– el propio Riccardino aún con el teléfono en la mano.

Andrea Camilleri, Montalbano

Pero lo más interesante de ‘Riccardino’ es la conexión inequívoca de Camilleri con Pirandello, el gran maestro siciliano. No son pocos los nombres que esa isla ancestral nos ha regalado: los suspenses de Sciascia, las montañas de Quasimodo, los vencidos de Verga, los caciques de Capuana… A todos les marcó pisar y vivir en una isla temperamental, pero a ninguno como a Pirandello. Y Camilleri lo sabía mejor que nadie.

Precisamente, en el cenit de su éxito publicó una suerte de biografía del viejo maestro titulada ‘Biografia del figlio cambiato’. Una especie de relato novelado de una vida tan insólita como toda su obra; un poco a la manera de Echenoz con Tesla o Zatopek, pero con altas dosis de sentido del humor y del humorismo.

Tuvo a bien evitar el tema de la mafia, o por lo menos solo hablar de él de modo indirecto, y explicaba perfectamente sus razones. Nunca quiso convertirlos en héroes simpáticos. Y ponía el ejemplo de Vito Corleone. Con esa gigantesca interpretación, al espectador se le olvida que ese personaje no es más que un asesino. Y esa fascinación es para Camilleri un riesgo inmenso.

Llegó al éxito literario relativamente tarde. Y como le enseñó Pirandello, ha sabido tener muchas vidas en una sola. En su manera de hablar y recitar mientras apura su cigarro hay un galán inevitable, pero me ha sorprendido descubrir que también fue muchos años profesor de Interpretación en Roma, maestro de muchos actores y directores reconocidos. En el documental, el actor Luigi Lo Cascio rememora lo que debió ser su examen de entrada a la la Academia Nacional de Arte Dramático Silvio D’Amico, en la vía Vittoria de Roma, allá por los primeros años cincuenta. El que le dio la réplica durante aquel provino fue… un tal Vittorio Gassman.

Y, al final, tampoco hay tanta diferencia entre su vida como hombre de teatro y su hacendosa labor de contador de historias. Se trata de lanzar palabras al aire, saber contarlas bien, como le enseñó a hacer su abuela Elvira. Y ahí la importancia de Sicilia vuelve a ser inmensa. Porque la Sicilia de Camilleri solo existe en su recuerdo: cambia su Porto Empedocle natal por esa Vigàta que es como Comala y Macondo, como Vetusta, como la Ferrara de Bassani o el Yoknapatawpha de Faulkner. Un microcosmos de lo mejor y lo peor, una isla bellísima y terrorífica, un resumen del carácter de sus isleños habitantes, siempre desconfiados y siempre orgullosos.

Vigàta irreal, pero más real que casi toda Sicilia, con su comisaría desastrosa, sus alfas romeo, sus cadáveres en la playa y esa trattoria en la que no se come lo que uno elige en la carta, sino lo que manda el propio Enzo.

Aunque los hombres no sean islas, parafraseando a John Donne a través del último libro de Nuccio Ordine, ese umbral entre Camilleri y Montalbano, de ese autor en busca de su personaje, es lo más parecido al puerto de Marsala por el que una noche entró Garibaldi y acabó con los Gatopardos.