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Musée Yves Saint Laurent de Marrakech
Marruecos a través de sus museos (I)
Visit Morocco
Un reportaje de Merche Medina y Jose Ramón Alarcón
Aventurar el rumbo hacia latitudes incógnitas para quien emprende una huida (sea esta por necesidades emocionales del hipocampo o para evadirse de las convulsiones ajenas) suele hacer percutir los anhelos con algunas razones inmanejables que el perverso azar reserva a los recién llegados. En ocasiones, basta un contumaz aguacero para consternar el ritmo de los incipientes propósitos.
Semejante quiebra del espíritu habría de languidecer las expectativas que Yves Saint Laurent (1936-2008) y Pierre Bergé (1930-2017) habían depositado, frágilmente, sobre Marruecos durante su pluvioso devenir iniciático, en el invierno de 1966, por los angostillos de la Ciudad Roja. Dramáticamente confinados en La Mamounia de Marrakech (capítulo aparte merecería asomar el verbo por la histórica y horizontal opulencia literaria del hotel), el diseñador y su pareja, cuya clarividente sociedad habría de resituar en el epicentro de las pasarelas parisinas los afeites de la alta costura, apenas intuían las bondades diurnas que aguardaban al otro lado de la Kutubía.
Sin embargo, “una mañana, nos despertamos y el sol estaba allí. El sol marroquí que cava en las esquinas. Los pájaros cantaban, el Atlas cerraba el horizonte con nieve, el aroma de jazmín se alzaba en nuestra habitación. Esa mañana no la olvidaremos porque, en cierto modo, decidió nuestro destino”, recordaba Bergé en su biografía sobre ‘Yves Saint Laurent. Une passion marocaine’ (2010).
“Inmediatamente nos enamoramos de la ciudad, la gente, este país”, recapitulaba, por su parte, el diseñador de Orán. “Estábamos tan enamorados que al final de nuestra estancia, en el avión que nos llevaría a casa, ya teníamos en nuestras manos un contrato vinculante de venta de la casa que compraríamos en la medina –Dar El Hanch (La Casa de la Serpiente)–. Es cuando empezó nuestra pasión por Marruecos”.
Un arrebato cuya febril determinación habría de mutar de atuendos y concuspiscencia arquitectónica el cosmos de predilecciones de Saint Laurent, decidido a ampliar su hacienda de inquietudes en el barrio de Guéliz, bajo las ubérrimas sombras del Jardín Majorelle y junto al que la pareja adquiere, en 1974, Dar Es Saada, una villa instituida a partir de entonces en “la casa de la felicidad y la serenidad”, tal vez porque “Marruecos fue donde fuimos más felices”, compulsaba Pierre Bergé entre las páginas de Paris Match.
Un cobijo hibernal que sumar a la contigua Villa Oasis, que el heterodoxo diseñador de interiores (y azotacalles) estadounidense Bill Willis (1937-2009) –considerado el rey de orientalismo estético en el norte de África– se encargaría de transmutar, a partir de 1980, en algarabía para visitantes distinguidos y eximios pisa-alfombras de la comunidad artística internacional. Una cartuja morisca teñida de azul en la que guardar/exhibir la memoria bereber junto al exótico paisaje ideado por el diseñador de jardines californiano Madison Cox, actual presidente de la Fundación Pierre Bergé-Yves Saint Laurent e íncilito viudo de Pierre.
“En Marruecos me di cuenta de que la gama de colores que utilicé fue el de los zelliges, zouacs, djellabas y caftans”, confesaba Saint Laurent. “El atrevimiento visto desde entonces en mi obra se lo debo a este país, a sus contundentes armonías, a sus audaces combinaciones, al fervor de su creatividad. Esta cultura se volvió mía, pero no estaba satisfecho con absorberla: la transformé y la adapté”.
Una determinante conversión, a caballo entre el misticismo canicular y la couture de piel de leopardo y saharianas, que ha encontrado ubérrimo asilo entre los fastos de residencias art déco que pueblan el croquis cosmopolita de los extramuros de la Puerta del Sur. Porque el Musée Yves Saint Laurent de Marrakech no se limita a protagonizar la arquitectura de la rue dedicada al modisto, sino que fagocita la cacofonía de abanicos y el ala corta de los sombreros Panamá de los miles de visitantes que recibe desde que abriera sus puertas en 2017.
Un sofisticado galpón de 5.000 metros cuadrados ideado por el Studio KO –capitaneado por Olivier Marty y Karl Fournier y especializado en arquitectura pública y residencial–, en el que exhibir de manera progresiva el legado de YSL –vertebrado por más de cinco mil vestidos creados entre 1962 y 2002– con el que ofrecer una visión definitiva de su cosmos profesional, ahora bajo el amparo exterior de ladrillos de terracota, tras cuyas curvas y ángulos rectos, y muros que solo dejan ver el cielo, planificar, a la postre, un centro cultural que huye, por su dinamismo estructural y programático, de los propósitos de un mausoleo.
“Su arquitectura exterior es opaca, abstracta y misteriosa. Recuerda la fragilidad de las colecciones que alberga, muy sensibles a la luz, pero también las casas tradicionales, sin ventanas, de la medina de Marrakech”, describen Marty y Fournier en el catálogo del museo.
Una antología vulnerable que ha pervivido gracias a que Yves Saint Laurent y Pierre Bergé “tuvieron la visión de largo alcance y adelantada a su tiempo de salvaguardar modelos, bocetos, patrones y accesorios originales”, revela Madison Cox, cimentando así los mimbres de su fundación, “que hoy en día siguen siendo inigualables y no se parecen a ningún otro equivalente en el mundo de la moda”.
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