Yasujiro Ozu

#MAKMAAudiovisual
‘Historia de un vecindario’ (Nagaya shinshiroku, 1947), de Yasujirō Ozu (1903-1963)
Versión restaurada en 4K, coincidiendo con el 120 aniversario del nacimiento del cineasta japonés y el 60 aniversario de su muerte
Estreno en cines: martes 12 de diciembre de 2023

“No soy más que un pequeño productor de tofu. Si se pide a un pequeño productor de tofu que prepare un plato de curri, o unas costillas de cerdo empanadas, nunca conseguirá que le salgan bien”, afirmaba Yasujirō Ozu (1903-1963).

Una sencilla máxima representativa de la estructura del oficio con la que el cineasta japonés edificó una filmografía mayúscula, cimentada a base de reincidir, en calidad de manufacturero, sobre todas las virtudes proteicas de los ingredientes principales que atraviesan su cine a partir de las cuitas de las relaciones humanas.

Así lo dejó compulsado entre los artículos que pueblan el cosmos de ‘La poética de lo cotidiano. Escritos sobre cine‘ (Gallo Nero, 2017), un delicioso volumen que cumple las funciones de una antología destinada a desentrañar la poiesis y la tékne del director tokiota, siempre obsesionado por mitigar, con el velo de su celuloide, la fuerza gravitatoria de las ondas de choque entre los individuos para “hacer sentir la existencia de lo que llamamos vida sin utilizar acontecimientos extraordinarios”.

Una obra que huye del asombro, asentada sobre el pavimento de la historia del cine universal con la contundencia lírica de un haiku, abierto en canal para la posteridad tras la perfección silábica de sus tres fecundas décadas de narración poética, legando más de medio centenar de películas y una existencia urgente de la que hoy celebramos el centenario de su nacimiento y, a la par, el sesenta aniversario de su muerte, sobrevenida tras una agónica enfermedad tumoral con la que cumplir el reverso, ceremonial y matemático, de su kanreki.

Un ritual último y exacto desde el que observar, a noventa precisos centímetros del suelo, su cosmogonía costumbrista, acaso semejante al tatami shot con el que capturó los rizomas de un mundo oriental que su filmografía colmó de virtudes ecuménicas, permitiendo que nosotros, aparentes espectadores pasivos de su obra, transmutemos en testigos silentes de la acción que los personajes de Ozu ofrecen (no siempre) entre shojis.

“Por mucho que sea típicamente japonés, este cine es, al mismo tiempo, universal. Yo he reconocido a todas las familias del mundo entero, y también a mis padres, a mi hermano y a mí mismo. Para mí, el cine nunca había estado, ni antes ni después, tan cerca de su esencia y de su objetivo: ofrecer una imagen del hombre de nuestro siglo… Una imagen útil, verdadera y válida con la que identificarse, pero, sobre todo, desde la cual se puede aprender algo de uno mismo”, afirmaba Wim Wenders en ‘Tokyo-Ga’ (1985), un equilibrado e imprescindible trayecto documental que acudía, entre ceremonioso y escrutador, tras los vestigios del maestro.

'Historia de un vecindario' (1947), de Yasujirō Ozu
Otane (Choko Iida) junto a Kohei, niño abandonado del que debe hacerse cargo en ‘Historia de un vecindario’ (1947), de Yasujirō Ozu. Imagen cortesía de A Contracorriente Films.

No en vano, “si en nuestro siglo hubiera alguna cosa sagrada, si existiese algo como el sagrado tesoro del cine, para mí sería la obra del director japonés Yasujirō Ozu”, exaltaba el cineasta alemán.

Un mirífico caudal por cuyas aguas fluyen producciones excepcionales como ‘Primavera tardía’ (1949), ‘Cuentos de Tokio (1953), ‘Otoño tardío’ (1960) o ‘El sabor del sake’ (1962) –tan solo por referir algunas indubitables predilecciones compartidas–, y que a carta cabal se abarloan otros discretos aljófares, naturalmente orillados por aquel dominio maduro y reiterativo del oficio.

Es por ello que conviene celebrar el estreno en salas de cine de nuestro país de ‘Historia de un vecindario’ (1947), perfumada ahora con los afeites de una restauración en 4K que ya fue presentada en ‘Cannes Classics’ del Festival de Cannes y en la sección ‘Klasikoak’ del Festival de San Sebastián del presente 2023.

Un filme con el que Yasujirō Ozu retornaba al feudo de sus inquietudes tras un breve perídodo como prisionero de guerra en la ciudad de Saigón durante las postrimerías de la II Guerra Mundial, cuya gran parte del último tercio otearía, truncados los proyectos, viendo películas norteamericanas y europeas en los cines de Singapur.

“Apenas volví de la guerra, exhausto, la productora me exigió que hiciera rápidamente otra película. Escribí el guión en doce días. ‘¿Puedes escribir el guión en tan poco tiempo?’, me preguntaron; pero yo respondí que solo en esa ocasión, que después no sería así. El asunto fue que en Singapur había visto más películas extranjeras que en toda mi vida. Hubo quien pensó que seguramente yo habría cambiado un poco… Pero hice ‘Historia de un vecindario’, y entonces dijeron que no había cambiado nada, que seguía siendo terco como una mula”.

Una obstinación estilística y proposicional que habría de comunicarse, bajo el légamo de la sinrazón bélica, con ‘Había un padre’ (1942) –última de sus producciones consumadas antes de la combustión militar– para componer aquí un reverso del estrago familiar que azotaría a aquella mancillada generación de posguerra, condenada a supervivir entre las precarias ruinas de una arquitectura inexistente, devastada por las consecuencias atómicas del ‘Proyecto Manhattan‘.

Ozu, de este modo, nos adentra entre las cuitas domésticas de Otane (Choko Iida) –una de tantas viudas de la guerra que afronta el lastre existencial de supervivir en soledad–, quien, reticente, debe hacerse cargo de Kohei, un niño atribulado y silente que ha sido aparentemente abandonado por su padre en la desolada periferia de Tokio.

Y nada parece cambiar, de partida, en el microcosmos de un vecindario que husmea de soslayo el ingente y mancillado corazón de una recua de niños huérfanos, tan solo amparados bajo el ardor nacionalista y escultórico del samurai Takamori Saigo, mientras el joven Kohei sacude al sol un jergón con los atributos orinados de la bandera estadounidense. Nada se antoja diferente, salvo en el espíritu sentimental de Otane.

“Padre e hijo, eso es conmovedor. Estoy muy feliz. Sólo quisiera haberlo mimado un poco más… Siento haber regañado a ese niño inocente de la forma en que lo hice. Si lo piensas, nuestros sentimientos han cambiado mucho. No deberíamos ser tan egoístas. Empujando a la gente para subirse a un tren. Comiendo hasta hartarnos, ignorando a quienes pasan hambre. Nos preocupamos demasiado de nuestras propias vidas”, confiesa Otane a su vecino Tahiro tras el reencuentro de Kohei con su padre, desesperado tras la pista horizontal de un hijo que parte, nuevamente, hacia un porvenir incierto.

Un trayecto final hacia las pústulas de un país con hechuras vacilantes, frente a las que Yasujirō Ozu procuró edificar una incólume determinación de auxilio con la que abjurar la miseria de la degradación moral de sus compatriotas.