Oppenheimer

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‘Oppenheimer’, de Christopher Nolan
Basada en ‘American Prometheus’, de Kai Bird y Martin J. Sherwin
Con Cillian Murphy, Robert Downey Jr., Matt Damon y Emily Blunt, entre otros
Música: Ludwig Göransson
180′, Estados Unidos | Universal Pictures, 2023

Uno de los conceptos fundamentales sobre los que se sostiene la estructura clásica del guion de cine es el de ‘identificación’. Este término hace referencia a la necesidad que tiene todo relato de establecer una relación lo más íntima posible entre el personaje protagonista de una película y su potencial espectador. Presentada una situación inicial, es decir, el contexto o escenario del que parte dicho personaje al comienzo del relato, un suceso o conflicto no previsto vendrá a desestabilizarlo, obligándolo a moverse en una dirección nueva.

A partir de ese momento, ese personaje tendrá que tomar toda una serie de decisiones que le permitan salvar el problema en cuestión. En el trayecto, el espectador, conocedor de las circunstancias a las que se enfrenta el personaje, lo acompaña en una peripecia en la que se sentirá involucrado.

Es ahí cuando se produce esa conexión emocional entre el público y el personaje de la pantalla. Expuesto el conflicto, el espectador se identifica con el protagonista, o lo que es lo mismo, sufre con él las consecuencias de sus decisiones o las situaciones a las que tendrá que enfrentarse para salir airoso (o no) del brete.

Fotograma de ‘Oppenheimer’, de Christopher Nolan.

Pues bien, será, precisamente, en este terreno de la identificación donde se encuentra el principal escollo de la última propuesta del director británico Christopher Nolan, ‘Oppenheimer’. Basándose en el libro de los escritores Kai Bird y Martin J. Sherwin, ‘Prometeo Americano’, Nolan nos cuenta la historia de Robert J. Oppenheimer, un físico teórico y profesor universitario que se verá envuelto en la fabricación de la primera bomba atómica de la historia.

Estamos en el contexto de la II Guerra Mundial, Hitler ha invadido Europa y, por la información de la que disponen los servicios secretos de Estados Unidos, prepara una nueva arma devastadora que lo impulse hacia la victoria definitiva. Para adelantarse a los planes de los nazis, el ejército reúne a los mejores científicos del mundo con el objetivo de crear su propia versión del artefacto.

A este programa secreto le llamarían ‘Proyecto Manhattan’. El resultado es el que todos conocemos: la bomba se fabricó y, más tarde, derrotada ya Alemania, se lanzaría contra las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, lo que provocaría la inmediata rendición de Japón y el fin definitivo de la contienda, con cientos de miles de muertos y afectados por los efectos secundarios del veneno radioactivo.

Pero la historia nos dice algo más. A pesar del éxito de su empresa, el monstruo tecnológico y científico que había desarrollado perseguiría la conciencia de su creador, que vería cómo su trabajo servía de acicate para una escalada armamentística entre naciones de dimensiones apocalípticas a lo largo de las décadas siguientes.

Fotograma de ‘Oppenheimer’, de Christopher Nolan.

Convertido, primero, en un héroe nacional, la posición posterior de Oppenheimer en contra de esta maratón bélica haría que se ganara los recelos del gobierno de su país, con el presidente Truman a la cabeza y ya envuelto en una nueva guerra geoestratégica con los soviéticos, rescatando de manera cicatera sus antiguos contactos con grupos de ideología comunista para desacreditarle.

Hasta aquí la historia como la conocemos. La estrategia de Nolan, sin embargo, rompe esa sencilla línea cronológica para elaborar una pieza que se presenta como un ambicioso collage audiovisual. En contra de las reglas de ese guion clásico del que hablábamos, Nolan no nos presenta una situación inicial que nos sitúe en la línea de salida del relato para ir reviviendo las experiencias de su protagonista, sino que, al contrario, nos coloca directamente en la casilla final, cuando el conflicto está a punto de concluir.

Como nosotros, espectadores, en ese momento de la historia, no sabemos dónde nos encontramos, por qué, ni quiénes son el resto de personajes que aparecen en pantalla (a menos que nos hayamos documentado antes de entrar en la sala de cine, cosa que es posible aquí y aquí), Nolan debe elaborar una larga pirueta aclarativa que esclarezca qué papel juega cada uno en la vida de Oppenheimer.

Esto da como resultado una película que se desarrolla más a través de largas explicaciones que nos describan lo que está ocurriendo en cada momento que a una serie de momentos vividos por su protagonista. El juego se enreda, además, en una serie de saltos temporales al pasado y al presente del relato, marca ya del autor, que no hacen sino embrollar esta ya enmarañada madeja. Es entonces cuando el principio de identificación queda roto.

‘Oppenheimer’ es una película que se desarrolla más en los diálogos que en las acciones concretas, en lo visual. De ahí la profusión de primeros planos de busto de los actores con los que Nolan atiborra la película (¿cómo rodar aquello que se dice que sucede, mientras no sucede nada, aparte de dos o más personas conversando?).

Matt Damon (izda) y Cillian Murphy, en un fotograma de ‘Oppenheimer’, de Christopher Nolan.

Para disfrazar este hecho y que no se note mucho, Nolan, a pesar de las tres horas de metraje que tiene la película, imprime a cada escena de un ritmo de montaje acelerado (quizá está película habría ganado enteros en manos de un Clint Eastwood), pasando de una escena a la siguiente sin apenas tiempo para asimilarlas y situarnos en la cronología de los hechos (y, mucho menos, retener lo que se expone, más allá de un bosquejo general).

Esta estructura, más ilustrativa que narrativa, requiere, para que no decaiga, de un pegamento que sirva de sustituto de un verdadero argumento y establecer, así, la continuidad del artefacto. De este modo, la música juega aquí un doble papel.

Por un lado, como ese elemento que imprima la impresión de un relato que avanza cuando, en el fondo, está estático (los subrayados con movimientos de cámara que ensalcen escenarios y personajes contribuyen también a esta impresión y son una constante en la película).

Por otro lado, sirve de exaltación dramática de unas escenas que no encierran ningún drama, sino simple descripción. Pura cacharrería orquestada que no consigue el efecto emocional requerido por puro abarrotamiento y que trata de disfrazar una más que apreciable sensación de reiteración.

Ante una línea argumental leve y mediando ese montaje trepidante y una música y efectos sonoros estridentes, Nolan se ha propuesto apabullar al espectador hasta acogotarlo, como suele hacer en su cine más personal, tapando así la falta de un verdadero trasfondo dramático, que se nos relata, pero que no percibimos, pues no nos sentimos, decíamos, identificados.

En ‘Oppenheimer’ no hay historia, sino una serie de escenas apenas conectadas por un personaje que las avala, en la que se nos ofrece, sobre todo, datos. Así, es imposible entender íntimamente el drama de un hombre, nos sugiere la película, comprometido políticamente con la justicia social y que se opuso al fascismo, pero que creó el arma más destructiva jamás concebida por la mente humana.

¿Cómo pudo soportar semejante contradicción? ¿Cómo se sobrelleva cargar sobre tus hombros la vida de cientos de miles de personas? No lo sentimos, aunque intuyamos que fue así, a tenor de las caras de sufrimiento que nos presenta el actor Cillian Murphy, una mera presencia en pantalla, pura forma sin una psicología definida.

Cillian Murphy y Emily Blunt, en un fotograma de ‘Oppenheimer’, de Christopher Nolan.

¿Y la relación con su mujer? Kitty Harrison, esposa de Oppenheimer, tenía problemas de alcoholemia, un detalle apenas expuesto en la película a través de algún elemento de atrezzo, pero del que no queda registro en la relación entre ambos. ¿Cómo fue su relación con sus colegas, apenas abocetada en un par de discusiones? ¿En qué nos implica, como espectadores, la historia de este hombre? ¿A dónde nos conduce su relato?

Nolan lanza brochazos de la vida de Oppenheimer, pero nunca logra traspasar una primera capa de la epidermis. Al final, podemos unir las piezas y armar en nuestra cabeza un pequeño bosquejo de lo acontecido y de las posibles implicaciones que tuvieron en su vida esos sucesos, pero no pasamos de ese plano.

Al no sentirnos identificados con su conflicto, nos vemos expulsados de la pantalla, comprendiendo, pero sin sentirnos parte de ello. Nolan, como suele ocurrir en su cine, pone al espectador en una posición de sobrecogimiento, pero es un espectador que no participa, que no construye, que asiste al espectáculo de forma pasiva, tratando de discernir (¿quién es este?, ¿qué ha dicho?), esforzado en recoger información, pero alejado de cualquier proceso verdaderamente emocional e introspectivo.

Cierto, como también sucede en la mayor parte del cine del autor de ‘Interestellar’, hay en ‘Oppenheimer’ infinidad de detalles y teorías que harán las delicias de los amantes de la búsqueda de lo oculto. Nolan hace un buen trabajo de reconstrucción histórica y ahí los curiosos encontrarán un divertido mapa del tesoro con el que entretenerse, pero eso no es cine.

O al menos, no hace, por sí mismo, una buena (o una gran) película. Que uno deba acudir a la enciclopedia para apreciar lo que es una mera representación visual, una reproducción, no habla demasiado bien de la propuesta.

Fotograma de ‘Oppenheimer’, de Christopher Nolan.

Tema aparte merece el apartado interpretativo que, como es lógico, arrastra pesadamente la decisión de Nolan a entregarse a esta estructura. Es el caso de Cillian Murphy, cuyo personaje se ve forzado a expresarse a través de los demás, en los que se refleja como un espejo, nunca por sí mismo.

Y algo queda de su Oppenheimer, claro, pero, como decimos, su trabajo requería mayor profundidad. Vamos con él, pero no le acompañamos. Otros quedan en meros arquetipos psicológicos, como Robert Downey Jr.

O quizá sea una limitación del propio tándem Nolan-Murphy, como demuestran el caso de Matt Damon y el gran Gary Oldman que, con apenas unos apuntes, logran dar volumen y peso a sus papeles.

En un solo gesto, Oldman nos transmite todo aquello que tiene de corrosivo y corrupto el poder político. Y da miedo. Frente a este, el hombre corriente, Oppenheimer, nosotros, sentados cómodamente en la butaca de la sala, nos sentimos meras marionetas.

Solo hay una secuencia en la que Nolan logra darnos algo de esa experiencia de puro cine que uno podría esperar de una película como ‘Oppenheimer’. No diremos cuál. Y, en parte, podríamos preguntarnos si acaso toda la película no está construida para converger en ese punto del metraje. Pero, ¿es suficiente?