Una batalla tras otra

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‘Una batalla tras otra’, de Paul Thomas Anderson
Reparto: Leonardo DiCaprio, Sean Penn, Chase Infiniti, Benicio del Toro, Teyana Taylor, Regina Hall y Tony Goldwyn
Guion: Paul Thomas Anderson, a partir de la novela de Thomas Pynchon
Música: Jonny Greenwood
Fotografía: Michael Bauman
161′, Estados Unidos, 2025

Con el permiso de Christopher Nolan, creo que si hay, a día de hoy, un director dentro del cine estadounidense sobre el que podemos afirmar que sus proyectos despiertan una verdadera pasión ese es el californiano Paul Thomas Anderson.

La carrera de Anderson se ha caracterizado por sacar adelante una obra cuidada, con proyectos bien escogidos, para los que se ha tomado su tiempo generando con inteligencia una gran expectación ante un público que le ha seguido con fidelidad desde su ya lejano debut con ‘Sydney’, quizá una pieza menor dentro de su filmografía, pero que ya delataba cuáles iban a ser sus mayores cualidades. Virtudes que ahora, pasado el tiempo y tras tantos títulos a sus espaldas, podríamos ordenar.

‘Una batalla tras otra’, su última producción, cuenta la historia de Bob y Perfidia, dos miembros de un grupo activista llamado French 75th, dedicado, entre otras operaciones, a sabotear instalaciones gubernamentales destinadas al control de la inmigración. Perfidia es una destacada dirigente del grupo. Bob es el responsable de montar los explosivos con los que ejecutan estas acciones. Y, claro, entre explosión y explosión, se enamoran.

El problema surge el día que Perfidia se queda embarazada. Tras el nacimiento de su hija, Willa, Perfidia se da cuenta de que la vida familiar no está hecha para alguien que lleva la lucha activa en la sangre y, tras mucho debatir consigo misma, decide abandonarlos.

Ni Bob ni Willa volverán a saber nada de ella. En medio de este embrollo, conocemos al coronel Steven J. Lockjaw, quien, tras ser humillado por Perfidia en un asalto a un centro de internamiento para ilegales que él mismo dirige, se ha propuesto capturarla. Lockjaw convertirá este objetivo en una auténtica obsesión.

Fotograma de ‘Una batalla tras otra’, de Paul Thomas Anderson.

Creo que hay dos maneras de ver esta película. La primera, como un simple divertimento. Aquí encontramos lo mejor del cine de Thomas Anderson, un thriller al uso rodado con un pulso sobresaliente.

Como ya ha demostrado a lo largo de su carrera, Anderson tiene una gran capacidad para crear imágenes poderosas, y aunque, en esta ocasión, parece renunciar a un cierto preciosismo propio de trabajos como ‘El hilo invisible’ o ‘Pozos de ambición’, con una cámara a ras de suelo que se pone al servicio del relato, eso no quiere decir que estemos ante una propuesta pequeña, cinematográficamente hablando.

Es sabido que Anderson controla todas las fases del proceso creativo de sus películas, desde el guion, pasando por la cámara, la dirección de fotografía e, incluso, el montaje; y aunque en esta ocasión ha contado con un equipo de colaboradores para estas tareas, su mano se aprecia en el conjunto de una película cuyo mayor acierto se encuentra en el concepto creativo, con un manejo del tempo interno de las escenas y la composición final realmente virtuosos.

Ese trabajo de composición compensa algunas de las fallas que tiene este proyecto, que quedan así diluidas tras esa impresión general, de tal forma que, tras los títulos de crédito, el espectador se queda con una sensación de haber visto una obra en apariencia completa.

Este dominio del tempo se percibe y se disfruta, fundamentalmente, en otros dos aspectos. De un lado, las secuencias de acción en las que Anderson hace gala de ser un narrador privilegiado. Cabe destacar, en este punto, la escena de la persecución en coche por una desolada carretera que atraviesa el desierto. De lo mejor que se ha visto en un cine en mucho tiempo. Cuando parecía que ya no había nada original que ofrecer en este tipo de escenas, viene Thomas Anderson y nos golpea con la puerta en las narices. Eisenstein estaría, sin duda, muy orgulloso de su legado.

Por otra parte, nos encontramos con una comicidad que Anderson no había experimentado todavía en su cine. Con esto no queremos decir que no haya un cierto humor en su trabajo anterior. Pensemos en la mencionada ‘Sydney’ o en su siguiente cinta, la aclamada ‘Boogie Nights’. Pero en estas películas el humor surgía de la propia esencia trágica de los personajes, de su indudable patetismo, despertando la empatía del espectador.

Fotograma de ‘Una batalla tras otra’, de Paul Thomas Anderson.

Pero, aquí, la apuesta por el humor, sobre todo físico, es más autónoma y consciente. Un humor que podemos encontrar también en ‘Puro vicio’, la anterior adaptación por parte de Thomas Anderson de una novela del escritor Thomas Pynchon. Si bien allí la jugada resultaba algo fallida por culpa de un relato que no encontraba su pulso, en ‘Una batalla tras otra’ logra superar cualquier escollo y elevar su propuesta a otro nivel.

Colaborador esencial en este aspecto de la película, encontramos a un Leonardo DiCaprio en verdadero estado de gracia. Su Bob destila afecto por cada poro de su cuerpo y una fragilidad que sirve de contrapunto a las situaciones que va a tener que sortear.

DiCaprio ya había demostrado con creces su talento para el humor físico en piezas como ‘El lobo de Wall Street’ y, si bien es cierto que la mayor parte del peso de esa faceta de la película recaía entonces en un Jonah Hill inabarcable, aquí toma las riendas de su personaje y no las suelta ni un solo segundo de su presencia en pantalla, que es mucha.

A su lado, encontramos otros dos talentos como Benicio del Toro y, sobre todo, un Sean Penn que construye uno de los personajes más extravagantes de su carrera. Uno odia y ama a la vez a su perturbado y perturbador coronel Lockjaw.

Pero dejando de lado la trama (¿logrará Lockjaw capturar a Perfidia?, ¿encontrará Willa a su madre?), ‘Una batalla tras otra’ nos pone, como buena parte del cine de Thomas Anderson, ante un drama fundamentalmente humano. Un cuadro de cuatro esquinas en el que se sitúan estos personajes y que nos propone una reflexión sobre el amor.

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Amor paternal que siente Bob por su hija Willa y que va a transformarlo de arriba abajo, volviendo su mundo del revés. El amor por el riesgo, el veneno pasional de la revolución como sentido único ante la vida hasta llegar a abandonar, en el caso de Perfidia, a aquellos que más la quieren.

El amor filial, roto temporalmente por la búsqueda de respuestas de un pasado ignoto que nos permita configurar otro futuro, nuestro futuro. ¿Quién fue realmente Perfidia?, parece preguntarse Willa. Su viaje transitará de una idealización alimentada por un padre que pretende protegerla, a la decepción y, finalmente, a la comprensión y, con ello, la construcción de una nueva identidad, suma de las otras dos identidades que la preceden.

Y, por último, amor psicótico, amor por, para y desde el poder, representado por el fanático Lockjaw, que se siente atraído por el enemigo en un perverso juego de posesión, dominación y muerte.

Pero donde realmente coge cuerpo la propuesta de Anderson es como pieza de ese gran collage que ha ido conformando a lo largo de los años y que, película a película, ha querido dar su propia visión sobre su país, los Estados Unidos. Quitando la mencionada ‘El hilo invisible’, ambientada en la Inglaterra de posguerra, el cine de Thomas Anderson ha ido tejiendo, poco a poco, un amplio tapiz en el que ha quedado estampada la psicología de una sociedad atrapada en sus fantasmas.

El fantasma del dinero que será el hilo conductor de ‘Sydney’, en la que unos sujetos anclados en el margen de la sociedad esperan redimirse a través de un golpe de suerte, un tema que también aparecerá en ‘Magnolia’.

El fantasma decadente de la búsqueda desesperada de la fama, ese ser alguien a quien todos reconozcan; un viaje lleno de trampas y en el que cabe tanto el brillo como la más absoluta desesperación, tema principal de ‘Boogie Nights’.

Fotograma de ‘Una batalla tras otra’, de Paul Thomas Anderson.

El fantasma de la soledad en una sociedad descompuesta emocionalmente y entregada a la engañosa dictadura de los mass media, trasfondo de ‘Embriagado de amor’; un trabajo (solo) aparentemente liviano.

El fantasma de la codicia, génesis de la construcción de los pilares de una nación, cuestión que articula de arriba abajo ‘Pozos de ambición’, quizá su obra maestra. Fantasma del fanatismo religioso de un país encerrado en sí mismo, como mostraba la brillante ‘The Master’.

Fantasma, así mismo, de los mecanismos del poder que aparece en un aparente divertimento como ‘Puro vicio’, quizá su obra más fallida. Y, por último, el fantasma de la juventud perdida y, con ella, de la inocencia de todo un país en la también aparentemente ligera ‘Licorice Pizza’.

Y así llegamos a esta ‘Una batalla tras otra’, sin duda una declaración de afecto hacia los movimientos hippies y revolucionarios que parten de los años 60 hasta la actualidad. Thomas Anderson sitúa su película en un presente inconcreto, lo que quizá deja a su criatura en una especie de extraño suspenso que puede desorientar al espectador.

¿A dónde estamos mirando realmente: al presente o al pasado? Tras no pocas peripecias, Bob se ha convertido en un maduro guerrillero retirado, pero, a pesar de las derrotas, eso no quiere decir que su espíritu combativo se haya dormido completamente.

Basta encontrar el aliciente necesario para despertar; y ese aliciente es Willa. Frente a él, aparecen las nuevas formas de un activismo flácido, acomodado, algo menos dispuesto a asumir ciertos riesgos. Pero no se puede hacer la revolución desde el sillón de tu casa, pegado a un ordenador; hay que salir a la calle a respirar el humo de la batalla, parece decirnos el director.

Y quizá sea ahí donde la película de Thomas Anderson decaiga ligeramente. Desde luego, no cabe duda de que aquí el realizador se pone de parte de sus personajes. Sin embargo, a pesar del buen rato que nos hace pasar, este cronista ha echado de menos una mirada más ácida, más exhaustiva y corrosiva sobre ese mundo que la cinta (inspirada libremente, según el propio director, en la novela original de Pynchon, ‘Vineland’) describe.

Un retrato político original, pero, en cierto modo, algo manido, demasiado carnavalesco. Cada uno verá la película a su manera, pero cuando termina a uno le queda la necesidad de rellenar una especie de vacío, de saber algo más sobre el sentido último de esta revolución a la que aspiran esos personajes o, como poco, un ejercicio algo más incisivo sobre un activismo que, como nos muestra la película, se perpetúa generación tras generación, pero que no parece encontrar su meta definitiva.

Quizá a Anderson le vale con el retrato. A este crítico, sin embargo, le falta un algo íntimo, propio, que acabe de cerrar el círculo, no porque uno quiera condicionar la estructura abierta de la propuesta, sino por dar cuerpo a una obra más sólida, con más peso. Un algo que, manteniendo lo que es deliberadamente, como decíamos, una caricatura, esta hubiera sido un poco más cáustica, más oblicua, ambiciosa, podríamos decir. Esperaremos con gusto la próxima ocasión.