Como siempre decimos, asistir a una función en El Micalet es otra cosa. Y es otra cosa por la cercanía con el público, por el sentimiento de familiaridad que se genera en el teatro y por la calidad de las obras. Y es que cuando un actor se presenta frente a su público con escaso artificio,  que en la obra que nos acontece ahora es prácticamente nulo (sillón rojo y alfombra en el suelo) sabemos que estamos ante un verdadero actor, con ello no quiero decir que estar arropado en una obra más coral le haga perder valor a la propia función, pero claro, ver a un hombre o mujer solo, desnudando su arte e interpretando un texto mil veces repetido delante de un público juicioso e inteligente, es algo diferente. Y así es más fácil que se vean las tablas y el trabajo previo.

Kòctel Molotov es una obra densa, llena de amor por las palabras y por el arte en sí. Pep Ricart nos recibe sentado en una banqueta, casi dándonos la mano al cruzarnos con él en busca de nuestro asiento. Le habla a un micro, lee en una vieja libreta noticias con un tono algo poético. Su dicción es gentil y arrolladora, poseedor de una potente voz proyectada nos sumerge en esos primeros compases en el universo que nos espera.

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El jazz es lo que nos va a dar la bienvenida. Pep baila al son de la música, nos escenifica el amor por esa música, por esas vibraciones que nos hacen soñar y que mueven nuestros huesos.

Pero no quiere detenerse ahí después de una escena escatológica sobre cómo limpiarse el culo, nos cuenta una de sus grande pasiones, una de esas que no tienen barreras ni muros, así como tampoco las tiene la música. Y así, con escenas que nos sacan de la historia vertebradora de ésta obra, nos quiere hacer reír, para enseguida volver a la tema.

Él solo, sin mayores artificios, nos narra la historia desdichada de Cyrano de Bergerac, obra de Edmond Rostand. Allí nos cuenta su historia, interpretando con pasmosa credibilidad los diferentes personajes que engloban este amor triangular del medievo. Pep está solo en el escenario, pero cuando nos habla de su amor platónico por la ópera (o quizás su desamor) lo hace con un recurso que nos introduce más en el universo que nos quiere representar.

En un pantalla se proyecta una divertida escena de la ópera “Los Cuentos de Hoffman”, haciéndonos ver que la ópera puede tener esos puntos cómicos e irreverentes que cualquier obra precisa.

Pep quiere transmitirnos, siempre desde el amor al arte y a la música, la imposibilidad de ponerle muro a esa conciencia superior y colectiva que es la pasión desmedida por la creación.

Y así, solo y con un enorme aplauso, se marcha del escenario, esperando habernos conseguido contagiar de su amor (platónico o no) por el arte en toda su extraordinaria extensión.

Javier Caro

Fotografías: Lorena Riestra