De Homero a Coppola
En torno a ‘Apocalypse Now’, de Francis Ford Coppola
Domingo 14 de junio de 2020
En términos biológicos, los tres mil años que separan a Homero de F.F. Coppola son un breve espacio temporal. Es quizá por ello que la antinomia de la doble vertiente que nos convierte en humanos, esto es, la confluencia de elementos racionales e irracionales de nuestro ser, apenas si ha cambiado durante ese breve lapso de tiempo. Antaño como ahora, cuando tratamos de explicar nuestra condición humana recurrimos a inferencias lógicas que, como tales, pertenecen exclusivamente a nuestra faceta racional y, por ende, resultan ser necesariamente incompletas. En efecto, cuando la maquinaria racional humana se adentra en el análisis del comportamiento irracional de nuestra naturaleza híbrida, lo hace desde una óptica y con elementos del raciocinio que indefectiblemente buscan un sentido, una explicación, o un simple relato.
Homero recurre a la narrativa épica en ‘La Odisea’ al rescate de Odiseo, héroe transmutado en monstruo por la guerra de Troya. F.F. Coppola, por su parte, recurre al relato cinematográfico en ‘Apocalypse Now’. Ambos relatos, cada cual con su marchamo particular, intentan transitar la “afilada hoja de la navaja” (‘Apocalypse Now’) en el al empeño por relatar lo que no tiene palabras ni explicación racional posible. El horror y la irracionalidad tienen su propia dinámica narrativa; las acciones que ambos desencadenan, desprecian la coherencia de cualquier relato.
Odiseo fue afortunado. Su necesidad íntima de supervivencia, a la par de la no menos despreciable de rescatar para la memoria colectiva de su reino al héroe de Troya, lograron, tras un largo periplo de cuarentena por el Egeo, rehabilitar a persona y personaje; Ave Fenix de las cenizas de Troya. Fueron necesarios diez años para aplacar al monstruo engendrado durante el largo asedio de Troya, producto de la íntima y antagónica lucha entre la lúcida inteligencia de Odiseo y su instinto de supervivencia. ‘La Odisea’, desde este punto de vista, es el relato de la terapia náutica de lo que hoy calificaríamos como un síndrome postraumático. Homero, con habilidad manifiesta, recurre a la narración épica fantástica para transitar por el convulso mundo interior humano, propio de los cuentos y leyendas; hábil recurso literario que permite fagocitar las narraciones al límite de lo tolerable, al borde mismo del trauma.
La voluntad de los dioses omnipresentes trata de explicarnos tanto el decurso de todo evento incierto de ‘La Ilíada’, como los designios y tormentos que atribulan el alma del protagonista de ‘La Odisea’. La brutal crónica bélica de la guerra de Troya narrada por ‘La Ilíada’ encuentra su contrapunto subjetivo en la narración fantástica de ‘La Odisea’, como solución al tenebroso colapso irracional de un alma herida a la búsqueda de una salida victoriosa a la cordura.
Cuando Odiseo pudo soportar su propio reflejo sobre el espejo, la mirada de Penélope, la de su hijo Telémaco y la de todos sus súbditos de Ítaca, volvió como rey a la majestad, el honor y la dignidad exigibles a todo líder político y héroe guerrero. Muchos de sus compañeros no lograron regresar, no como resultado de la aniquilación del enfrentamiento armado, sino como víctimas de sí mismos. La responsabilidad que pesara sobre Odiseo frente a sus seres más queridos y frente a su pueblo, quizá le ayudaran a buscar la coherencia racional o el acopio de carácter necesario con el que arrostrar su propio periplo y existencia, aquietándose lo suficiente para soportar la incómoda compañía de su propio monstruo, pero evitando –siempre– doblegarse a su merced. La falta de esa fuerza o sentido de la responsabilidad impuesta por el destino, quizá la ausencia del carácter necesario, llevó a muchos de sus acólitos y compañeros de armas a la extenuación, a rendirse a sus respectivos monstruos y entregarse derrotados a la muerte sin gloria, al anonimato de la historia.
El destino del coronel Kurtz no pudo ser como el de Odiseo. Cuando decidió explorar más allá de lo aparente, de la cómoda ortopedia de las culturas en cuyo seno ningún logro pudo escapar a sus excepcionales capacidades, sin reto digno alguno, aceptó el vértigo de confrontarse con su propio monstruo, sabedor de que no gozaría de una cuarentena como la de Odiseo en el mundo del que procedía. Hombres como él, con el cuajo y el carácter necesario para renunciar a la excelencia más elevada en pos de toda la verdad, lúcidos conocedores de la incapacidad de las culturas para aceptar sus propias limitaciones, son siempre “condecorados” con la mácula del monstruo que debe ser aniquilado físicamente o, si no queda otra alternativa, reciclado para la memoria colectiva.
Toda cultura humana transida de su doble e híbrida naturaleza, si quiere sobrevivirse, debe lograr contener e incluso ignorar ese lado oscuro que siempre las acecha. Con habilidad, debe transmutar esa tétrica faceta indigerible en contradicción tolerable y, llegado el caso, declarar orgullosamente con hipócrita autocomplacencia que esa vertiente ingobernable y salvaje es, precisamente, la que nos hace verdaderamente humanos. Seres invencibles frente a la adversidad, incluso frente al disfraz del enemigo “bien intencionado” que pretende “salvar” a nuestros hijos de nuestro retrasado conocimiento vacunándolos, buscando de matute doblegar el espíritu de la cultura conquistada; aquella, cuyo último hálito de dignidad la lleva a una salvaje poda de brazos infantiles (historia Kurtz/Willard; ‘Apocalypse Now’). Empapados por la selva y extenuados, “un poco de arroz y un pedazo de rata fría” (»Apocalypse Now’) servirán para seguir avanzando hasta la victoria o la muerte. La fortaleza no la dan las armas sino las convicciones y las creencias; aquellas magníficas ortopedias mentales que nos hacen superar lo biológicamente intolerable y cuyos procesos mentales de autoafirmación nos llevan inevitablemente a convertirnos en víctimas de sus postulados, al horror de las consecuencias de nuestras acciones, al desvarío humano.
Kurtz esperó pacientemente a un verdugo que no fuera un simple “recadero”, aquél que supiera «poner fin» «con extremo perjuicio» (‘Apocalypse Now’) y derecho subrogado a su atribulada existencia, dándole muerte como a un soldado, con honor y en coherencia con su pasado. No aceptó la muerte derivada de la justicia aparente y amañada con la que toda civilización, incapaz de aceptar sus propias contradicciones, con soberbia y amparada por la sobriedad de la toga, ajusticia a aquellos que tienen el valor de navegar por el proceloso océano de su naturaleza sin disfraz y ambages, transformados en dioses o en demonios.
El relato cinematográfico de F.F. Coppola, entreverado por la subjetividad del narrador (Capitán Willard) en el seno de una prolongada vigilia fantástica, desbordan permanentemente la frontera de lo inteligible o lo moralmente aceptable para el espectador. El estrafalario desvarío de un comandante surfero con una doble faz de monstruo en ciernes -su perfume favorito resulta ser el de la “barbacoa” de soldados vietcong abrasados por el napalm- vertebra por ejemplo, lo increíble, lo absurdo y lo nauseabundo, socorrido por el inestimable recurso de los rostros de las grandes estrellas del celuloide. Auténtico as en la manga de este formato, posiblemente el más idóneo para una penetración amable y popular de la dificultosa tarea de “digestión” de cualquier expresión artística que trate de sondear el oscuro y complejo páramo de nuestra naturaleza más áspera.
Los conflictos entre humanos precisan de héroes, de relatos coherentes que puedan explicar las hazañas más sangrientas con un argumentario a medio camino entre lo real y lo ficticio, siempre con un poso amable que explique, justifique y aliente a sus coetáneos. El héroe es instrumento aglutinador de un propósito, protagonista sobreactuado de acciones arriesgadas; exponente ilustrador del sentido que se quiere dar a un sinsentido. Para aquellos que viven en su cercanía, que divisan su debilidad humana, el héroe, cuando flaquea y frustra esas expectativas, se convierte en objetivo y pieza de caza. Llegados a este punto, los acontecimientos se precipitan. El héroe desaparece aniquilado o se transmuta en la única alternativa capaz de mantener prietas las filas, sustituyendo la otrora admiración y sincera lealtad por un aglutinante más poderoso: el miedo. El monstruo entra en escena, y con él, todos los horrores que lo acompañan: la sin razón del hambre por la violencia, por la lujuria violadora… El escenario del horror levanta su telón.
Rescatar monstruos y convertirlos en héroes posconflicto es una de las actividades creativas humanas más socorridas. En el imaginario colectivo de cada cultura, la tarea civilizatoria de las leyendas y los héroes son garantía de pervivencia. El relato o la leyenda se llevarán al límite de lo política y socialmente tolerable en cada momento, al borde mismo de la náusea, sin traspasar la frontera que nos lleve a vislumbrar el abismo del miedo, la incertidumbre, el caos o la sinrazón. La civilización necesita creerse que está a salvo y por encima de la selva, más allá del puro instinto de animalidad. Las historias del monstruo que acompañan a cada héroe son únicamente territorio de sus protagonistas; historias de horror susurradas, si acaso, a sus seres más cercanos y queridos con la esperanza de que no repitan el aciago destino de desolación y desconsuelo que los aprisiona. Historias de enaltecimiento interesado de los propios y de desprecio de los ajenos, dicotomía habitual que depende de la oportunidad y la óptica cultural que sirve a cada cual.
Y así, Vlad el Empalador, el terrible Conde Drácula para el imaginario colectivo occidental, puede ser al mismo tiempo un héroe nacional rumano. Atila, azote y diablo para el occidente romanizado, un héroe nacional húngaro. El Cid Campeador, mercenario sin escrúpulos de musulmanes y cristianos, héroe elevado a los altares de la leyenda por mor de haber elegido, en última instancia, el bando de los vencedores. El coronel Kurtz y muchos otros a los que cinematográficamente representa, nunca lo lograron. El destino es un absurdo juego de azar que ningún ser humano, ninguna cultura, quiere aceptar.
El corazón de las tinieblas no se halla únicamente en los campos de batalla. Agazapada en la mediocridad de nuestras culturas, en los intersticios de la rutina, de la ignorancia autoinfligida frente al miedo a saber o de la comodidad que proporciona la seguridad de una paz artificial cimentada sobre la mansedumbre, nuestras sociedades son el habitat ideal para engendrar monstruos. Máxime, cuando los héroes de referencia son adalides alicatados de un éxito cifrado en la capacidad de tenencia, o de un poder tan infantil como inútil que solo persigue el propio beneficio fingiendo servir al interés general.
La respuesta a tan meliflua existencia de héroes de papel cuché opera desde lo más profundo de las civilizaciones adormecidas, larvando monstruos del desencanto dispuestos a romper la ortopedia cultural de lo políticamente aceptable. La mínima oportunidad, la más leve catástrofe, libera el espíritu primigenio del monstruo que cada cual alberga inopinadamente en su interior y nos transforma en protagonistas a la búsqueda de respuestas vívidas y auténticas cuajadas de salvajismo y horror.
Gonzalo H.
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