Nueva York. Javier Martín-Domínguez

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‘The Dream Party’. Sueños de Nueva York (I)

Nueva York es un sueño, o el lugar donde se cumplen los sueños más inimaginables. La megalópolis representa como ninguna otra ciudad el escenario donde todo es posible y donde no existe el límite. Esta es la primera parte de una crónica de unos locos años 80, cuando la Gran Manzana volvió a ser el bocado más apetecible del mundo.

“These vagabond shoes, are longing to stray
Right through the very heart of it, New York, New York”
(“Estos zapatos vagabundos anhelan quedarse
en el corazón mismo de Nueva York, Nueva York”)
Letra de la canción ‘New York, New York’, de Fred Ebb
The City That Never Stops

La cita era en el número 1 de Times Square. La plaza por antonomasia de una ciudad sin plazas. Era casi una cita a ciegas. Para descubrir la ciudad, y para descubrirse a uno mismo, a través de una performance participativa. El anuncio decía que debías ir hasta el lugar quizá mas emblemático de Nueva York, el sitio público más reconocible junto a Grand Central Station. El epicentro, o algo así, de la metrópolis, porque, en verdad, Nueva York no tiene centro. Esa es la clave para que sea una ciudad que nunca puede parar.

Europa se ensimisma en sus plazas y sus cafés; la vida en contemplación. Nueva York, en cambio, sube y baja, presa de una dinámica imparable, las veinticuatro horas del día. The City That Never Sleeps; la ciudad que nunca duerme, dice su himno. The City That Never Stops; la ciudad que nunca para.

Tokio tiene su centro en el Palacio Imperial. Como Madrid en su plaza de la Cibeles. Ciudades organizadas desde un centro de poder que crecen y se mueven en círculos. Por el contrario, las ciudades descentradas no confluyen en una plaza para la reunión pública o el descanso. Su retícula les hace fáciles para situar cada inmueble y les da alas para no dejar de moverse por ellas como un cursor inquieto.

Aunque Nueva York sea pura cuadrícula, se deja hacer un buen roto por la oblicua Broadway, que descabala el riguroso orden de las manzanas, para configurar una plaza deforme donde la amalgama de edificios, vehículos y gente se hacen catástrofe urbana. El sitio no tiene pérdida y está abarrotado de día y de noche. Antes era el reino del neón y el porno; ahora, de los murales de leds y de los grandes hoteles.

Times Square es el más colorado y bullicioso de los cañones de América. Más que una plaza, es un escaparate de las mil tentaciones de la Gran Manzana. Así que poner la cita en el 1 de Times Square prometía mas inquietud que sosiego. El inicio de una aventura desde el corazón mismo de la ciudad, el lugar que marca el tiempo, porque es justo ahí donde el transito de un año a otro es celebrado en la ciudad y en toda América; y desde donde los periodistas del The New York Times certifican a diario qué debe pasar a la historia: the news that is fit to print.

Fiona Templeton
La directora experimental, dramaturga, poeta e intérprete Fiona Templeton. Foto: Javier Martín-Domínguez.

“¡Ha llegado el cliente!”. Da la voz de aviso Fiona Templeton, un tarro pelirrojo de esencias creativas. Una escocesa dedicada a la poesía y la performance en el Nueva York de los 80 que había escrito y diseñado este modelo único para el teatro: una obra para una audiencia de una sola persona. La aglomeración queda fuera, en el siempre abarrotado cruce de caminos que luce una diadema de luces escupiendo las últimas noticias en lo alto del edificio. Con tanto bullicio en el exterior, sorprende que el vestíbulo de entrada en el numero 1 esté vacío y que todas las miradas vayan hacia ti, el espectador: the one and only.

El título de esta función teatral solo-para-ti es ‘You, the City’ (‘Tú, la ciudad’). La llegada de el espectador al escueto edificio que cierra el sur de la improvisada plaza es simplemente el punto de partida; la antesala de la función. Reservada la entrada, entrabas al edificio y debías decir al recepcionista la frase clave: “I am looking for YOU” (“Te estoy buscando a Ti”).

'You, the City', de Fiona Templeton.
‘You, the City’, de Fiona Templeton.

A continuación, uno de estos actores –que no decían lo que eran ni parecían serlo– te sacaba de inmediato del edificio para llevarte a otro lugar en la ciudad, donde de verdad discurriría la obra. Te lanzaban a un recorrido por la topografía de las emociones neoyorquinas, con escenarios variables, en el que el tú-espectador iba a ver y sentir a Nueva York como un escenario real donde compartirías protagonismo con la ciudad.

No era un espectáculo meramente contemplativo. El espectador era un activo compañero de viaje iniciático. Te podían decir: “Acompáñeme al metro, que la obra sucede en el sur”. Tan al sur que tomabas la línea L y aparecías en Brooklyn. Los actores-guía podían, incluso, desconcertarte al discutir entre ellos (que si ya se había pasado su hora; que si tenían que ir a comprar algo; que si cualquier excusa…), dejando al cliente perplejo y empezando a ser consciente del lío en el que se había metido.

“Espere aquí, que ahora viene un compañero a recogerle”. Y te encontrabas solo frente a un tobacco store, contemplando a los judíos hasidic de trenza al viento y al resto de la fauna antropológica del gran Nueva York, hasta que otra cara desconocida te devolvía al camino hacia la obra. La obra en sí era un camino: el de la ciudad sin límites; el de la geografía de las personas, que va mucho mas allá que el del inventario de calles, plazas o puentes marcados por los mapas.

Para los residentes, Nueva York es un ente vivo. Un tú al que le reconoces sus logros y miserias; un otro que te hace vivir a un mayor nivel de intensidad. Tú, en Nueva York, eres otro. Millones de pies moviéndose sin parar por la cuadrícula que acaban siendo engullidos por la propia personalidad de la megalópolis. NY te obliga a mostrar tu yo para conectar con el you y sentir la gran sensación de la libertad en movimiento. El reto de ser una personalidad dentro de la masa o a pesar de la masa. NY es quien te ayuda a definirte, quien le da al yo/you su circunstancia más intensa. El paraíso en la tierra.

La primera ruta elegida por Fiona para su obra de ciudad abierta iba de Times Square al Harlequin Theater; después, a la iglesia de Saint Luke, el barrio teatral del Hell’s Kitchen y llegaba hasta la clásica sede de los tribunales en el Bajo Manhattan. Pero la ruta personal de esta escritora escocesa empezaba en la más paradigmática de las direcciones en el NY de la vanguardia de los 80.

Directorio del edificio de apartamentos donde residía Fiona Templeton, en el 100 de St. Mark’s Place. Foto: Javier Martín-Domínguez.

Su apartamento estaba en el 100 de St. Mark’s Place, el nombre que toma la prolongación de la calle 8 al atravesar el East Village, el barrio donde sucedía todo lo que iba a ser futuro. Las galerías alternativas, los cafés literarios, los restaurantes biológicos, los vendedores de hierba, la ropa vintage… crecían y se multiplicaban atacados por un virus de modernidad. Por el sur es donde Nueva York muda su piel, como la serpiente que se encarama a la manzana, renovándose en sus ilusiones y pasiones.

Nunca fueron de gran calidad ni tan poco caros los pisos del Bajo Manhattan, en el East Village o en el Lower East Side, zonas por las que siempre entró la emigración más pobre: ya fuesen los judíos perseguidos, los irlandeses o italianos de principios de siglo o los hispanos del momento. Ahora, eran el refugio perfecto para los artistas en ciernes.

El edificio donde Fiona se pensó su obra teatral, el 100 de Saint Mark’s Place, tiene un aire victoriano, con dos columnas apostadas a los lados de la puerta, rematando las escaleras de entrada. Dentro, su croquis pasado ha sido reorganizado para crear varios apartamentos donde antes había pisos de planta entera.

En cada nicho, un artista: una pintora, dos escritores, un músico, un galerista… Todos están reunidos en el patio trasero el día que toca the party. Y, como Fiona siempre es original, la convocatoria es a pleno sol, a las cuatro de la tarde. Suena potente la música y corre el sea breeze, alcoholazo de vodka teñido de rosa por un zumo de cramberry. Alcohol y maría de algún dealer de la calle 10 para animar las conversaciones sin fin.

“En cada nicho, un artista: una pintora, dos escritores, un músico, un galerista”. Invitación del archivo personal de Javier Martín-Domínguez.

Paula Collery, que, cuando no pintaba, se ganaba la vida limpiando piscinas en Long Island, era la animadora principal. Voluminosa y sonriente, aguantaba hasta el final de las fiestas como gran anfitriona. Los vanguardistas de Alphabet City eran incombustibles. Cerrado el party, los supervivientes se iban de cervezas al viejo McSorley’s Ale de la calle 7, con su penetrante olor a cebada fermentada, para rematar la noche en los after-hours mas allá de la avenida A: The Pyramid Club, Save the Robots, ABC No Rio… Una noche que no cabía en el reloj.

Noches del Bajo Manhattan
The White House Tavern. Foto: Javier Martín-Domínguez.

La bohemia se había mudado al Este, tras los largos años de gloria del West Village. Chumley’s, un antiguo speakeasy de la era prohibicionista, o The White Horse Tavern, con sus ecos de Dylan Thomas, fueron los templos dorados de una época prácticamente pérdida ya entre libros.

Por debajo de la calle 14, Manhattan siempre fue distinto, prácticamente otra ciudad. Con un modo de vida irregular, como el trazado de las calles que aquí desafiaba la rejilla perfecta. Había hasta un cruce trampa que salía en los exámenes para taxistas: el de las calles West 4th y West 10th, que teóricamente nunca deberían cortarse. Pero, sí, se cruzaban en la manzana colindante con la Séptima Avenida. En cambio, desaparecía en el mapa una calle como la 9, convertida en Christopher St., el paseo gay por antonomasia en los 80.

Ninth (9th) Street, o la calle 9, aparecía como un guiño en el guion de Hitchcock ‘Rear Window’ (‘La ventana indiscreta’), situado en el Village. Tan meticuloso en sus relatos, Hitchcock necesitaba una coartada creíble para apuntalar la rapidez con la que la policía interviene para detener al malvado Lars Thorwald (interpretado por Raymond Burr, más conocido por su papel de Perry Mason) cuando Grace Kelly está dentro de su casa y va a ser pillada in fraganti.

El apartamento donde vive y desde donde mira el fotógrafo al patio interior esta localizado en la calle 9, porque justo en la misma manzana de la calle 10 hay una comisaria –real– de Policía. Así, la intervención policial inmediata que salva a la rubia heroína de las garras del malvado está justificada.

Es parte del riquísimo anecdotario que desgranaba el profesor Donald Spoto, que controlaba cada detalle de cada película del director británico, en su curso sobre Hitch en The New School for Social Research.

Cuando se cumplió mi sueño de ir a vivir a Nueva York, me instalé en la calle 10, y allí permanecí en el mismo apartamento durante siete años. La vi por vez primera de noche, sin luz eléctrica, con la sola iluminación a lo lejos de la silueta del rascacielos del Empire State, que se veía en ángulo a través de la última de las cinco ventanas del salón.

“La vi [Nueva York] por vez primera de noche, sin luz eléctrica, con la sola iluminación a lo lejos de la silueta del rascacielos del Empire State”. Foto: Javier Martín-Domínguez.

Lo alquilé a ojos cerrados. No era nada fácil, aunque yo no lo supiese entonces, encontrar un sitio vacante en el West Village. Había que decidirse de inmediato. A la mañana siguiente, firmábamos el contrato. El favor se lo debo a Teresa Shelley, que ocupaba con Joaquín Gran-Dodot un apartamento en la tercera planta. El one-bedroom tenia un salón-cocina con los ventanales asomados a los tejados y a los jardines interiores, tan frecuentes en el barrio.

Era verano y, a los pocos días de asentarme, sentí la piel picorosa y con rojeces. Pensé que se debería a una plaga de pulgas. Pero la culpa la tenía el cercano río Hudson, que en los meses de calor trae mosquitos y obliga a colocar rejillas en las ventanas o dormir con ventana cerradas a golpe de aire acondicionado.

Antes de que prendiese la neovanguardia y el neopop entrados los años 80, NY vivía en un cierto letargo romántico con los rescoldos del posthipismo. En el mundo americano del uno-por-sí-mismo, el Village se afanaba en mantener una querencia por lo comunal, siempre con raíces literarias.

Greenwich Village mantenía su estampa de otro tiempo. Casas bajas pintadas de colores rojizos y rematadas en negro que fueron ocupadas por la bohemia de principios del siglo XX y cuyas historias se siguen contando. La guarida de e. e. cummings en Patching Place; la casa de Paul Bowles en la calle 10; John Reed; Dos Passos; Djuna Barnes; Eliot, Pound; Thomas…; todos vecinos del Village.

Los cafés de la zona fueron los testigos de debates y propuestas alternativas, delirantes, poéticas. El eje de su vida diferente era Sheridan Square, que con su boca de metro en la Séptima Avenida sigue siendo el lugar de concentración. El Village Cigar, quizá el estanco más escueto del mundo, le ponía color y referencia al lugar de encuentro.

Existencialismo dominical en el Nueva York de los años 80. Imagen cortesía de Javier Martín-Domínguez.

Con mi vecina Teresa y la fotógrafa Pamela Duffy, iniciamos nuestras veladas de las tardes de los domingos en el Cornelia Street Café, en la calle del mismo nombre, que servía ya entonces uno de los mejores cafés del barrio. Eran veladas poéticas donde los voluntarios leían sus últimas creaciones. Abundaban las barbas, los pelos largos y canos, las tripitas de los cincuentones y la suavidad. Mucho existencialismo en los contenidos y versos de ruptura social un poco más atenuada.

De las revueltas y las reivindicaciones de los 60 solo afloraba ya con fuerza la lucha contra la energía nuclear. ¡No More Nukes! La fuga radiactiva en la central nuclear de Three Mile Island había convertido la cuestión en eje principal de las propuestas para una regeneración política y social.

Con aires de fiesta y protesta, se celebró el gran concierto contra la nucleares en el Art on the Beach, la zona de terreno ganada al Hudson con el escombro del gran hueco horadado para los cimientos de las Torres Gemelas. Desde el Village, llegabas a esta zona yerma a golpe de bicicleta por la West Side Highway, una autopista elevada que había quedado obsoleta y estaba cerrada al tráfico. Un paraíso para los ciclistas y los joggers.

Parecía que los tiempos no habían cambiado. Había un hilo interno que conectaba los años dorados de la bohemia con el viento permanente de vanguardia en el Village. Dos instituciones emblemáticas que servían de pegamento para las corrientes sociales e intelectuales eran el edificio de la calle 14, donde se alojaba la universidad The New School for Social Research, que había reclutado gran parte de su profesorado entre los intelectuales huidos del nazismo.

La otra era el semanario local The Village Voice. Era la voz progresista de aquella América, no solo de Nueva York, y al mismo tiempo la guía y critica alternativa sobre el mundo del arte y el espectáculo. Mi compañera Pamela Duffy entró en el Voice como una photointern, de prácticas, y terminó cubriendo eventos para todas las secciones del periódico. Su gran editor gráfico era Fred McDarrah. Por su cámara pasaron desde Bob Dylan a Andy Warhol, Jack Kerouac y Allen Ginsberg.

Portada e interior de uno de los reportajes del Voice, en 1983, con fotografías de Pamela Duffy. Imagen del archivo personal de Javier Martín-Domínguez.

Cuando la bomba del Weather Underground dejó en ruinas una casa de la calle 12, allí estaba McDarrah, un sabio de la fotoperiodismo, que sabia colocarse siempre en primera fila para hacer fotos con historia. Enfundado en sus vaqueros y su chaquetilla de cuero, Fred era un icono del Bajo Manhattam. Actuaban como fotógrafos principales James Hamilton y Sylvia Plachy, hoy conocida también por ser la madre del gran actor Adrien Brody.

Con su actitud de socarrón chico de Brooklyn, siempre tenía un comentario mordaz a la actualidad con su cerveza en la mano en los garitos de University Place. La avidez noticiosa de su juventud la convirtió en maestría como editor y maestro de nuevas generaciones de fotógrafos. Una de sus favoritas, Pamela Duffy, nos fue utilizando como modelos al grupo de amigos y dejando nuestra estampa en las páginas de la guía neoyorquina por antonomasia.

Javier Martín-Domínguez. Pamela Duffy. Nueva York
Javier Martín-Domínguez y un grupo de amigos leen, celebrativos, las páginas dominicales de The New York Times en su apartamento del West Village. Foto: Pamela Duffy.

The New School era el gran tótem del pensamiento crítico; y, al mismo tiempo, la universidad viva que en sus clases para adultos iba incorporando las nuevas corrientes a cursos de la índole más diversa. Aurelio Orensanz, que dictaba un seminario sobre semiótica de las ciudades, me invitó a dar una de las charlas.

Y allí teorizamos sobre las ciudades con y sin centro: sobre Tokio y Nueva York. El arte de la calma en medio de un mundo abigarrado. La pasión de ir por delante del tiempo en la rejilla del mapa alado de Manhattan.

Estatua de la Libertad
La Estatua de la Libertad. Fotocomposición de Javier Martín-Domínguez.

El padre de la materia también hizo su aparición. Caminando por la calle Bleecker, me topé una mañana con el mismísimo Umberto Eco, que daba una conferencia en la biblioteca de NYU, en Washington Square. Acababa de publicar ‘El nombre de la rosa’ y estaba haciendo su tránsito de profesor a gran autor. La noche que cenamos con Eco nos trajeron la cuenta en una caja en lugar de la bandeja habitual. “Este es un claro síntoma de inflación”, dictaminó el mejor analista de signos y símbolos. Símbolo, comunicación y consumo, tal como tituló su homologo Gillo Dorfles.

De la misma manera, te podías encontrar a Andy Warhol con unos ejemplares de su revista Interview bajo el brazo o sentarte con Michael Douglas, Diandra y Luisa del Valle en las mesas floridas de El Internacional, que regentaba Montse Guillén con la decoración del infatigable y sorprendente Antoni Miralda. Convirtieron el viejo restaurante italiano que alimentaba a las estrellas de Hollywood y los mafiosos de los 50 en el destino obligado de los paseos nocturnos por Tribeca. Sus margaritas azules y la variedad de tapas eran las joyas del menú en aquel local presidido por una gigantesca corona réplica de la que remata la Estatua de la Libertad.

[Continuará…]

Nueva York. Javier Martín-Domínguez
Vista del ‘skyline’ de Manhattan, Nueva York. Foto: Javier Martín-Domínguez