Javier Martín-Domínguez. Tokio

#MAKMAAudiovisual
‘Perfect Days’, de Wim Wenders
Con Kôji Yakusho, Tokio Emoto, Arisa Nakano
123′, Japón, Alemania, 2023

Distintos y distantes como parecen los japoneses, era recurrente, tras vivir allí un tiempo, que me preguntasen: “¿Y pudiste hacer amigos?”. Mi respuesta terminó siendo: “Sí, me he bañado en su misma bañera, hemos compartido la misma agua”.

No hay noche sin baño en la vida de un japonés. Proceso de higiene y, al tiempo, de purificación, sumergirse en el ofuro (bañera japonesa) marca el tránsito de un día a otro, convertido en un ritual cercano a la meditación. Al baño se entra limpio, tras un buen enjabonado en la ducha. Después, te sumerges un tiempo limitado en el agua hirviendo para depurar y relajar el cuerpo. También para trasmutar el alma.

En su película de aire zen, ‘Perfect Days’, Win Wenders nos adentra en los secretos de los retretes de Tokio. Pero lo que nunca vemos es el cuarto de baño de la casa del protagonista. Hirayama (un nombre tomado de las películas de Ozu) usa el agua para lavarse los dientes en la pila de la cocina; usa el agua para regar sus tiestos con un spray. No hay baño en la casa. Y eso obliga en la historia a que el protagonista deba visitar no solo los retretes que limpia tan meticulosamente, sino que haga su limpieza corporal en los baños públicos (sento).

Hay apartamentos tan minúsculos en la superpoblada y carísima Tokio, que no hay espacio para una bañera. Cuando aterricé en Japón para quedarme, mi anfitrión, el diseñador Masaru Hagiwara, vivía en un reducido espacio en el que mi maleta de viaje y mi futón se comían cada noche el salón-recepción-cocina. Vi apartamentos aún más pequeños en el centro de la ciudad. Casi para dormir en vertical. La cocina y el baño se caían por la ventana.

La vida empezó en el agua y ahí se regenera en Japón, día tras día, en el ofuro privado o en el sento público. Cuando descubres la función de las aguas en la vida cotidiana, entras de verdad en el secreto del modo de vida de los japoneses.

Como buena cultura insular, la japonesa vive absorta ante el agua. Se mira y se reafirma ante el espejo flotante, ante la lámina acuosa en la que, al tiempo, te reconoces y eres otro. Verse y transfigurarse de la misma manera que la diosa Sol, Amateratsu, se ensimismó ante el objeto más sagrado de Japón –un espejo que se conserva en el templo de Isé y en el que solo se mira, en el día de su entronización, el emperador–.

De las treinta y seis vistas del Monte Fuji realizadas por Hokusai, la más celebrada es la de ‘La gran ola de Kanagawa’, donde el símbolo nacional japonés del volcán aparece centrado pero lejano, y en la que el elemento dominante es el agua en forma de mar y ola gigante. En la cultura del archipiélago nipón, el agua ejerce un papel preponderante y sus manifestaciones llegan al punto de convertirse en ritos diarios.

Viaje al sento
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Hoy en día son los estudiantes y las personas con pisos pequeños los que acuden mayoritariamente a estos baños públicos, una costumbre de lo más común hasta la posguerra. El baño público era el punto de reunión comunitario, el espacio para el comentario vecinal y el cotilleo. Les sigue encantando a las personas mayores para recrear la atmósfera de vida social de barrio. Separados por sexos y con piscinas a distintas temperaturas, el arte de limpiarse y cuidarse en los baños públicos sigue manteniendo unos niveles de pulcritud y exquisitez dignos de una vida de lujo.

Hay dos accesorios que resultan primordiales en este baño, en el que, obviamente, te presentas desnudo de cuerpo entero y en público. Uno es la banqueta, antiguamente de madera y hoy, por lo general, de plástico, para sentarte frente a una ducha de mano, enjabonarte y aclararte para poder pasar a las piscinas de relajo. El otro es una pequeña tela, a modo de escueta toalla, que hay que aprender a manejar para tapar con estilo y decoro las partes pudendas. El sexo nunca debe quedar expuesto.

La situación es idéntica en los onsen, que vienen a cumplir la misma función, pero en plan balneario. En general, son más lujosos, están en zonas vacacionales, en áreas donde abundan las aguas volcánicas calientes y que ofrecen un disfrute singular.

Las viví en Hakone, a donde se accede vía telesilla, y también en la isla norteña de Hokaido, donde los camareros del hotel se asombraban cada día de que no quisiera claudicar del menú de desayuno a la japonesa, con arroz y pescado, frente al occidental de café con bollos. Cada mañana me lo preguntaban con la misma mueca de escepticismo. Lugares de relajo, descanso y recuperación, balnearios a la japonesa, suelen aparecer en las películas del ahora centenario Yasuhiro Ozu, como en su celebrada ‘Cuentos de Tokyo’.

La higiene, la limpieza y la pulcritud son una seña de identidad de la cultura japonesa. Los baños están impolutos. En los hoteles tradicionales –o riokan–, lo preceptivo es dejar tu calzado a la entrada del establecimiento y despojarte de tu propia ropa en cuanto llegas a tu habitación de tatami. La sustituyes por un yucata de algodón, que será tu única vestimenta (más la ropa interior, claro), para disfrutar de los espacios del establecimiento y para acercarte a los baños.

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Siempre vives bajo el estigma del gaijin (extranjero) entre la homogénea población japonesa. Pero en el lugar donde puedes pasar más obligatoriamente desapercibido es en unos baños públicos, donde nadie mira descaradamente o, al menos, trata de no marcar a nadie con su mirada. Como si ante y bajo el agua todos fueran iguales, respetando escrupulosamente la intimidad ante unos cuerpos desplegados a la vista de todos.

Resulta hasta chocante esta capacidad de afrontar con tanta naturalidad la desnudez en los baños públicos y, en cambio, mantener una rígida censura sobre la representación corporal del desnudo. Habitualmente, las revistas eróticas o pornográficas circulaban con normalidad, pero con el pelo del pubis de la mujer siempre oscurecido, tapado o censurado de algún modo.

Incluso en el campo del arte, el desnudo ha sido censurado, con esta singular disfunción de admitirlo lo real y tapar lo representado. En una cultura de sexualidad abierta y de relaciones sexuales tempranas, esta autocensura choca aún más. ¿Sera para acentuar el último límite? Hasta en el mito primigenio de la diosa Sol Amateratsu, la fórmula empleada para hacerla reaparecer e iluminar las islas del imperio del sol naciente fue, precisamente, la de montar una orgía. El sexo no es tabú; su representación, en cambio, está limitada.

Mis días perfectos de Tokio, al contrario que los de Hirayama, se movían a ritmo de metro, no de furgoneta. Pero, al igual que él, usaba para escuchar música los casetes en mi walkman años 80. Sonaba la voz de Crissies Hynde y The Pretenders, con su ‘Don’t Get Me Wrong’, o una melancólica balada de Simply Red. También el ‘Sledge Hammer’ de Peter Gabriel y su ‘Red Rain’ (lluvia roja).

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Salía tarde de las oficinas del diario Asahi Shimbun después de trasmitir mi crónica, vía télex, para La Vanguardia de Barcelona en mis días de corresponsal en Asia. El gran edificio del periódico más respetado de Japón estaba situado muy cerca del espléndido mercado del pescado de Tsukiji –a donde llegaban, incluso, las mejores piezas de atún de los barcos japoneses anclados en el estrecho de Gibraltar–, muy cerca también del templo dedicado al dios del agua en la religión nacional sintoísta Suijin, que protege a los pescadores.

Tenía que tomar el último tren a Sangenjaya antes del cierre del metro. Me apresuraba para llegar a la estación más próxima al diario, la de Ginza, compitiendo con los sararimen (ejecutivos de empresa), con sus andares cansinos que parecían imitar a los de un borrachín de película, tambaleándose de lado a lado hasta encontrar un asiento en el vagón. Entonces, colocaba en el walkman un casete y me preparaba para el ultimo sueño.

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Por fin, mi estación final, la de las Tres Casas de Té (Sangenjaya), que para nosotros era la de las tres casas cinematográficas. Mi amigo Masaru había apostado por este barrio tradicional para mi residencia, y lo argumentaba porque tenía a un paso tres salas de cine: una con películas japonesas, otra con producciones norteamericanas y la tercera con cine porno.

Un mar de bicicletas estaba apostado a la salida del metro para acortar el siguiente tramo hasta la casa. Yo vivía cerca y no la necesitaba. El ejecutivo al que le esperase su esposa, entrompado por la velada obligada con sus compañeros de trabajo, tendría la suerte de que le desnudarían para meterlo en el agua hirviendo del ofuro. Una purificación del alcohol ingerido para poder, así, madrugar a la mañana siguiente para el tren de las siete. Y vuelta a empezar.

Frente a las 24 horas operativas del metro neoyorquino, el de Tokio cierra a medianoche, lo que obliga a las carreras de última hora y a autolimitarse del disfrute de la nocturnidad porque un viaje en taxi te puede costar el salario de la semana. Al llegar a casa, desplegaba mi set de sumie, regalo de mis amigos Masaru y Mari Kobayashi por haberme prestado para hacer un anuncio de extranjero en Japón. Papel de arroz, pincel, tinta sólida y el tintero.

Era mi momento de aprendizaje de los kanji y de trascender la mente con los movimientos certeros del pincel sobre la tinta para dejar plasmado un signo que revelaba un nombre, una acción, un mundo. Lo tradicional es usar tinta sólida que se restriega en el tintero, al que se añaden unas gotas de agua. Como un acto de magia, esta agua ennegrecida se hace sólida en el papel y revela, mediante la acción, un significado. Otro signo de magia de la diosa Amateratsu, que espera al despertar del nuevo día en Tokio.