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Los museos frente a la sacralidad del arte | Editorial
MAKMA ISSUE #08 | Entornos Museográficos
MAKMA, Revista de Artes Visuales y Cultura Contemporánea, 2025
Hace poco más de un siglo, Marcel Duchamp puso patas arriba la concepción del arte con su ya famoso urinario, que bautizó con el nombre de ‘Fuente’ (1917). Lo presentó a una exposición en Nueva York bajo el seudónimo de Richard Mutt y, aunque provocó en principio airadas discrepancias acerca de su carácter artístico, lo que después sucedió forma ya parte de la controvertida historia del arte del siglo XX.
El escritor Fernando Poblet ya lo advirtió: “Todo objeto despojado de su función ordinaria es arte, de manera que si ves un urinario colgado de la pared no intentes la meada parabólica”. Convertida, por tanto, la ‘Fuente’ en pieza de museo, las instituciones por antonomasia de la custodia, catalogación y, valga la redundancia, fuente de investigación de todo lo relacionado con las obras artísticas, han ido sufriendo una profunda metamorfosis tanto de sus continentes como de sus contenidos.

Los museos se encuentran ahora mismo transitando por una doble senda: la abierta por aquella ruptura, colaborando activamente en la exhibición de obras que cuestionan tanto el estatuto mismo del arte como del propio museo, y la dispuesta en torno a la consideración del objeto artístico como fuente –seguimos con las redundancias– evangelizadora, esto es, vehículo de transmisión ideológica.
De manera que los museos, desacralizada la obra de arte –es decir, despojada del aura que la asociaba con el misterio de la incomprensible existencia–, se hallan sometidos a la presión de dos amantes peligrosas –por utilizar la expresión de Carlos Granés en su ‘Salvajes de una nueva época’–: el capitalismo y la política. Dos amantes a las que se suma una tercera: la inteligencia artificial, que dejaremos ahora de lado, porque requeriría no ya abrir una nueva fuente de caudal todavía más incierto, sino adentrarnos por caminos que ponen en tela de juicio la concepción misma de lo humano.
No son tantos, pero sí muy relevantes, los casos de museos abducidos por esa concepción de la obra de arte como mercancía y atracción turística. Como son muchos, aunque no sean su práctica mayoría, los que, igualmente abducidos por la idea de que la obra artística es un excelente vehículo de crítica al servicio de determinados postulados ideológicos, hurgan en sus colecciones y promueven exposiciones con el sano fin de abrirnos los ojos cerrados por culpa de una vetusta historia del arte delimitadora incluso de nuestras vidas.
“Lo que admira a nuestros antepasados no es la utilidad de las cosechas, sino el misterio de la muerte y el renacer”, apunta el filósofo José Antonio Marina con respecto al carácter inmemorial del arte. Un carácter que, aunque figure como agregado en algunas de las obras artísticas que con fortuna llegan a exhibirse, acaba estando al servicio de la atracción turística y mediática, así como del mensaje que puedan llegar a vehicular para esa apertura de miras suscitada por la ideología dominante de cada época.
Los museos tienen así serias dificultades para recuperar la sacralidad del arte que el vampirismo capitalista e ideológico han succionado. Sacralidad entendida como la dimensión que, frente a las funciones pragmáticas impuestas por el mercado o el discurso del arte comprometido, nos devuelve el anhelo del verdadero artista: hablar de aquello que no entiende y que, por no llegar a entenderlo, se convierte en materia de su obra.
No es, por tanto, la utilidad de las cosechas –volviendo a Marina–, que es tanto como decir la utilidad del arte en sus versiones capitalista e ideológica, lo que debería primar en la finalidad de los museos, sino la lucha por seguir haciendo espacio al misterio que los artistas revelan con sus obras, en tanto prolongación natural del misterio que habita en quienes las contemplan.
No es que los museos hayan dejado de proyectar ese misterio en muchas de las obras exhibidas, a partir de ciertas muestras y relecturas expositivas, sino que corren el peligro, muchas veces consentido, de transformar ese misterio en rutilante fuente de ingresos, cuando no se vacía de contenido con el fin de que nos devuelva la obra un mensaje más apropiado al discurso vigente.
Si, hablando de literatura –sin duda extensible al arte–, Eric Vuillard, autor de ‘Una salida honrosa’, dice que la narración “nos permite escuchar la verdad oculta tras los dogmas”, bueno será que los museos se pongan con más ahínco a esa escucha, para que las obras artísticas que atesoran y/o exhiben dejen a un lado los dogmas del mercado y de la ideología –sin tener que prescindir absolutamente de ellos– con el fin de que aflore el misterio que a todos nos embarga. Un misterio que va más allá del placer, sobrecogiéndonos de verdad.