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Miguel Borrego (València, 1963-2021)
“Nada es más negro que la mañana luminosa del recuerdo”. Con esta cita de Paul Celan se abría la exposición ‘Paraíso del sonámbulo’, que La Nau de la Universitat de València dedicaba a Miguel Borrego a principios del pasado año. Nada más negro que recibir la noticia de su desaparición a la temprana edad de 57 años, dejándonos, eso sí, la luminosidad de su recuerdo en forma de una trayectoria artística de hondo calado.
Un haiku japonés de Matsuo Basho, incluido en otra de sus exposiciones, ‘Mudanza’, esta vez en el Centre del Carme hace ya casi diez años, incidía en ese mismo carácter introspectivo de su obra, en el subrayado de su fragilidad y en lo efímero del tiempo: “Cojo mi pincel y anoto lo que sigue dentro de mi sombrero: mundo de lluvia. En esta vida estamos sólo de paso”.
Y así, cayendo como esa fina lluvia del haiku, y a golpe de sombrero, cabe despedir a Miguel Borrego, que ha estado sin duda de paso, aunque mientras tanto ha podido realizar un trabajo cuya sacralidad ha sido, después de todo, la manera que ha tenido Borrego de “afirmarse existencialmente”. Afirmación existencial por él mismo proclamada en otra muestra más lejana, en la que pudimos conversar, en la igualmente extinta galería pazYcomedias.
El “territorio de fascinación y misterio”, que para él era el arte, ha sido objeto de su profunda y dilatada investigación cortada lamentablemente en seco, ya sea mediante pinturas sombrías o a través de sus singulares esculturas, cuya expresiva materialidad, de los cuerpos y de los gestos, estaba vinculada con los pliegues de una existencia que cabalgaba entre la muerte y la vida. “En casi todo mi trabajo hay un intento por relacionar las obras con la estructura del mito, de lo sagrado”, contó en la presentación de aquella ‘Mudanza’, en el refectorio del Carmen.
Esa sacralidad, fundamento de su obra, ligaba a perfección con su forma de entender la vida, toda ella decantada de ese lado mítico que convierte la realidad en asunto de ficción, por cuanto la verdad, la auténtica verdad de la existencia, se halla por entero en la supuesta mentira de lo sagrado. “Hay un espacio sagrado y, por consiguiente, fuerte, significativo, y hay otros espacios no consagrados y, por tanto, sin consistencia”, subraya el historiador Mircea Eliade en ‘Lo sagrado y lo profano’.
Miguel Borrego se dedicó, durante años, a explorar en esa materia oscura de la vida que lindaba con la muerte, sus pesares y regiones sombrías por las que todos transitamos, aspirando a una luz que muchas veces se nos resiste. La no permanencia de las cosas, que él capturaba mediante el vacío y la forma de sus esculturas, al igual que por medio de sus dibujos y pinturas usualmente caracterizadas por la reverberación de ciertos claroscuros, atraviesa el conjunto de su producción.
Una producción igualmente constituida a modo de lo que él pensaba como “una reflexión sobre la temporalidad y el viaje”. Un viaje que empezó en Valencia, su ciudad natal, en 1963, ya ha terminado en el mismo punto de partida, transcurridos 57 años. Siempre son pocos, sobre todo cuando a un artista como él le quedaban tantos proyectos por materializar. Las esculturas de Borrego, decíamos tras contemplar aquella ‘Mudanza’, transmiten un hondo pesar al tiempo que cierta liberación. Pesar ahora por su muerte y liberación por habernos dejado, al menos, su obra, está sí, inmortal.
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