#MAKMALibros
Entrevista con Manuel Vicent
Festival Fronteras València
Palau de les Arts
Avenida del Professor López Piñero 1, València
Jueves 9 de febrero de 2023
Manuel Vicent contesta como escribe. Sus respuestas, a cualquier pregunta que se le formule en vivo y en directo, llegan a la punta de su lengua convertidas en breves piezas literarias. Uno le lanza una cuestión y, tras rumiarla un instante, la va desbrozando como si fuera el nudo de una trama de la que él está acostumbrado a tirar para dar forma narrativa a la vida, por insulsa que esta parezca.
Da igual, por tanto, que la pregunta venga de un público fiel a su causa, que la pregunta se la formule un periodista o que la cuestión proceda de mentes muy avezadas en lidiar con los asuntos más profundos. Da igual, porque Manuel Vicent entiende la existencia como un todo literario, en el que ninguna de sus partes escapa a la firme convicción de hallarse atravesadas por un mismo aliento poético.
“No solo las desgracias dejan huellas en el rostro. También la dicha que uno haya vivido en el pasado se posa en un punto de la mirada”, apuntará en su novela ‘Balada de Caín’, con la que obtuvo el Premio Nadal en 1986. Y es así, a base de mezclar desgracias y dichas contadas de manera que unas y otras formen una misma pasta literaria, como Manuel Vicent va creando a su alrededor una atmósfera novelesca que purifica los sentidos.
En el café que mantuvo con el público, en el marco del festival Fronteras València que acogió el Palau de les Arts, fue respondiendo a las preguntas, antes de las que después yo mismo le formularía.
Empezó diciendo que las tertulias del Café Gijón –por las que se le interrogó– eran tertulias muy diversas y abiertas. “Yo siempre he dicho que si todo el tiempo que he pasado en el Café Gijón hubiera estudiado piano pues ahora sería [Arthur] Rubinstein o más. Ahora bien, ¿he perdido el tiempo? Pues no, porque, como decía [Miguel de] Unamuno, las tertulias de café son la universidad popular española de verdad”.
Y recordó su entrada por primera vez en el Café Gijón, “un domingo de otoño”, en el que vio cómo alguien que estaba en el suelo a cuatro patas ladrando, de pronto, le mordió la pantorrilla. “Era un pintor famoso: José Paredes Jardiel. Y entonces pensé que, si entro al Café Gijón y me muerde un pintor famoso, ¡pues habrá que quedarse aquí a vivir!”, exclamó, con otro rasgo de su escritura extensible a la conversación: el humor socarrón y mordaz.
Así, prosiguió sus recuerdos –vivamente narrados– hablando de cierta tertulia de poetas, de la que se había marchado un hombre que en esos momentos ocupaba en solitario una mesa. “Pregunté que quién era y me dijeron que era un señor que pertenecía a esa tertulia y que en una riña que tuvieron se exilió. Tenía una característica: y es que fumaba en pipa y hacía ya tres años que no hablaba. Sin embargo, al cabo de todo ese tiempo sin hablar, veo que entra una chica muy guapa, guapísima, y entonces ese señor se levanta con su pipa, se acerca hasta donde estaba la joven y, a dos palmos de su nariz, le dice: ‘¡Está usted cojonuda!’. Y regresó a su exilio”.
También rememoró la figura de Fernandito, un juez que frecuentaba el Café Gijón y que, al estar muriéndose, decidió irse a su Galicia natal. “Un médico amigo suyo venía y nos traía noticias: ‘Pues ahí está, entra en coma, sale del coma, entra en coma, sale del coma… Lo terrible es que cuando sale del coma –“esto no lo mejora ni Faulkner”, apostilla Vicent– pide perdón a todos los que ha condenado a muerte y los llama por sus nombres y apellidos’”.
Manuel Vicent, tras ese café con el público en la Sala VIP de Les Arts, se fue al Aula Magistral para sostener un diálogo con la cantante Sole Giménez, moderado por la presentadora Lara Siscar. Después de todo, Fronteras València –así ha quedado proclamado– es un festival “donde los músicos hablan de literatura y los escritores de música”, un proyecto de La Fábrica, en colaboración con Acción Cultural del Ayuntamiento de València y el propio Palau de les Arts.
Allí, Vicent volvió a responder a cada una de las preguntas, ahora en torno a la vecindad entre la literatura y la música, revelando en sus contestaciones que el ritmo también forma parte de su refinada prosa. Aludió a Bach y a Mozart, así como al jazz en el que dijo haberse detenido en cuanto a sus gustos musicales. Y recordó cómo en París coincidió con Miles Davis en el ascensor del hotel donde se alojaba. El Miles Davis de ‘Ascensor para el cadalso’.
Luego vino la firma de ejemplares de su última novela, ‘Retrato de una mujer moderna’, dedicado a Concha Piquer, antes de que Manuel Vicent, por fin, subiera exhausto al cadalso de la entrevista que le aguardaba. “¿No nos llevará mucho tiempo?”, preguntó a modo de rogativa, subrayando con la mirada el cansancio que atesoraba. Diríase que él, antitaurino declarado, acudía a la cita como los morlacos asaeteados en múltiples suertes de varas.
Puesto que estamos en el festival Fronteras, me gustaría empezar por lo que sugiere esa palabra. ¿Desde el momento en que hay fronteras, hay violencia? Entonces, ¿que los músicos hablen de literatura y los escritores de música ya es un modo de combatirla mediante esos vasos comunicantes?
La frontera es lo que tienes enfrente y te tapa el horizonte. Entonces, la frontera tiene un sentido coercitivo, pero también es un ir más allá, una especie de cabalgada hacia un horizonte. Y, como todo en la vida, se trata de que esa frontera sea positiva o negativa.
Usted, en ‘Memorias de sobremesa. Conversaciones de Ángel S. Harguindey con Rafael Azcona y Manuel Vicent’, apunta lo siguiente: “El mundo es un juguete roto que encontramos cada mañana al levantarnos al pie de la cama y que hay que arreglar pegándolo con saliva”. ¿La literatura es uno de los mejores pegamentos?
La buena literatura sí. También es cierto que la literatura no sirve para salvar nada, sino que sirve, en el fondo, para refinar la sensibilidad, el sentimiento, y se supone que, indirectamente, por ese refinamiento de la sensibilidad mejora la vida y la sociedad. De manera que sirve para salvarse a uno mismo refinando los sentimientos.
También dice, en ese mismo contexto, que, cuando se levanta, “a las nueve de la mañana en las tertulias de la radio ya está toda la carne picada” y “algunos políticos ya se han convertido en albóndigas”. ¿Las noticias contribuyen, en este sentido, a hacer más añicos ese juguete roto?
Cuando uno se levanta por la mañana y se destruye el mundo que ha soñado, al final de esa destrucción vuelves, de nuevo, al sueño reparador. Y lo que repara el sueño es todo ese mundo roto que uno ha fabricado durante el día despierto. Es aquello de Shakespeare de “¡morir, dormir, tal vez soñar!”. Bueno, pues yo creo que el sueño puede ser tan efectivo y tan batallador como coger un arma. El sueño también es un arma.
Usted lleva décadas escribiendo en El País siempre bajo un aspecto literario porque, según dice, no tiene sentido para las noticias. ¿El periodismo y la literatura mantienen una relación controvertida?
El periodismo es una forma de literatura del siglo XX. Los que, en el fondo, el día de mañana quieran saber cómo éramos, qué hacíamos, a quiénes matábamos, qué destruíamos, pues tendrán que leer los periódicos.
En los años 60 se censuró esta descripción narrativa, traída a colación por usted: “Susana entró de noche en su habitación, se desnudó, se metió en la cama y tranquilamente se durmió”. Se censuró porque había que haber dicho desvestirse en lugar de desnudar, y porque toda española de bien reza antes de acostarse. Recientemente, sin embargo, Antonio Muñoz Molina cuenta que una alumna se negó a leer un libro de Julio Ramón Ribeyro porque en cierto momento el novelista dice: “Mientras escribo oigo a mi mujer haciendo algo en la cocina”. ¿Estamos entrando en otro régimen de censura?
La situación cambia, la moral cambia, la estética cambia, la sensibilidad cambia. Es una evolución. Yo no me releo, pero si por alguna razón cae un texto mío escrito hace muchos años, a veces me horrorizo de cosas que pude escribir entonces con toda normalidad y que hoy suenan como trallazos machistas. Entonces, bueno, esa horquilla o ese cepo de lo políticamente correcto creo que es aniquilador, porque llegará un momento en que no se podrá hablar de nada y menos escribir.
[Manuel Vicent al ver que, a pesar de su concisión, las preguntas se alargaban, miró al periodista –que insistía en prolongar tan eximio encuentro– rogándole que concluyera por el amor de Dios. Y así fue como terminó esta entrevista, a orillas de su Mediterráneo].
Usted dice haber descubierto el Mediterráneo cuando se fue a Madrid, pensándolo desde el asfalto de la meseta. ¿La impotencia es fuente para la imaginación?
Sin duda. Como sucede con los amores o con cualquier otra cosa, cuando lo pierdes es cuando te das cuenta de lo que era realmente y entonces lo fabricas, lo renuevas o lo inventas literariamente.
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