Eduardo Kobra. Manhattan. Nueva York

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Luciérnagas en Harlem. Sueños de Nueva York (II)

Nueva York es un sueño, o el lugar donde se cumplen los sueños más inimaginables. La megalópolis representa como ninguna otra ciudad el escenario donde todo es posible y donde no existe el límite. Esta es la segunda parte de una crónica de unos locos años 80, cuando la Gran Manzana volvió a ser el bocado más apetecible del mundo.

Nueva York eras

Nueva York eras , como en la obra de Fiona Templeton. Embriagado por la ciudad, tu personalidad se reforzaba con un aire de libertad y un inmenso deseo de abarcarlo todo.

“Si eres joven, no busques una casa demasiado cómoda. En Nueva York hay que estar en la calle”.

Era la mejor receta para los nuevos inquilinos de la ciudad, firmada por el viejo bartender del Veselka, uno de los mejores restaurantes de aire ucraniano del East Village. Como también lo era, y hasta más barato, el Kiev con sus ricos blintzes. Allí desgranábamos nuestros sueños de vanguardia, después de las clases de documental de Dreidre Boyle, donde repasamos desde Ivens a Reifenstahl o Jean Vigo, sin descuidar ningún clásico americano.

El intercambio de sueños seguía en el Red Bar, pintado todo en blanco con excepción de su larga barra roja, que parecía inclinarse peligrosamente en un desafió visual a la gravedad; al igual que la variopinta clientela. Y de allí al Gold Bar, que para seguir la línea de originalidad tenía una barra doraba que se prolongaba bajo tus pies hasta el sótano. Apostado a la barra, no sabías muy bien si el suelo se había hundido bajo tus pies. El tumulto artístico seguía en plena calle, a las puertas de las nuevas galerías que iban a dar a Nueva York algunas de sus mejores firmas de los años 80.

Gracie Mansion, situada en pleno Tompkins Square Park, fue de las primeras en surgir, mezclando la vanguardia con el pop y hasta el kitsch. Todo valía mientras se saliese de la norma. La pintura había vuelto, figurativa y matérica; llena de color, como en los bellos cuadros de Eileen Ahern; llena de vida y dolor, como en los trazos de Basquiat. Te tropezabas con un mural callejero de Keith Haring o con pintadas hechas con plantilla en el mismo suelo revolucionando los paseos por la ciudad.

Una obra de Eileen Ahern pintada en los 80, en su estudio del East Village de Nueva York.

Por el Upper East Side surgieron una serie de huellas de pies de color rosa que te marcaban un camino a seguir. Llevaba hasta lo más profundo del Lower East Side, donde un hippie rezagado había plantado su Jardín del Edén, convirtiendo en huerto una manzana que parecía bombardeada.

El hortelano se hacia llamar Adam’s Purple y le veías ataviado con vestimentas de riguroso color rosa montado en su bicicleta, de la que colgaba un cubo. Subía a pedal hasta la zona de Central Park, en la que aparcaba los carruajes tirados a caballo para recoger sus boñigas y usarlas para abonar el nuevo Edén. Sería un hippie trasnochado, pero su visión estaba clara y era acertada. El futuro le daría la razón.

“Te tropezabas con un mural callejero de Keith Haring o con pintadas hechas con plantilla en el mismo suelo revolucionando los paseos por la ciudad”. Foto: Pamela Duffy.

Aquella zona del Loisaida, que parecía condenada a ser un basurero y un lugar de mala vida para emigrantes de nulos recursos, acabaría revitalizada. Pero es verdad que en los 70 y 80 era zona comanche, nada recomendable para transitar, sobre todo, por las noches.

Siempre ha habido valientes y, especialmente, los artistas que buscaban locales baratos para montar un estudio para trabajar en soledad. En la cercana Rivington se instaló ABC No Rio, que exploraba nuevas vías de vanguardia entre un público de transgresores ávido de nuevas sensaciones. Se leían manifiestos que dejaban corto al surrealismo en un contexto de fiestas pánicas.

Javier Martín-Domínguez (centro), junto a diversos amigos, en una fiesta en la casa del pintor José Guerrero (Nueva York, años 80). Foto: Pamela Duffy.

También tuvieron valor los hermanos Orensanz (Ángel y Aurelio) para hacerse con la vieja sinagoga de Norfolk St. Situada en la zona y dada por obsoleta por la comunidad judía, cuando fue más pudiente se deshizo del yiddish y de otros rituales más ortodoxos y se mudó a la parte alta de la ciudad. Inicialmente, iba a ser el estudio de Ángel, el escultor. Pero Aurelio encontró la supervivencia del local gracias a los apoyos del community y a la explotación del templo como plató, sala de bodas, pasarela de modelos y cualquier otro evento para una ciudad ávida de encontrar nuevos escenarios.

Allí grabo vídeos Lou Reed, cuando las palomas aún tenían sus nidos bajo un techo lleno de agujeros. Y allí brindamos con vodka por el futuro en una mañana heladora, con la acera convertida en pista de patinaje y un interior que parecía un frigorífico. Mejor vodka que un té caliente para aguantar los rigores del invierno neoyorquino.

Los Orensanz encontraron un sueño realizado, aunque no fuese el inicialmente perseguido. El sueño escondido en aquella ruina arquitectónica que tenía vida propia más allá de la de los propietarios de turno. Así, Aurelio pasó de su viejo sueño de los análisis de la comunicación de masas y el fervor por la semiótica a practicar una semiosis activa del barrio mas límite en el sur de Manhattan.

Este gran almacén de arqueología urbana ha ido acumulando los signos del tiempo dejados por residentes y transeúntes. Su condición de paraíso acogedor, de lugar donde se facilita, como en ningún otro, la accesibilidad a cualquier experiencia ha permitido que se conceda el mismo valor a la obra del gran arquitecto o al grafiti de un joven airado. Marcas todas ellas de una ciudad que ama el contraste y el cambio. Amplia y conciliadora, en la ciudad de Nueva York habitan todos los sueños e incluso las pesadillas del vagabundo, el criminal o el infecto. Todos ellos, al fin y al cabo, forjadores de un peculiar estado babeliano.

Los protagonistas de su historia terminan engullidos por la personalidad de la ciudad misma, a la que se suele conceder un carácter mítico de organismo vivo, culpándola sin más de los mejores logros y las peores tragedias, olvidando a los verdaderos responsables. Pero en esta fecha obligada de centenario habría que rescatar al menos un nombre dentro de la millonaria nómina de los creadores de este nuevo paraíso.

Nueva York, “una ciudad que ama el contraste y el cambio”. Foto: Javier Martín-Domínguez.
Utopistas de ayer y de hoy

Se llamaba John Augustus Roebling, un comunista utópico y metafísico aficionado que gustaba presentarse como alumno favorito de Hegel. Cruzó el charco perseguido por los fantasmas de la vieja Europa, y más en concreto por la Policía prusiana, que le hizo cambiar su vida en Mühlhausen por una comuna en Pensilvania. Su inquietud no se detuvo con el cambio de aires, y siguió espoleando su creatividad aplicada a nuevas tecnologías para alcanzar una mejor civilización.

Roebling desafió a los que le tachaban de mero charlatán trascendentalista cuando sacó a la luz su preciado invento, que iba a cambiar la historia de la ciudad de Nueva York. Se trataba nada más y nada menos que de una cuerda de acero y un complejo sistema de fuerzas para crear y sostener nuevas estructuras. Inspirándose en la catedral gótica de su Mühlhausen natal, Roebling diseñó los dos bellos arcos en granito que simbolizaban las dos ciudades que el puente de Brooklyn iba a enlazar. Con la belleza del estilo se alió el invento de los cables de acero que mantendrían la estructura y que podrían haber envuelto la mitad de la circunferencia de la Tierra.

La más grande, la más poderosa, la más veloz, Nueva York no ha dejado de crecer desde su parto hace unos cuatrocientos años, y desde el matrimonio oficial con Brooklyn hace un siglo. Nunca una ciudad tan joven ha llegado tan alto. Los cañones que jalonan sus rascacielos son hoy el paseo más codiciado por los héroes de nuestro tiempo para ser agasajados por llegar a la Luna o conquistar el oro olímpico. Absorbe la creatividad del mundo y, al tiempo, crea las modas. Es capital del dinero y centro del espectáculo. Demasiado grande para contarla y, a la par, tan dúctil y cautivadora que llena para toda la vida el corazón del visitante.

Puente de Brooklyn. Nueva York
“Roebling diseñó los dos bellos arcos en granito que simbolizaban las dos ciudades que el puente de Brooklyn iba a enlazar”. Foto: Javier Martín-Domínguez.

Sin que el puente de Brooklyn haya perdido ni su función ni su hermosura, ahora compite con nuevas estructuras colgantes, con túneles y teleféricos, trenes y barcos que se mueven sobre una cuadrícula sin centro diseñada para el movimiento continuo.

Un barrio entero como Manhattan hace la función de la plaza central de las ciudades europeas para este universo compuesto por los cinco boroughs del centenario, pero al que ya se suman, de hecho, otras ciudades periféricas hasta alcanzar unos dieciséis millones de habitantes en una de las áreas metropolitanas más pobladas del planeta.

Este gran Nueva York con más de un siglo en el carné oficial de identidad ya ha empezado su apuesta por mantener la capitalidad para el nuevo milenio. Convertido durante los años 80 en “hoguera de las vanidades”, según el acertado título de Tom Wolfe, parecía que iba a sucumbir en la resaca del reaganismo. Pero se trataba de un mero espejismo, de un paréntesis para ganar un nuevo tiempo.

Allí donde el bohemio SoHo –convertido en barrio chic– pierde su norte, le ha nacido en los 90 el llamado Sillicon Alley, donde las nuevas tecnologías de Internet y el multimedia han encontrado su mejor acomodo. Capital de tantas cosas, también lo es de las telecomunicaciones, sustituyendo el mítico acero del puente de Roebling por la fibra óptica, los bits y el disco duro urbano.

Nueva York ha ido modificando su perfil al compás de los tiempos. Hasta su skyline ha ido cambiado; ya sin Torres Gemelas, pero con nuevos rascacielos para dar más vida y volumen a Manhattan. Siempre un lugar para buscar gloria o, al menos, fortuna.

También lo intuyó así Fernando Colomo en su película ‘La línea del cielo‘, rodada en los 80. Su protagonista, Antonio Resines, es un fotógrafo que llega a NY en busca del triunfo. Lo lucha, pero no lo encuentra…. Hasta que ya está metido en el avión de vuelta y se queda sin escuchar el mensaje de quien le propone su primer trabajo.

Colomo quería hacer una película sobre el mundo del arte efímero o maleable, con un guion que llevaba bajo el brazo sobre un pintor que hacía cuadros a lo Millares. Tras explorar el competitivo mundo del cine norteamericano y sus reglas de alta industria, tiró el guion inicial y escribió en unas servilletas de café la base de una película indie sobre la búsqueda del sueño neoyorquino por un extranjero que lleva la marca del éxito en su país de origen, pero que es uno más en Manhattan.

La línea del cielo. Fernando Colomo
Javier Martín-Domínguez y Antonio Resines en un instante de ‘La línea del cielo’ (1983), de Fernando Colomo.

Solo Resines y el operador de cámara eran profesionales venidos de Madrid. El resto de los actores y colaboradores –incluido yo mismo– era el reparto de amigos que el director encontró en Manhattan. Al igual que había sucedido en una práctica de vídeo que Beatriz Pérez-Porro hizo en The Global Village, con Colomo como invitado, se rodó una secuencia en la que yo, trasmutado de periodista español en periodista americano, entrevistaba a Resines, que hacía como si entendiese el inglés en el que le preguntaba sin enterarse de nada.

‘La línea del cielo’ quedó bien marcada, con un éxito aceptable, y llegó a proyectarse en la ciudad donde se rodó. Su clave estaba en la sencillez y la verdad que trasmitía, en aquel tiempo –que quizá sea también el de antes y el de ahora– en el que miles de soñadores buscaban cumplir su gran ilusión, su sueño a lo grande, en la Gran Manzana.

Vivir el sueño

Mas allá de los limites físicos y de los márgenes de los mapas, Nueva York era –y seguro que es– una ciudad inundada de sueños. Todos íbamos a NY a vivir un sueño. La ciudad te ayudaba a revivirlo o a transformarlo. Quien no soñase en la ciudad de los sueños estaba perdido. Carole Bovoso, con su bella tez caribeña y su porte de princesa nubia, era la gran maestra de los sueños. En su amplio loft de la Chambers St. organizaba dream parties. Fiestas de sueños.

Abría su casa para pasar la noche, distribuidos los visitantes por cada rincón del inmenso salón con el objetivo de dormir y soñar. Carole proyectaba calma nada más verla, con la sonrisa cómplice de su pareja, el actor James Lesesne, para provocar ganas de felicidad. Recomendaban llevar una libreta y bolígrafo para que, al despertar, pudieses hacer de notario de tus propios sueños. Sueños que se verbalizaban y compartían a la mañana siguiente.

“I am going to dream a dream for you tonight”.

Voy a soñar un sueño para ti esta noche. Era uno de los poemas emblemáticos de mi vecina Teresa. Era un sueño de liberación y de esquite. Un sueño contra la pesadilla del Holocausto que la comunidad judía, en particular, y todos, en general, mantenían viva. Un sueño para ayudar a soñar. Pero fue Teresa la que nos avisó una tarde ya oscura de la nueva pesadilla que vivió Manhattan; la pesadilla de la muerte con mayúsculas. De repente, se paró la música. Llevamos unos días escuchando cada corte del novísimo LP de Lennon Double Fantasy.

“¡Han asesinado a John!”.

Vigilia en los Strawberry Fields, en Central Park, por el asesinato de John Lennon. Foto: Pamela Duffy.

Nos fuimos de inmediato a las puertas del Dakota, en la Calle 72, junto a Central Park West. Subimos hasta el norte y ya solo vimos angustia. Había coches y vallas de Policía y un grupo de curiosos. El cuerpo de John Lennon ya se encontraba en un hospital, y estaba muerto. Hice mi crónica de inmediato para Radio Nacional de España, con los nervios a flor de boca.

Poco más tarde, me llamaría Juan Cruz, jefe de Cultura del diario El País, para que les escribirse una historia a falta de corresponsal en la ciudad. Saldrá publicada ese día y, al siguiente, con mi heterónimo Juana G. Ciero. Fue como un pistoletazo de cambio de época. El beatle mas díscolo y progresista había sido asesinado. Aquella crónica te helaba las manos. Imagine.

Asesinato de John Lennon. Juana G. Ciero. Javier Martín Domínguez. El País.
Artículo de Juana G. Ciero (heterónimo de Javier Martín-Domínguez) sobre el asesinato de John Lennon, publicado en El País el 10 de diciembre de 1980.

A los pocos días, se convocó una vigilia en los que ya se quedarían bautizados como Strawberry Fields, en Central Park. Cantamos como un inmenso coro el ‘Imagine’. Hicimos un gran corro de meditación. Allí estaban Ouka Leele y El Hortelano, Javier Romero, Montxo Algora y otros amigos del grupo artístico español. La manifestación más sentida y sentimental. La fiesta nunca fue completa. El sueño destrozado en miles de pesadillas. Lennon asesinado en el mismo escenario de ‘La semilla del diablo’, de Roman Polanski. Había que empezar de nuevo. Un recambio para la semiótica de la ciudad.

Soñabas en un Nueva York amarillo, a lo ‘Yellow Submarine’, con sus taxis y sus letreros de las calles del mismo color deslumbrante; el que más te permite captar la atención. Y hasta en eso la ciudad cambió. La saturación visual llevó a implantar nuevos letreros de verde fluorescente. E incluso, tiempo más tarde, algunas zonas se etiquetaron con un fondo color burdeos. La geografía de Manhattan tomaba una nueva dirección. Los barrios de vida al límite como el East Village, el Lower East Side o incluso Harlem dejaron de ser lugares sombríos ante la avalancha de nuevos residentes e inversores de todo el mundo.

Una noche de verano, cuando la humedad se palpa, nos invitó hasta la casa de sus abuelos en Harlem el fotógrafo Doug Vann. No subíamos mucho a Harlem; alguna escapada al Apollo para un concierto puntual y unas copas en los bares vecinos donde sentir la negritud hermanada. No escrutabas con detenimiento las calles, porque en un mundo en el que jugabas el papel de minoría era mejor pasar desapercibido. Pero aquella noche de camaradería, barbacoa y cervezas nos iba a dar un regalo visual hasta entonces reservado para otras zonas naturales.

Allí, en el backyard de la casa enladrillada en rojo de la familia Vann, revoloteaba una minúscula luz que parecía brotar de un sueño. Era una luciérnaga. ¡Había luciérnagas en Harlem! Manhattan volvía los ojos sobre sí misma. Este sí era un party para soñar; con los ojos abiertos.

Eduardo Kobra. Manhattan. Nueva York
‘Mount Rushmore’, mural de Eduardo Kobra en el Midtown Manhattan, protagonizado por Andy Warhol, Frida Kahlo, Keith Haring y Jean-Michel Basquiat. Foto: Javier Martín-Domínguez.

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