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‘Los tortuga’, de Belén Funes
Reparto: Antonia Zegers, Elvira Lara, Mamen Camacho, Pedro Romero, Lorena Aceituno y Estefanía de los Santos
Música: Paloma Peñarrubia
Fotografía: Diego Cabezas
109′, España, 2024
A la mayor parte de las películas que han venido más o menos destacadas del último Festival de Málaga se les puede hacer una crítica muy similar: todas parecen beber de la misma fuente de inspiración; todas se adscriben al mismo escudo estético; todas padecen el mismo tono discursivo e incluso la misma forma de presentarlo; y todas parecen sufrir las mismas lagunas de guion.
Esto impone en el espectador más o menos pendiente de la actualidad una cierta impresión de semejanza, como de ir dando saltos de un producto a otro sin saber cómo ha ocurrido, mezclando en su cabeza argumentos, situaciones, olvidando otros muchos que no dejan más que una leve huella, una marca a la que recurrir, como mucho, a la hora de establecer comparaciones, de tratar de distinguir una pieza de la siguiente.
Poco ayuda a esta confusión que, tras el festival, la mayoría de estas películas se hayan estrenado casi en tromba en apenas un mes y medio, lo que me parece que está ayudando muy poco a su mantenimiento en las carteleras, a que cojan y escojan su espacio para destacar unas sobre otras.
Desconozco si esto responde a una estrategia global consciente o a una casualidad fruto de la suma de las estrategias comerciales particulares de cada productora o distribuidora. Lo que aún tengo menos claro es que sea efectiva.
‘Los tortuga’, segundo largometraje de la directora catalana Belén Funes, nos presenta a Anabel, una joven de 18 años que vive con Delia, su madre, en un pequeño piso en algún barrio no precisamente favorecido de la Barcelona contemporánea. Anabel ha vuelto con Delia tras pasar un tiempo en su pueblo, en la Andalucía rural, junto a su tía y otros familiares, para ir a la universidad.

Pero, pronto, las dudas empezarán a asaltar a Anabel. Una situación económica complicada, una relación conflictiva con su madre, un dolor interno por resolver, se interponen en su camino. Despejar estos nudos será necesario para recuperar su futuro.
Desde hace ya algunos años no es difícil recurrir al modelo de ‘Alcarràs’, la cinta de Carla Simón, para referirnos a un cierto producto cinematográfico que se ha confirmado ya como un género en sí mismo.
Cintas como ‘Suro’, de Mikel Gurrea, o ‘Lo que queda de ti’, el debut de Gala Gracia que coincide en la semana de su estreno con la cinta de Funes, abordan dramas que se inscriben dentro de un entorno rural que parece haber encontrado un cierto atractivo o imán entre productores y creadores.
Dos pueden ser los motivos de esta mirada hacia estos espacios rurales. Uno podría ser una especie de mirada hacia atrás, hacia las raíces, como revulsivo ante las dificultades de la vida urbana moderna; una búsqueda de ese algo mejor o más humano que quizá hallamos perdido y que podríamos encontrar en ese pasado –a veces idealizado, otras reevaluado– del que procedemos. La otra podría coincidir con un cierto oportunismo por ponerse en la estela de ciertas cuestiones de moda que se intentan representar.
Un recurso que, además, no siempre está bien articulado. De esta forma, si en ‘Alcarràs’ ese mundo rural justificaba de alguna manera los conflictos expuestos en su trama, en la pieza de Funes parece una mera excusa de partida con escasas implicaciones dramáticas.
Al comienzo de la cinta, Funes se esmera en introducirnos en el mundo de la recogida de la aceituna. Anabel ha heredado unas tierras de su padre y ayuda a su familia en la labor. Funes se entretiene en exponer sobrados detalles de la tarea del campo, como el empleo de la maquinaria, el proceso de extracción del aceite, mientras trata de presentarnos otros aspectos sociológicos y culturales, como una forma de hablar o cómo son esas relaciones entre los miembros de la familia de Anabel, entendemos, modelo de ese particular contexto.
Sin embargo, tanto detallismo tiene poco recorrido en el desarrollo posterior del argumento, más allá de una liviana referencia metafórica a los problemas íntimos que afectan a Anabel y a su madre, hasta el punto de que uno se pregunta exactamente qué aportaba este elemento a la película.

Una introducción excesivamente larga acaba por aplacar, además, su posible efectismo, de tal forma que cuando, al final de este tramo, aparece el título de la película nos produce un cierto sobresalto, forzándonos a reordenar los ejes espaciotemporales por los que creíamos que discurría la propuesta.
No es que jugar con esos aspectos de espacio y tiempo incurra en delito alguno (recordemos ‘Psicosis’, de Alfred Hitchcock), pero las partes ensambladas están tan alejadas la una de la otra que nos cuesta sentir qué relación tienen más allá de aportar esa nota de curiosidad antropológica.
Un apunte que, por otro lado, queda también deslucido en su propio planteamiento de las situaciones. Como en ‘Alcarràs’, si bien sus personajes principales están interpretados por actores y actrices profesionales, buena parte de ese fondo que sirve de colchón a este paisaje está compuesto por otros no profesionales, lo que crea un contraste que no acaba de encontrar su argamasa.
En este terreno, me parece justo destacar el trabajo del elenco principal de actrices, caso tanto de la veterana Antonia Zegers como de la joven debutante Elvira Lara. Sin embargo, el merecido reconocimiento por su esfuerzo queda también mutilado por una construcción de personajes que divaga, al menos, en dos frentes.
El primero estaría relacionado con las dificultades que tiene el libreto de Funes a la hora de focalizar qué anda en juego en esta película. El otro tiene que ver con una tendencia en su cine por una cierta caricatura en torno a la construcción dramática de ciertos caracteres de tipo social, podríamos decir.
Ya en su película de debut, ‘La hija de un ladrón’, Funes se introducía en un universo de personajes marginales que parecían más una proyección estilizada que fruto de un conocimiento íntimo de los mismos. Algo de esto sucede aquí. Según avanza la cinta, descubrimos que Delia, la madre de Anabel, se gana la vida como taxista.
Como sucede con el caso de la recogida de la aceituna, Funes se esmera en mostrarnos cómo es este particular submundo profesional. Pesa de nuevo, aquí, un detallismo que creo que no logra integrar en la correlación de sucesos que componen su propuesta. Una querencia por lo anecdótico que tampoco parece lograr que surja de las situaciones planteadas ese verdadero latido que requería esta aproximación.

En todo momento, Funes se esfuerza en presentarnos un mundo de camaradería y ayuda mutua que resulta algo impostado, antinatural. No dudamos que, como guionista, tanto la directora como Marçal Cebrian, su habitual colaborador, hayan hecho su trabajo de documentación, pero este se vuelve demasiado evidente, olvidando qué papel juega ese fondo en el desarrollo de los conflictos que condicionan la experiencia vital de sus personajes. Una mirada que se percibe ajena, lo que se traslada a unos diálogos y situaciones que no logran transmitir una impresión de verdad.
Pero será cuando la película trate de centrarse en aquello que quiere contar cuando se topa con más dificultades. Ya en ‘Viaje al cuarto de una madre’, estreno en el largo de la sevillana Celia Rico, nos encontrábamos con una trama parecida. Resumiendo: una madre, una hija y la presencia/ausencia de un marido y padre recientemente fallecido.
Como en ‘Los tortuga’, Rico nos hablaba de la superación del duelo en un doble proceso existencial: el de una hija que debía emprender su propio camino en la vida y el de una madre al que se le había quedado estancado. Pero si Rico empezaba por presentar esta situación para luego exponer su desarrollo (y su salida), Funes pretende exponernos el proceso de toma de conciencia de sus personajes de que es ese dolor por esa ausencia no prevista, inesperada, por el duelo, su verdadero problema.
Con ello, toda la película aspira a mostrar ese tránsito hacia esa revelación o reconocimiento. Pero, como venimos diciendo, Funes no consigue establecer bien los puntos que van guiando a sus personajes, enredada en ese detallismo que ya hemos comentado. De esta forma, el espectador tiene por momentos una sensación de pérdida ante un guion que se desvía por tantos vericuetos que acaba perdiendo la atención y, por consiguiente, alejándose de esa identificación necesaria para implicarse en aquello que afecta a los personajes.
Esto hace que muchas situaciones se nos presenten como desarticuladas, faltas de esa relación dramática que las ponga en contexto. Así, no acabamos de comprender qué problema tiene Anabel con su madre, por ejemplo, o si tiene demasiada lógica que Delia arremeta igualmente contra ella. Funes nos dice: “Aquí pasa algo”, pero no sabemos qué, y, con frecuencia, nos encontraremos con que son los personajes los que deben explicarnos dónde estamos. Cuando viene a revelarse el verdadero nexo del asunto, la cinta ha terminado.
Tampoco parecen muy bien ensamblados otros aspectos que inciden en el drama. Así, sucede que, en un momento dado, Delia y Anabel reciben la notificación de un próximo desahucio del piso en el que viven alquiladas tras la compra del edificio por un fondo buitre. Este apunte parece querer introducir en el argumento esta cuestión de actualidad.
Pero, de nuevo, esto tiene poca incidencia en aquello que afecta a los personajes, que se ven en una situación que tampoco parece corresponder con su verdadera posición socioeconómica. Esta circunstancia parece auditar, además, ciertas decisiones que va a tomar Anabel y que tampoco parecen bien justificadas.
‘Los tortuga’ hace referencia al proceso migratorio del campo a la ciudad que se produjo en España durante el franquismo. Como cuenta la película, a estos emigrantes se les llamó “tortugas” aludiendo al hecho de que, en ese peregrinaje, cargaban consigo con sus enseres, al modo en que hacen estos animales con su caparazón.
Funes quiere decirnos y que nos sensibilicemos ante el hecho de que ese proceso de autoexilio sigue vigente hoy en día. Una mirada al pasado para entender o reflexionar sobre nuestro presente. El problema es que, tal y como lo plantea en su propuesta, este aspecto de su discurso parece que corre paralelo a la trama principal, como si hubiera mezclado en esta más de una posible película.
Es entonces cuando descubrimos que Delia es chilena. Pero este dato no parece tampoco sumar al conflicto de esa pérdida que sufre su protagonista. ¿Era necesario? ¿Qué añade a su confrontación con Anabel o con su diálogo con su esposo fallecido? Como en tantas otras cuestiones, más que un aporte al argumento, parece la consecuencia de la necesidad de la directora de completar un relato dramático al que no logra tomarle el pulso.