Meseta

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‘Meseta’, de Juan Palacios
75′ | Doxa Producciones, Jabuba Films y Atera Films, 2020
Atlàntida Film Fest | Filmin

Si en uno de sus poemas de ‘Campos de Castilla’ (1912) Antonio Machado evocaba “Las tierras labrantías, / como retazos de estameñas pardas, / el huertecillo, el abejar, los trozos / de verde obscuro en que el merino pasta, / entre plomizos peñascales, siembran / el sueño alegre de infantil Arcadia” –dignificadas como vestigio último del mundo pastoril clásico–, el paisaje contemporáneo amanece consumido y abandonado a una suerte de desidia, incuriosa y negligente, alejado de aquella Castilla de utopía e idealismo que barnizaba los plúmbeos juegos florales de algunos noventayochistas.

Y hacia estas tierras agrestes y caniculares dirige (o, más bien, retorna) su mirada lírica y experimental Juan Palacios (Eibar, 1986) en ‘Meseta’ (2019) –segundo largometraje del cineasta armero, tras su laureado ‘Pedaló’ (2016) y diversos cortometrajes que jalonan su incipiente filmografía–.

Un sugestivo documental (no exento de una cierta y bienvenida causticidad) que radiografía un cosmos rural tan mentado como ignoto, cuya excelencia compositiva ha formado parte de la sección ‘Política y controversia’ en la décima edición de Atlàntida Film Fest –organizado por Filmin–, y que aguarda su venidero recorrido en salas comerciales tras haber obtenido la mención especial del jurado en el Festival CPH:DOX (Dinamarca), el premio al mejor largometraje nacional en el Festival de Cine Independiente de Barcelona l’Alternativa y el premio del gran jurado y del jurado joven en el Festival de Pesaro (Italia).

Meseta, Juan Palacios

Por ello, MAKMA entrevista a su director con el fin de tantear un territorio que, a pesar de que la actualidad (editorial, política y diurna) ha reconvertido en ubérrimo, prosigue yermo en cuanto cae la noche sobre las innumerables mesetas que pueblan el rústico paisaje (cultural y económico) de la denominada España vacía.

Según el DRAE, una meseta es una “planicie extensa situada a considerable altura sobre el nivel del mar”. Por su parte, el Instituto Geográfico Nacional perfuma esta vasta extensión para matizarla en relación a las poblaciones de la Submeseta Norte de España, incorporando conceptos paisajísticos como penillanuras y ondulaciones. ¿Qué significado encierra ‘meseta’ en tu concepción y manejo del término, más allá de cuencas hidrográficas y altas montañas que circundan el Mombuey?

Desde que era un crío, cuando iba con mis padres desde el País Vasco al pueblo en Zamora, recuerdo que siempre me fascinaba cruzar el desfiladero de Pancorbo. De repente, se abría una llanura que me parecía la sabana africana. A partir de ahí todo cambiaba, el paisaje y la gente.

Siempre me han atraído esos cielos enormes y horizontes lejanos que van más allá de lo pintoresco, de película del oeste, cinemática, ancestral y solitaria. Con temperaturas gélidas en invierno y sol tórrido en verano puede resultar una tierra hostil, pero de ella miles de labradores han vivido durante siglos. Hoy, sin embargo, para algunos es una zona de paso abstracta que surcan a toda velocidad cuando van de una ciudad a otra. Para otros, como yo, es el lugar de origen del mito familiar. Entiendo la Meseta como un lugar físico, pero también mental.

¿Qué implicaciones personales mantienes con Fresno de la Carballeda? ¿Sería posible ‘Meseta’ sin vínculos ni parentescos?

Puede que en la película todo parezca rodado en un pueblo concreto (el único letrero que vemos en la película es, efectivamente, el de Fresno de la Carballeda), pero, en realidad, son muchos lugares en los que he rodado. Desde Tierra de Campos o el Valle del Tera hasta la Sierra de la Culebra y la Carballeda. Al acabar el rodaje me fijé en el cuentakilómetros de mi coche y me di cuenta de que había conducido más de 20.000 km.

Por supuesto, cada pueblo es diferente y tiene sus particularidades, pero en mi película no quise centrarme en uno en concreto, sino, más bien, aproximarme a ese pueblo que forma parte de la mitología familiar de muchos. Un pueblo universal, por así decirlo. Sin embargo, el punto de partida es el pueblo de mis ancestros, Sitrama de Tera.

Fotograma del documental ‘Meseta’, de Juan Palacios. Imagen cortesía de Filmin.

Creo que ‘Meseta’ también le habla al que no tiene pueblo y puede conectar bien con ella, pero a la hora de hacer la película el vínculo parental que yo tengo con el lugar ha sido indispensable. Muchos de los personajes, empezando por mis abuelos, que son parte de la película, los conozco desde que soy niño.

A la hora de trabajar el espacio de forma visual y aural, el camino me lo iban indicando recuerdos y fascinaciones que tengo desde que soy niño: la red de caños que se usa para regar por inundación, el color de la arcilla roja de los barreros de donde se saca la tierra para hacer adobe, la bodega de mi abuela, que es casi un lugar místico… Bebo de ese vínculo personal que tengo con el lugar.

Y si de algo estoy agradecido es de que mi familia, mis abuelos en concreto, me hayan mantenido conectado con unas formas ancestrales de hacer y de relacionarnos con lo que nos rodea.

En ‘La España vacía. Viaje por un país que nunca fue‘, el escritor Sergio del Molino advierte que “a la España vacía le falta un relato en el que reconocerse. Las historias que la cuentan complacen a quienes no viven en ella y halagan dos clases de prejuicios: los de la España negra y los del beatus ille”. ¿Se revela ‘Meseta’ en ese posible relato ausente o no has querido llegar a tanto?

A tanto no se si habré llegado, pero es precisamente ahí donde me quería posicionar. ¿Qué hay entre esas dos miradas que mencionas? A veces lo rural se equipara con la vida sencilla y la libertad. Una mirada que puede resultar naïve si uno no sopesa lo sacrificado que puede ser vivir en el campo.

Es precisamente eso lo que se pone de manifiesto al escuchar historias de intentos de vuelta al pueblo frustrados. Es el caso de la escena de Jorge, el hombre que llama a la radio para contar su desventura de cuando intentó vivir en varios pueblos con su mujer y su hija. Historias poco comunes en los medios de comunicación que, por lo general, tienden también a fomentar esa visión romántica del campo que en realidad le hace flaco favor. Para otra gente, sin embargo, el campo está lejos de suscitarles cualquier tipo de atracción.

Durante muchos años, el deseo por el progreso llevó a la antagonización de lo rural, a considerarlo un mundo atrasado, y creo que esto ha generado que mucha gente, hoy en día, tenga un gran desapego a lo rural, aunque sus orígenes también estén ahí. ‘Meseta’ busca indagar entre estas dos miradas: entre la visión romántica, a veces naïve, de lo rural y el desapego del que no quiere poner un pie sobre un pueblo de Castilla.

En una escena de la película, por ejemplo, cuando cae la noche, no muy lejos de los clubs de alterne, dos hombres “berrean” en la noche Zamorana. Nos llevan de safari nocturno por la Sierra de la Culebra, en la frontera entre España y Portugal. Un territorio fantasma, como ellos lo llaman, en el que, debido a la poca presencia humana que queda en la zona, lo salvaje ha reconquistado lo que una vez se le arrebató.

Un instante de ‘Meseta’, de Juan Palacios. Imagen cortesía de Filmin.

El bosque y la fauna del lugar ha crecido de manera excepcional y los pocos campesinos apenas pueden cultivar porque los animales se comen lo que siembran. Esto plantea una cuestión muy interesante que indaga en la brecha existente entre el campo y la ciudad. La mayoría de la sociedad, los urbanitas, queremos que los bosques sean salvajes y exuberantes, y cuantos más animales haya en ellos, mejor.

Pero este deseo hace muy difícil el medio de vida tradicional de las personas que viven en esta zona en concreto. Los dos hombres conversan sobre lo olvidados que se sienten por las Administraciones y plantean, irónicamente, si a los ojos del Estado forman parte de la sociedad o se han convertido en un animal más.

¿Ha complacido a los escasos carballeses que aún habitan el lugar?

En el campo faltan muchas cosas: escuelas, hospitales… y también cines. De momento, la película solo se ha visto en festivales de cine que casi siempre se celebran en ciudades. Mis abuelos vinieron al estreno nacional en el Festival de Cine de Gijón y sé que a ellos les gustó. Les pareció un poco lenta, eso sí. También se proyectó en la Muestra de Cine de Palencia, donde vinieron amigos del pueblo y algunos de los protagonistas. Por lo que sé, les complació. Pero creo que eso se lo tendrías que preguntar a ellos personalmente.

En ‘Las ciudades invisibles’, el periodista y escritor Italo Calvino afirmaba que “lo que dirige el relato no es la voz, es el oído”. ¿Qué importancia le concedes a la percepción del paisaje sonoro de ‘Meseta’? ¿Atesoraba un papel aún más determinante que la composición visual durante la gestación del proyecto?

Muchas escenas están concebidas a partir del sonido y no de la imagen, así que tiene una importancia vital. Cuando estaba haciendo la película leí ‘Castilla’, de Azorín. En él hay un capítulo dedicado al mar, o más bien a su ausencia. Y, si mal no recuerdo, en un pasaje del texto, Azorín trata de evocar haciendo uso de los aspectos estéticos y sensoriales que le ofrece el campo.

Pensé en hacer una adaptación contemporánea de ese pasaje porque algo que caracteriza al paisaje de la Meseta es ese clima hostil alejado de la costa. Para ello me centré en ese sonido casi narcótico de las horas de más calor en el campo. Las cigarras y otros insectos junto a la autovía que pasa a lo lejos y el sonido vibrante de la electricidad, que corre por el kilométrico tendido eléctrico que surca Castilla, crean una amalgama de ruido blanco en la que, si uno se deja llevar, puede llegar hasta las olas del mar.

También juego con el sonido grave, tipo drone, de los, sorprendentemente, muchos aviones que sobrevuelan el lugar. A veces crean una atmósfera lynchiana que hacen que los álamos que agita el viento escondan mucho más de lo que a priori parece. Al sonido del avión se le une el de la berrea de los ciervos y el de la tormenta que cada vez está más cerca para, una vez más, crear una densa textura aural.

Obviamente, el silencio también forma parte del espacio vacío que quería capturar en la película. No hay música extradiegética, pero creo que la película tiene cierta musicalidad. Hay una especie de sonido directo alterado que funciona casi como una banda sonora.

Para rubricar su relato, es plausible afirmar que el narrador precisa del sustento y manejo de sus personajes; y en tu película abundan, sintetizando una forma diversa y compleja (en ocasiones, hilarante) de ser/estar en el mundo, los penúltimos habitantes de un microcosmos en ineludible decadencia. ¿Caben alternativas a la melancolía tras el éxodo o a la nostalgia silente del que permanece?

Durante el rodaje me encontré con Jeromo Aguado y Arturo Sócrates, dos campesinos que para mí también son filósofos. Rodé una conversación entre ellos que me encanta, pero que al final no me encajaba en el montaje, y que, muy a mi pesar, tuve que dejar fuera. Aun así, de ellos aprendí mucho. Entre otras cosas, me contaban que el futuro de la humanidad pasa por la vuelta al campo, por la vuelta al saber ancestral.

Volver no por una cuestión de nostalgia, sino por la necesidad de una calidad de vida que las ciudades, cada vez más saturadas, ya no pueden ofrecer. Cultivar tus propios alimentos, intercambiar, autoorganizarse, vivir en comunidad de forma no utópica…

Una vida que no está exenta de un gran esfuerzo, ni mucho menos, pero que tal vez ofrezca un sentido de pertenencia mucho más profundo. Creo que la Meseta es el sustrato donde esta posibilidad se puede dar.