José Luis Garci

#MAKMAAudiovisual
‘Homenaje a José Luis Garci. 40 años de un hito en la historia del cine’
Espacio Fundación Telefónica
Fuencarral 3, Madrid
11 de abril de 2023

Atravesamos la intemperie con el impostado uniforme de la madurez: un traje desflecado cuyos hilos vamos remendando para disimular las incógnitas que jamás nos hacían zozobrar cuando éramos niños –si tuvimos la fortuna de serlo (de ser favorecidos con una infancia feliz)–. Una infancia a la que retornar para siempre porque allí nos aguarda el calor de nuestros padres, entre olor a pan, domingos y colonia.

Una fragancia que otros completan con el sudor gelatinoso de los boxeadores del Campo del Gas –entre fundiciones de sebo, almacenes de madera y fábricas de papel continuo– y la liturgia en blanco y negro de las salas de cine, con su tos invernal de nicotina, películas de amores y refrescos de cola más acá del ambigú del Vivi.

Tal vez por ello, “todo el cine de Garci nace en la infancia”, aventuraba Eduardo Torres-Dulce. No en vano, al cineasta le enaltecían el verbo memorioso un distinguido grupo de amigos y cowboys concitados, el pasado 11 de abril, en el Espacio Telefónica de Madrid para celebrar con exactitud los cuarentas años transcurridos desde que Luise Rainer y Jack Valenti le entregaran aquel inopinado Óscar por ‘Volver a empezar‘.

“All my life, since a was a kid, I have dreamed of this moment. Well…, the dreams come true… sometimes”. Es decir: “Toda mi vida, desde que era un niño, he soñado con este momento. Bueno…, los sueños se hacen realidad… a veces”, trepidaba José Luis Garci con el esmoquin blanco que Humphrey Bogart le había dejado a su nombre en el Rick’s Cafe.

Porque aquella noche en el Dorothy Chandler Pavilion de Los Ángeles, junto a Antonio Ferrandis, Encarna Paso y el imprescindible publicista Enrique Herreros (hijo), culminaba un lírico trayecto de vuelta al epicentro en el que combustionan los recuerdos, adheridos como alquitrán a los alveolos nostálgicos de los primeros pasos.

Un itinerario que alumbraba sus vestigios por aquel Gijón extinto del que soy oriundo, tan imbricado con mi niñez luminosa como aquellos atardeceres humeantes de salitre, carbón y siderurgia por los que deambulaba su Nobel un escritor exiliado llamado Antonio Miguel Albajara.

–¿Por qué has vuelto? Me lo estoy preguntando desde que apareciste en la consulta. ¿Por qué has vuelto? Porque tú no has sido de esos de “¡pues hasta que no se muera Franco no vuelvo!” y toda esa historia… –le inquiere su amigo el Roxu (José Bódalo).
–Por Ventura Soto… –masculla Albajara (Antonio Ferrandis).
–¿Por quién?
–Por Ventura Martínez Soto… Un amigo mío, chileno, compañero en Berkeley. […] Tenía una de esas caras limpias que te hacen saber que estás ante alguien de verdad. Un día, dando una clase, de pronto se quedó abstraído mirando por el ventanal hacia el parque. A los pocos segundos, comenzó a hablar en español. Durante un minuto, se puso a recordar… su tierra, su paisaje…, sus gentes…; el pequeño pueblecito junto a Viña del Mar donde había nacido. Después, comenzó a tararear una canción popular chilena… Hasta que cayó fulminado… Un infarto. Murió al día siguiente sin recobrar el conocimiento.

Con una copa de brandi en la diestra, y antes de entregarle al Roxu el sobre médico en el que dormita la revelación de sus últimos meses de vida, Antonio Miguel Albajara atribula el gesto.

–Lo que me ha atormentado durante muchos meses fue la manera en que Ventura recobró, durante aquellos pocos segundos, todo su mundo… Su pasado, una canción…; aquel río donde se bañaba… de niño…

Un caudal reconvertido en el Piles que baja, rojiblanco, junto al fondo norte del Molinón, hasta pigmentar la playa de San Lorenzo con el esmalte rosado de los primeros besos (sin banda sonora) y aquel amor, ya de juventud, capaz de sanar con su nombre –Elena (Encarna Paso)– la úlcera ambarina del desarraigo.

“Hablar de cine es hablar de Garci y de todas esas cosas [memoria, literatura, medios de comunicación, la radio, el deporte]. Esa mirada que tiene tan omnicomprensiva para lo que es el mundo y las personas. Una mirada extraordinariamente generosa”, concede Torres-Dulce.

“Un coctel en el que están los sueños, los ideales, las personas que ha conocido, los directores que ha admirado, las cosas que no ha podido vivir” y que, en cualquier caso, sí han palpitado de cine, con su vida de repuesto, a través del “galguito blanco y Olivetti” –que apuntalaría Alfredo Landa– con los que edificar su mundo calinoso en el que “guarecerse de la intempestiva primavera del siglo XXI, templado al calor de lámparas de mesa y de luces convalecientes” para iluminar las cicatrices de los canallas y reconocer entre penumbras de pantalla grande, antes de ‘Morir de cine‘, el rostro verdadero y entrañable de papá y mamá.

“Gracias a los dos por regalarme una infancia tan maravillosa, por dejarme oír la radio a todas horas, por comprarme cada semana durante años un librito de la ‘Enciclopedia Pulga’, por no enfadaros nunca cuando me sorprendíais jugando a las chapas en el comedor o transformando las pinzas en Colts 45; por los miles de tebeos, sobres de cromos y cartuchos de pipas. Y, claro, por haberme llevado a todos los programas dobles de los cines barrio”.