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Obituario en torno al escritor Javier Marías, fallecido el domingo 11 de septiembre de 2022 a los 70 años
Conjeturar la vida
Javier Marías (1951-2022) vivía en la realidad. Quiero decir, no solo vivía en sus novelas, en sus mundos de ficción. Cada día, al despertar, debía obrar como individuo, como ciudadano y, por tanto, se veía forzado a afrontar mejor o peor las injurias que le infligía la existencia: hemos de suponer que a veces saldría victorioso y otras…, pues otras saldría derrotado.
Practicaba el periodismo de opinión, publicaba en diversos medios y tenía crédito, una audiencia bien ganada, a la que agradaba o irritaba. Informaba, enjuiciaba y, por tanto, se comprometía. Lejos de ocultarse, Javier Marías, observaba y calificaba, escrutaba e identificaba a los protagonistas de la vida contemporánea. No ejercía de erudito o académico severo, sino de literato a veces atrabiliario. Aupado a su columna periodística de El País Semanal, miraba y valoraba…: con acierto, desacierto o desconcierto.
Desde los años ochenta hasta su muerte, Marías se manifestaba escribiendo artículos de opinión: describía, denuncia, mostraba y amonestaba. Inspirándose en la tradición del intelectual crítico, el novelista se exhibía y se ponía en un compromiso. Ha tenido una larga trayectoria y numerosos libros recogen su obra periodística.
Marías alcanzó pronto celebridad. El que fuera «el joven Marías», en palabras de Juan Benet, fue después un novelista de fama mundial. En España y en otros muchos países es reconocido y valorado como narrador, como creador propiamente literario. El principal dominio de su escritura ha sido precisamente el de la ficción novelesca.
El mecanismo es este: inspirándose en hechos ocurridos, en circunstancias acaecidas o en personas reales, Marías concebía narraciones en las que imaginaba, inventaba y finalmente fabulaba: añadía lo que no estaba o no había ocurrido. Mezclaba acontecimientos verificables con fantasías jamás sucedidas. Es decir, se nutría de lo real (esa en la que vivía hasta hace nada) para crear algo inexistente.
Alguien, generalmente una voz masculina en primera persona, se expresa, relata o enjuicia el mundo, un mundo que es interno, exactamente novelesco, aunque con evidentes correspondencias externas.
Su condición de articulista vino después. Como tantos y tantos otros escritores que tienen reconocimiento, que tienen prestigio literario, se convirtió en colaborador habitual de la prensa. En este caso, su procedimiento era el predicho: Javier Marías atisbaba lo real, dejándose sorprender por algún motivo de actualidad para así ponerse a escribir.
Con ello, no hacía nada sustancialmente distinto de lo que suelen hacer los restantes articulistas o columnistas. En efecto, a partir de algo que sorprende o incomoda o disgusta o provoca, se expresaba, se expresaba en público, creyendo que cierto planteamiento u opinión tenían algún interés para los lectores.
Algo pasa y eso que pasa es objeto de deliberación. Javier Marías adoptaba una postura, crítica generalmente, una postura que le obligaba a reflexionar, tratando de convencer a sus destinatarios. ¿Tiene esto algo que ver con la escritura de novelas?
En el estilo de Marías hay una parte de desenfado, de erudición, de reflexión… De broma y de irritación. Lo real lo vemos a través de los géneros literarios, a través de las formas tradicionales: la tragedia, el drama, la comedia, etcétera.
En Marías, la clave de su mirada y de su escritura como articulista era –es– una mezcla de ironía, de sarcasmo, de enfado, de cansancio: a veces sentencioso, enfático e hiperbólico. Generalmente sin perder el sentido, el sentido común, se valía de la zumba para arremeter.
Creo que le daba buenos resultados: al menos en el sentido de que es extraño que un artículo de Javier Marías nos dejara y aún nos deje indiferentes. En efecto, es rarísimo que no nos diera motivos para reflexionar, incluso para oponernos o desazonarnos.
Siempre partía de un motivo de actualidad, que tomaba como el acicate de la expresión. No era, pues, el articulista pesadamente literario, aburridamente erudito, esforzadamente culto que, ajeno a la realidad, se dedicaba a especular sobre temas abstractos o trascendentales. No era el suyo un columnismo ornamental.
Él siempre parecía tener en la cabeza esos cuatro o cinco asuntos que le incomodaban, que le hacían reaccionar. Las malas maneras, la descortesía, la violencia, el vandalismo, la chulería, la ordinariez jactanciosa e inculta, el matonismo.
Desde el ruido ostentoso del presente hasta el maltrato que los políticos nos infligen: desde los agujeros y socavones en el Madrid de Alberto Ruiz-Gallardón hasta la invasión de la calle por los eternos pasos de Semana Santa, pasando por la antipolítica de Isabel Díaz Ayuso. En fin, todas esas cuestiones que le podían provocar –ya digo– incomodidad, le hacían reaccionar. Sobre ellas volvía una y otra vez, disculpándose por la insistencia y admitiendo su fracaso.
Seguían y siguen el ruido y el catolicismo callejero que en determinadas fechas todo lo anega. Seguían y siguen los malos modos y la ufanía de quienes tienen poder y alardean. ¿Y quiénes son? ¿Quiénes disponen de cargos públicos para uso privado y arbitrario? No solo. Marías también incluía a las masas que irrumpen, que se adueñan del espacio público avasallando con número, con sus festejos populares, con su bulla, con su engreimiento.
El columnista Marías solía estar irritado, sí, pero aparte del agravio había creación y razonamiento. Para argumentar utilizaba generalmente citas explícitas e implícitas, alusiones fílmicas, analogías, metáforas: recursos culturales que son anécdotas o perchas, las ilustraciones que le servían para aclarar o comparar.
Sus fuentes de erudición eran literarias y cinematográficas. Ese elemento culto es el referente a partir del cual él cotejaba, contrastaba; es el dominio de donde tomaba las imágenes, de donde tomaba sus alusiones. Además, le servía básicamente para mostrar sus experiencias y así poder contrastarlas con el hecho de actualidad que estaba tratando.
La literatura y el cine nos facilitan existencias alternativas o secundarias que vivimos de manera vicaria. Era muy frecuente que en sus artículos contase todo tipo de anécdotas de escritores, de directores, de actores, de las películas que lo habían impresionado –como en ‘Vidas escritas’ (1992) o como en ‘Donde todo ha sucedido’ (2005)–: detalles y curiosidades de esos libros o de esos films que de verdad lo habían maravillado y que le servían precisamente para interpretar las acciones humanas.
En Marías, las novelas y las películas funcionaban exactamente así: le proporcionaban experiencias a partir de las cuales él observaba la realidad. Eso sí: con el auxilio de la imaginación. Lo imaginado es la base que le servía para examinar y conjeturar. Hay que imaginar. ¿Y qué era la imaginación para él?
“La imaginación permite ver lo que no existe aún o no existió en el pasado o incluso no va a existir jamás. Es una facultad tan retrospectiva como anticipatoria, y conviene cultivarla al máximo, porque gracias a ella se evitan no sólo muchos crímenes que acaso cometeríamos sin su concurso, sino muchos errores. Yo puedo odiar a alguien y desear matarlo en un momento dado, con frialdad o pasión, pero imaginar el hecho me ayuda a no cometerlo precisamente porque cuando uno imagina de veras lo que se siente tentado a hacer, alcanza a ver también el después”.
Su tono de columnista habitual solía ser admonitorio, ya digo. Javier Marías ejercía de novelista, pero sobre todo era siempre lo mismo: un observador que tiene la posibilidad de expresarse, que tiene numerosos seguidores y lectores. Es alguien que se sabía capaz de intervenir en la realidad, de poder ejercer algún tipo de influencia, principalmente motivado por algo que le incomodaba o le disgustaba como individuo. Y precisamente él ejercía de eso: de individuo.
Con Javier Marías teníamos al ciudadano que reprocha, que eleva su protesta, al inconformista que adopta posiciones críticas ante lo que considera intolerable. ¿Progresista, reaccionario? De ahí que él mismo fuera consciente de que había una serie de temas recurrentes en sus artículos, asuntos que trataba una y otra vez y que tienen que ver en general con la descortesía, con la incultura, con la estulticia, con los malos hábitos y –digamos– con el comportamiento político o público desconsiderado. Adoptaba posiciones de ciudadano consciente y crítico y de paso se burlaba del poco efecto de sus denuncias.
Pero quizá haya otras cosas más relevantes; quizá lo más interesante del articulista sea el hecho mismo de observar. En el Marías novelista tenemos una figura frecuente: la del espía. Es real y es metafórica.
Tanto en sus ficciones como en sus artículos de opinión, alguien mira. La vida nos da sorpresas y para obrar tratamos de dar algún significado a las cosas que acaecen. Necesitamos una serie de datos que son los que nos ayudarán a dar explicaciones razonables y racionales de lo que ocurre.
En el mejor de los casos actuamos como espías, atentos observadores que vislumbran lo que la mirada perezosa no ve, pues no siempre contamos con esos datos. Muy frecuentemente tenemos que dar sentido con cuatro referencias, sin tener asideros firmes.
El espía es aquel que se atreve a dar el paso, aquel que husmea, atisba, aquel que ofrece una explicación y aventura una hipótesis que relaciona hechos: hechos que, en principio, nada tienen que ver entre sí. El espía conjetura basándose en poquitas informaciones. La vida funciona un poco así: por desgracia no siempre tenemos los datos precisos para tomar decisiones; no siempre los tenemos cuando queremos.
Más aún, el espía es quien se adelanta a lo que otros no ven aún. Por eso, la figura del espía está tan presente en las novelas de Marías. La hallamos también en sus artículos, ya que el yo que se expresa en la prensa se ha dejado acuciar por la realidad. Por eso se aventura y conjetura. En pocas palabras: se anticipa.
En Marías, escribir es buscar, un conocimiento siempre y en parte inevitablemente frustrado. Esa conciencia del conocimiento –esa conciencia de la realidad– como un acto en parte malogrado y necesario a la vez es algo relevante.
Alcanzar a ver el después es lo que hacía Jacobo Deza, el protagonista de ‘Tu rostro mañana’ (2009). Y es lo que en parte intentaba hacer María Dolz, la narradora de ‘Los enamoramientos’. Pero, al final, el proceso de búsqueda, de crítica, de anticipación se frustra: en los personajes de ficción o en el autor convertido en novelista.
Lamentablemente ni la observación ni la imaginación nos son suficientes y por eso en Javier Marías reaparecía la irritación o el incomodo. El mundo sigue su marcha, la muerte nos amenaza y muchas gentes se desenvuelven con actitudes descorteses o maleducadas. O simplemente nos ignoran. Vuelta a empezar, pues. El ciudadano Marías se indignaba, escribía y argumentaba. Menos mal que le quedaban el humor, la agudeza y la andanada ácida, irónica. Menos mal que le quedaba la guasa.
Y también lo que a todos nos aguarda: la muerte.
Adivinar la muerte
Para tratar este asunto, la muerte, regresaré concretamente a ‘Corazón tan blanco’ (1992). Recuerdo que mi primera lectura de dicha novela estuvo guiada por los temas y problemas que habían destacado los comentaristas en las reseñas o el propio autor en las entrevistas que se divulgaron cuando apareció la novela: el secreto, el riesgo de saber, la dificultad de establecer la evidencia de las cosas. El conocimiento de otras obras de Marías reforzaba esa visión.
Releído el libro hoy esos asuntos permanecen y se confirman.
Pero hay otros aspectos que la trayectoria posterior del autor ha validado y que, ahora, justamente ahora, los veo como datos permanentes de su creación (y de sus intervenciones periodísticas).
Me refiero a esa muerte que da cierre, a ese escándalo inexplicable que es la muerte propia o ajena: a la “lenta difuminación” [como la llamaba en ‘Mañana en la batalla piensa en mí’ (1994)]; o a la desaparición violenta o natural de un individuo (como ocurre en ‘Corazón tan blanco’) o a la enfermedad que elimina [como les ocurre a dos de los tres que protagonizan ‘Todas las almas’ (1989)]. Pero me refiero también a cómo afecta ese vacío a quienes sobreviven durante un tiempo (siempre sobrevivimos durante un tiempo).
Cuando uno muere, con él desaparece no solo un pasado de experiencias, de vivencias, de saberes acumulados a lo largo de una existencia dilatada o corta, sino que, además, se cierra un horizonte de expectativas, de vidas posibles: matrimonios que no duran o proyectos que habiendo podido triunfar fracasan por la clausura cruel.
Es más: una vida, toda una vida, puede asentarse en una muerte infligida a otro y sobre esa sevicia definitiva que marca un destino se guarda silencio, no solo para evitar la acción de la justicia, sino también para definir de otra manera la experiencia. Pero no siempre los hechos suceden así.
En ‘Corazón tan blanco’, el padre del protagonista y narrador es alguien que cometió un crimen, un crimen por amor. Y al decir esto no revelo gran cosa a quienes no la hayan leído todavía (o sea: que sigan leyendo). La revelación de ese hecho ominoso destrozará un segundo matrimonio lleno de esperanza, de expectativa. Al amor no puede pedírsele guardar un secreto tan espantoso cuando resulta que ese sentimiento se funda en la muerte.
La esposa, la segunda esposa, se quitará la vida, víctima de un descubrimiento insoportable, el mismo con el que tendrá que cargar el hijo cuarenta años después, contra su voluntad y contra su inocencia (ese “corazón tan blanco”), y que lo hace heredero de un linaje de mujeres muertas.
Y todo eso nos lo contaba ese hijo a partir de confesiones hechas a medias y a destiempo y con limitaciones perceptivas, con hipótesis audaces: hechos que no se ven, pero que se oyen, palabras que se escuchan sin poder atribuirles un significado completo y unívoco, o circunstancias que se atisban sin saber a qué responden.
Es por eso por lo que resulta tan eficaz y memorable el incipit de la novela:
“No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola”.
Pero antes de que todo eso se sepa, el joven narrador solo es un traductor-intérprete, hijo de buena familia, alguien que acaba de casarse y que desde bien pronto vive aquejado por “presentimientos de desastre” cuya causa no sabe determinar.
Está acostumbrado a interpretar sin parar –aquejado por la enfermedad del traductor–, a observar lo que se hace y lo que se dice para extraer de ello un significado, siempre un denso caudal de sentidos asociados a vocablos o a actos.
Por eso, el presentimiento de que hay un secreto familiar, de que el padre tiene una sombra, una zona de sombra, le lleva a la conjetura sin fin, a la cogitación temeraria basada en la intuición, en paralelismos, en parentescos insospechados entre actos alejados en el tiempo.
¿Qué hubo en el pasado y qué hubo en aquel padre que vivió en otro mundo y en otras épocas? No es infrecuente que la vida familiar pueda llegar a basarse en algún secreto más o menos remoto. A su exhumación, a ese retorno involuntario o deliberado de lo reprimido, Sigmund Freud lo llamó lo siniestro. Pero esa vuelta siempre es incompleta, insuficiente, y no suele ser reparadora, sino dañina, como teme el narrador de ‘Corazón tan blanco’.
Hay secretos antiguos y dolorosos que se exhuman, pero hay también un pasado gozoso que se nos pierde cada vez que un contemporáneo nuestro muere o cada vez que depuramos los recuerdos. “Y, siempre que muere alguien, una de las cosas que más me chocan y me resultan más incomprensibles es la desaparición repentina, abrupta, de cuanto el vivo recordaba y sabía hasta hacía unos momentos”, leo en ‘La lenta desaparición del mundo‘ (2005), una pieza periodística de Javier Marías en El País Semanal.
“¿Dónde va todo eso, los apellidos de los profesores y compañeros del colegio, los rostros de los primeros novios o novias, aquellos que nos pudieron gustar sólo a distancia, los millares de anécdotas de cualquier vida, las lenguas que hablábamos y leíamos, los infinitos nombres almacenados, de conocidos imprescindibles y de desconocidos superfluos (…)?”, añadía.
Esa repentina o lenta ausencia, que es de personas, pero también de objetos y saberes atesorados en la memoria del individuo, “me parece la maldición más atroz de nuestras existencias, y me lleva a fijarme en el cada vez más escaso mundo restante de los ancianos”.
El narrador de ‘Corazón tan blanco’ tenía un padre que escondía un pasado ominoso o, mejor dicho, su yo actual se había sobrepuesto a quien él mismo había sido: el autor de un crimen originario. Aquel mundo ya había desaparecido y él mismo había contribuido con su delito.
El padre de Javier Marías era de otra índole, pero, como todos los ancianos, era víctima de la misma crueldad: “pese a contar con hijos y nietos”, leía en El País Semanal, “a veces creo advertir en sus ojos una mezcla de desamparo y desconcierto, sobre todo cada vez que se le muere un amigo más. Ya cayeron los más viejos que él, en su casi totalidad; también los de su edad, en su mayoría; e incluso bastantes más jóvenes, pero que venían ya de antiguo”.
Un escándalo, cierto: una constatación, esta, la de la muerte, cuyo peso como factor literario se acrecentará en Javier Marías conforme cumplía años viendo posible su lenta desaparición. ¿Algo banal y archisabido? Lo siento, pero con la muerte no hay originalidad posible cuando dejamos lascas de nosotros mismos a cada paso que damos, hasta en lo más banal.
En ‘Fantasma y antigüedades’, pieza recogida en ‘El oficio de oír llover’ (2005), las palabras de Marías se dedican a la dificultad, a la imposibilidad de rehacer una agenda telefónica, una metáfora de la vida que va pasando.
En nuestro listín particular hay números que usamos y números a los que llamábamos en el pasado y que ahora no nos sirven o nada nos dicen. Si tuviéramos que reescribir nuestra agenda repleta abreviándola o expurgándola, nos enfrentaríamos al mismo problema que detallaba Marías: sería como amputarnos.
Eliminar números del listín a los que ya no se llama cuyo destinatario sabemos o recordamos es arrancar una parte de nosotros, pero prescindir de otros números que figuran en la agenda ignorando a quiénes corresponden, cuál es su rostro, es aumentar la zona fantasmal de nuestras vidas.
Por eso, como decía Elide Pittarello en algún artículo, Javier Marías convierte los nombres y los objetos “en prosopopeyas que sacan del olvido a los ausentes y a los muertos”, incluso hasta el punto de iniciar un pensamiento conjetural irrefrenable.
“Porque nada sabemos, nada en efecto sabemos, y no obstante fíjese en que gracias a ello y a no averiguar no es dado conjeturar, cavilar”, decía ya Javier Marías en ‘El monarca del tiempo’ (1978).
Y esto, lo fantasmagórico, es el motivo recurrente en nuestro autor aludiendo a lo que pudo ser y no fue o a lo que habiendo sido ya no es aunque perduren sus efectos.
Por ello, como admitía en una entrevista que le hizo Elide Pittarello, “la figura literaria del fantasma –y la cinematográfica también– es una figura que si ronda por ahí, sea con cadenas y sábanas o no, es porque de alguna forma aún le sigue importando lo que suceda después de que él ya no está con las personas que dejó. Es alguien que está y no está, por un lado no participa, pero se siente involucrado en lo que sigue ocurriendo, conoce el final o por lo menos su final…”.
¿Qué hacer con la vida que se nos escapa, con ese listín de teléfonos que expresa nuestro pasado y que ya incluso nos resulta indescifrable, o con esos objetos que pregonan un pasado inerte pero que no acaba de desaparecer? ¿Rehacemos la agenda mutilándonos o mantenemos los números imaginando los rostros que hay detrás de los teléfonos?
“Comprenderán que renuncie a pasar nada a limpio”, leo en ‘Fantasma y antigüedades’, y que, por tanto, “decida seguir con esta agenda de semifantasmas repleta de antigüedades, cada día más confusa y rajada”. Ya la vida “se nos borra sin querer demasiado, para además cancelar los vestigios y ecos de lo que una vez fue presente y tuvo significado”, concluye.
El rostro del pasado, tu rostro mañana…
Una agenda o listín es un vestigio en forma de relato, sucesión: al final, el propio mundo no es más que relato, pero este siempre es escaso, no lo agota, y lo que retiene es sólo una mínima parte. Esa es la angustia recurrente que suelen mostrar los narradores de Javier Marías, desde el primero al último: por ejemplo, ese Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza, de ‘Tu rostro mañana’.
¿Nombres varios para una sola persona? ¿Identidades varias que los contemporáneos le conceden y que él acepta para así dilatar la vida?
“Y cuán poco va quedando de cada individuo en el tiempo inútil como la nieve resbaladiza”, leemos en ‘Mañana en la batalla piensa en mí’; “de qué poco hay constancia”, se lamenta el narrador: y todo “mientras viajamos hacia nuestra difuminación lentamente para transitar tan sólo por la espalda o revés de ese tiempo”.
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