Galería Carolina Rojo: Yo, etcétera
Paseo de Sagasta, 72. Zaragoza
Hasta el 7 de Junio de 2014
¿Quien tiene derecho a decir «yo»? ¿Es un derecho que hay que ganarse? Son las preguntas que, en torno a 1965, Susan Sontag dejó escritas en una hoja suelta, tachadas pero legibles. Años más tarde, tituló Yo, etcétera a la reunión de ocho ficciones que habían sido publicadas en diferentes revistas. Resultó que los etcéteras acabaron ocupando el lugar del yo.
El 21 de noviembre de 1978, Sontag escribió en su diario sobre Yo, etcétera: «El significado circula. Historias como prismas»; el 25 de febrero de 1979 hizo referencia al método cubista que guiaba Yo, etcétera: «contar historias desde ángulos diferentes». Y el 20 de mayo de 1980, con motivo de una conferencia sobre su obra, especificó: «El cubismo literario > estar en muchos tiempos + muchos lugares, voces.»
El proyecto Yo, etcétera que presenta la Galería Carolina Rojo comparte con Susan Sontag el título de su libro y su método de trabajo en el deseo de estar en muchos tiempos y muchos lugares a través de las voces de los artistas que la galería representa. La ocasión aconsejaba invitar a la cita, además, a otros autores procedentes de diferentes ámbitos de creación, como la literatura, la música, la filosofía o el cine, con el propósito de plantear la cuestión central del proyecto: ¿Es preciso saber el «yo»? O, ¿hemos de conformarnos con los «etcéteras»?
La selección de las obras en exposición responde, por tanto, a un método: cada autor convocado a la cita ha elegido su particular «etcétera» de entre sus obras. No ha habido reuniones conjuntas, solo conversaciones personales, por lo que es mucho más sorprendente el resultado.
Los signos de interrogación son comunes en todos los autores. La mayoría intentan la opción de ser otro. La acción de borrar es continua; aunque sin miedo a nombrar, incluso a los monstruos. Los movimientos de enroscarse en sí mismos se repiten. El peso se hace latente junto al deseo de imaginar horizontes imposibles o nubes oscuras sobre paisajes nunca visitados. Dice Sontag que la idea que se tiene de uno mismo es lo que se es. Esa idea es, en definitiva, la que sustenta la unidad del dispositivo múltiple de narraciones construidas que son los etcéteras de este proyecto.
Eduardo López Banzo interroga la música y subsana lo que el copista de Handel no comprendió; debajo de las tachaduras escribe, por vez primera, la versión original en su partitura de trabajo de los Concerti Grossi Op. 6. Alejandro Cañada enseñaba a sus alumnos exigiéndoles borrar los dibujos; Enrique Radigales decidió guardar uno de los muchos dibujos que realizó durante su estancia en Cañada: en el continuo borrar, Radigales fue haciéndose. En La mala luz, Carlos Castán plantea la opción de borrar cada cosa y la suma de las cosas… «Ir olvidándolo todo». No logra olvidar su poema perdido el protagonista de Autopsia, la novela de Miguel Serrano, quizás porque como escribe: «Después de todo, aquel poema hablaba o balbuceaba acerca de mí». Mariano Anós parte del no saber. Charo Pradas dibuja y tacha a tinta, sobre la hiriente línea horizontal de un pequeño cuaderno, los gestos que nacen de «movimientos en lugar de otros movimientos», como en el verso de Michaux, y acaban convertidos en monstruos. Los monstruos que Sergio del Molino en La hora violeta no puede ahuyentar. «A partir de aquí, monstruos». Más arriba, o quizás al lado, la línea del horizonte, que en las fotografías de Jorge Fuembuena borra las fronteras que separan el mar del cielo. «¿Qué más viste, cuando estabas en mitad del mar?, se pregunta a El nadador, poema de Manuel Vilas. José Noguero pinta árboles y nubes, oscuras o vacías del color que tiñe las montañas de Landmannalaugar. De nubes que oscurecen la zona del cerebro donde se amasa el pensamiento y se tejen las palabras, sabe y escribe mejor que nadie Miguel Mena en Piedad. Y si Jorge Usán pinta la fragilidad de los pájaros en reposo, el peso de la gravedad del mundo incita a Cecilia de Val a cortar las cabezas de las figuritas de porcelana y sustituirlas por piedras. A su lado, fotografías de paisajes enardecidos que ensayan una dramaturgia diferente a la explorada por Almalé y Bondía, delatora del falso reconocimiento. Louisa Holecz mira desafiante al espectador en su Autorretrato. No hay lugar para metáforas. Y Blanca Torres decide compartir el móvil que siempre lleva encima y donde guarda lo más íntimo de su vida. Fernando Martín Godoy pinta sus habitaciones, que son sus refugios, su intimidad pictórica. Lejos del griterío de las imágenes de Yann Leto, observador atento de un mundo real, cuyos restos preserva Nacho Bolea para dar luz a nuevos alegatos que desactiven amenazas. «No sufras el dolor futuro», escribió Sontag.
En este juego que nos permite fantasear con las relaciones entre las cosas, que tanto gustaba al personaje de Julia en el relato Declaración de Susan Sontag, se descubre la necesidad de contar. De hablar y hablar, para no estar solo, como la sombra que persigue José Luis Rodríguez en su novela Al final de la noche. Y porque en definitiva, como sostiene Carlos Castán, «la verdadera orfandad se produce cuando salimos de foco y los ojos que seguían nuestros movimientos se evaporan…».
Chus Tudelilla
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