Francisco Umbral. Anatomía de un dandy

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‘Anatomía de un dandy’, de Charlie Arnaiz y Alberto Ortega
Documental sobre Francisco Umbral
Con Aitana Sánchez-Gijón (voz), Raúl del Pozo, María España, Juan Cruz, Manuel Vicent, Antonio Lucas, Ángel Antonio Herrera, David Gistau, Manuel Jabois, Pedro J. Ramírez, Ramoncín, Victoria Vera y Fanny Rubio, entre otros
90′, España | Por amor al arte Producciones S.L, Malvalanda, Dadá Films & Entertainment y TVE, 2020

“Hay una línea de pensamiento crítico español que podríamos apuntalar someramente en estos tres nombres: Quevedo, Larra, Valle-Inclán. Es la línea de los rebeldes con causa, de los españoles que deciden ser espejo implacable, aunque exornado, para sus compatriotas. Hombres de vida y obra a contrapelo de España y de cualquier clase de españolidad. Puntos de escándalo, piedras de disidencia. Penínsulas de pensamiento dentro de la Península”.

Así comienza Francisco Umbral su ‘Ensayo liminar’ sobre el fígaro suicida Mariano José de Larra en ‘Larra. Anatomía de un dandy’ (1965). Y a esa insurrecta terna de ornamentos refractarios quiso sumar su verbo organológico –inoculado de afectaciones y mecanografía– el escritor ubicuo, desavenido y fúlgido, hostigando la gran meseta de las redacciones con su tinta sobresaliente y proyectando el gesto vertical sobre la horizontalidad, diurna y gélida, de un país en cueros.

Francisco Umbral, Anatomía de un dandy

Un vasto feudo, falto y desabrigado, al que Umbral habría de emperifollar con aditamentos y una infatigable autobiografía o, más bien, inextinguible autorretrato, al calor del matiz que Anna Caballé apuntaría en ‘Francisco Umbral: El frío de una vida’ (2004): “Un personaje que ha escrito en su obra el autorretrato más largo de toda la literatura española”.

Y hacia esa autoencarnación en talle/símbolo, como un Alcibíades literario, se dirigen los cineastas Charlie Arnaiz y Alberto Ortega en ‘Anatomía de un dandy‘, documental que, ante todo, debe recibirse como un ejercicio de resarcimiento para subsanar la inexcusable omisión de su figura.

Más de una década de abulias y desatenciones para con un tipo cuya gracia en vaqueros, foulard y miopía atesoraba virtud de omnipresencia, adherido a los alveolos tumorosos y a las abluciones hipogástricas de la actualidad –en boga sempiterna del bajo vientre y el sazonado copete de lo coetáneo (tal vez por ello, vaciado el costurero del modisto y reorientadas las usanzas, todos se olviden del difunto)–.

El filme concita el gracejo retrospectivo y polifónico de diversos colegas de cátedra vital y rotativas, émulos y acólitos, cómplices de sacristía y otros personajes ubicuos, entre los que un servidor acentúa (por predilección) a Raúl del Pozo y Ángel Antonio, Manuel Vicent o Victoria Vera, y María España (generosa y cómplice con Arnaiz y Ortega), sobre quien descansa la responsabilidad del principal documento inédito de ‘Anatomía de un dandy’: un Umbral de viva voce –límpida y desnuda– al calor infante de su malogrado Pincho –el más relevante hallazgo extraliterario y confesional de este mancillado antagonista de lo fidedigno–.

Más allá de su “apariencia de ogro malvado” (Pedro J. Ramírez) se encondía un “niño lleno de frío” (Raúl del Pozo) –y ulterior “friolero profesional” (Ángel Antonio Herrera)–; un niño narciso transmutado en “quinqui vestido de Pierre Cardin” (autorretrato), en intruso, porque “había que lanzar primero el personaje y luego la obra”.

Una obra que en ‘Anatomía de un dandy’ redunda en los placeres y los días, en sus spleens de negritas y apellidos, tal vez porque “con Umbral muchos aprendimos a leer el periódico empezando por la contraportada” (Ángel Antonio Herrera); acaso como “una crónica chispeante con un verbalismo poético brutal” (Manuel Vicent), a modo de “catársis de todos los españoles” (Fanny Rubio) durante una longeva y contumaz travesía en transición que prosigue orillando la obra literaria.

Porque la pluma verde y coruscante, épica y puntiaguda, descansa, periférica y furtiva, en aquellas radiografías castizas (ahora volúmenes de lance) que palpitan, como un flagelo, en ‘La noche que llegué al Café Gijón’ (1977), ‘Trilogía de Madrid’ (1984) y ‘Días felices en Argüelles (2005); o en su trayecto enfermo de provincias por el légamo de ‘Memorias de un niño de derechas’ (1972), la sicalíptica pubertad de ‘Las ninfas’ (1976) –“al Nadal le han dado el Umbral”– o el pasado como “un presente a salvo” de ‘El hijo de Greta Garbo” (1982).