El juego del calamar

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‘El juego del calamar’, de Hwang Dong-hyuk
Con Seong Gi-Hu, Kang Sae-byeok, Han Mi-nyeo, Cho Sang Woo, Oh Il-nam, Ali Abdul y Beyeong-gi, entre otros
Miniserie de 9 episodios, Corea del Sur | Siren Pictures, 2021
Netflix

Durante las últimas semanas hemos asistido al pudibundo y flamígero estado de perturbación acaecido tras la popularización de la miniserie ‘El juego del calamar‘, cuya virulenta diégesis parece haber eviscerado de las entrañas del heteróclito personal (especialmente en el adocedano ámbito familiar y educativo) una res moralizante que, cual plúmbea losa, pretende inhumar las virtudes (si las hubiera) de un argumento tan límpido como previsible.

Porque ‘El juego del calamar’ atesora sobre su epidermis todo un planisferio evidente de sus simples reglas del juego, emparentadas radicalmente con aquello de que todo acto atesora sus consecuencias o, de un modo igualmente inasible, a cada causa le corresponde un efecto: si las reglas se incumplen, la sanguinolenta guillotina del devenir asola el último pálpito de quienes participan en el lúdico compromiso de este siniestro pasatiempo superviviente.

El juego del calamar

La serie alumbrada por el cineasta surcoreano Hwang Dong-hyuk no alberga, por tanto, densas dubitaciones. Sitúa a sus menesterosos concursantes en un no-lugar de sólidos fundamentos estructurales, y son las eventuales e inopinadas virtudes, en principio, y la estocástica de los hechos (el azar), a la postre, las que habrán de determinar la consecución de las pruebas, el magro y facineroso logro de avanzar y sobreexistir, conmemorando así las albricias del hediondo deleite de quienes han perfilado los estadios sucesivos del tablero.

Una relación de sometimiento vertical (ingenuos aquellos que elucubraban acerca de una candorosa relación horizontal entre individuos) sustentada por la necesidad de los oprimidos y la fruición de quienes enmascaran de carnaval pecuniario las parafilias domésticas de sus túrbidas predilecciones.

Una confrontación huérfana de mayores complejidades, cuya desolada y aparente radiografía del omnímodo neoliberalismo regurgita toda clase de manidas conexiones filosóficas, transitando de la caverna platónica a la radicalidad contemporánea de un pensador de tiro corto (bienvenida sea la civilizada brevedad) como Byung-Chul Han.

Todo y cuanto mora en ‘El juego del calamar’ se uniforma de precepto, estatuto, pauta, cartabón y falsilla sobre la que rubricar la caligrafía existencial en yerta línea recta. Morfología en la que descansa su sencilla naturaleza ecuménica y, por ende, la alteración y el desasosiego de la turba televidente, quien parece haber olvidado su agreste formación audiovisual –aquella que evolucionaba entre hedores de terror, sudor y nicotina de los videoclubes de los ochenta– sin las tóxicas tutorías familiares.

Dejen, en consecuencia, a su pubescente prole redimida y absuelta para edificar sus males (continuación estrecha del simulacro de bondad que habite devotamente en ustedes). No se amedrenten ante las malignidades y depravaciones de las ficciones del este asiático (qué prosidia tan hiperbólica la Seong Gi-Hu, Kang Sae-byeok o Han Mi-nyeo, ¿verdad?) y, en todo caso, prosigan transmutando a sus descendientes en tiránico epicentro de analfabetismo.