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Dichas y desdichas del verano
‘Un verano con Mónica’, de Ingmar Bergman
Cultos y bronceados (XIII)
Verano de 2024
Cuenta el filósofo José Antonio Marina, en ‘El deseo interminable’, que los astrónomos pueden ver el universo de dos formas: “Iluminado con luz visible”, percibiendo de esta manera “la armonía de las esferas celestes y la oronda perfección de los planetas”, o bien “iluminándolo con rayas gamma” y percibiendo entonces “un turbión de energías, de fuerzas en acción”.
En el verano, tiempo de canícula y, siguiendo el título del ensayo de Marina, de deseos interminables, se concitan como en ninguna otra época del año ambas formas de vivir la vida: armónica y turbiamente. “Tarde de verano, tarde de verano; para mí, esas han sido las palabras más bellas de la lengua”, llegó a decir el escritor Henry James.
Y es en torno a esa belleza como emergen, precisamente, “la oronda perfección” de ciertos instantes vividos vívidamente, junto al “turbión de energías” que convive a su lado, provocando que tan perfecta armonía pueda dar paso al incontenible deseo de abrazarse a una imaginaria totalidad de efectos imprevistos.
En ‘Un verano con Mónica’ (1953), Ingmar Bergman navega por los dos afluentes de ese mismo río, por cuyas aguas transita la pareja protagonista de la historia: los jóvenes Harry (Lars Ekborg) y Mónica (Harriet Andersson). Dos jóvenes que, como cualquiera de nosotros a su edad -19 y 17 años-, sienten la fuerza de la naturaleza en sus cuerpos, tensionados por un trabajo que los repele y un amor que los induce al abrazo más gozoso.
“Nos hemos rebelado, Mónica, contra todo y contra todos”, dice Harry, tras dejar ambos sus trabajos y huir en una lancha hacia un lugar paradisíaco alejado del Estocolmo urbano e industrial que los asfixia. Ellos, como nosotros, huyen por tanto de un trabajo que, en mayor o menor medida, limita sus deseos -los cuales se hallan igualmente sometidos a un sinfín de dudas e incertidumbres-, para disfrutar de un tiempo vaciado de preocupaciones y lleno de anhelos.
Ese verano con Mónica, que da título a la película de Bergman, ilumina la vida de nuestros jóvenes protagonistas, quienes, gozosos, sienten la belleza del solitario paraje que los acoge y la lozanía de sus cuerpos. Harry enmudece ante la desnudez de Mónica, quien se sabe recinto de una energía tan armónica -valga la resonancia con su nombre- como inquietantemente exultante.
Interesante, en este sentido, que Bergman apenas descubra la desnudez de Mónica, en el instante mismo en el que ambos desencadenan su amor, y, sin embargo, sea al final, con Harry haciendo memoria de aquel encuentro, cuando el director muestre en todo su esplendor el cuerpo desnudo de la joven. Como si la memoria enalteciera siempre lo vivido, recuperando desde el presente un pasado que, por intenso que fuera, necesita cierto redescubrimiento.
Mónica, como todos nosotros, no querrá volver a la monótona ciudad, tras haber disfrutado salvajemente del verano sin las bridas del trabajo. Harry, sin embargo, después de saber que la ha embarazado, acepta la responsabilidad derivada del ‘amor loco’ (amour fou), para reemprender la vida en la ciudad con la mujer a quien ama, ahora iluminada sin el sol cegador de una pasión que a ella la domina.
“El ahorro, siempre el ahorro. No puedo permitirme ni un capricho. Quiero divertirme mientras sea joven”, le recrimina Mónica a Harry, toda vez que ya en la ciudad de vuelta él se dedique a estudiar y trabajar al mismo tiempo para sacar su familia adelante. El turbión de energía que anima el talante de Mónica choca con la armonía, esta vez exenta de perfección, que busca Harry.
He ahí el verano en su máxima expresión: el deseo interminable de Mónica -el de todos nosotros queriendo que el periodo estival no se acabe- confrontado con el deseo más contenido de Harry, quien asume los límites de una pulsión cegadora.
Interesante también, en este caso, el espejo situado en plena calle con el que arranca y termina la película. En él, vemos al principio el rostro reflejado de Mónica, mientras al fondo, de espaldas, tres hombres mayores están a punto de entrar en una taberna.
La espléndida juventud ocupando todo el espejo, en el que aparecen difuminados los cuerpos de aquellos hombres, uno de los cuales dirá luego, tras observar el primer encuentro entre Mónica y Harry: “En primavera, florecen nuevos amores”.
Ese mismo espejo, al final, nos devolverá el rostro de Harry con su hijo en brazos, mientras recuerda, sonriente, instantes del amor con Mónica en aquel islote alejado del ritmo laborioso urbano. Un espejo y el espejismo veraniego- este sí, extensible al resto del año- de querer ver cumplidos todos nuestros anhelos.
Mónica viene a simbolizar la perfección del cuerpo -al modo de atractiva gran esfera celeste- y el turbión de energías que se halla en su interior. Como el verano vendría a ser el despliegue de un gran ejército de placeres, cuya soldadesca somos todos cuantos viajamos en busca del paisaje soñado, apenas descompuesto por el azar del siempre embarazoso accidente.
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