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César Manrique (1919-1992)
Fundación César Manrique
Jorge Luis Borges 16, Tahíche, Lanzarote
“Que cada hombre construya su propia catedral. ¿Para qué vivir de obras de arte ajenas y antiguas?” Lo dijo el escritor Jorge Luis Borges, precisamente quien da nombre a la calle donde se ubica la Fundación César Manrique, en Tahíche (Lanzarote). Sentencia que, a su vez, parece destinada al propio pintor y escultor canario, del que ahora se cumple el 30 aniversario de su fallecimiento, y que hizo de su antigua casa la “catedral” donde, eso sí, se reúnen obras propias junto a las de otros artistas de su generación.
De esa “catedral”, que el visitante tiene el placer de admirar sintiéndose imbuido por tanta belleza atesorada, dijo el propio Manrique: “Mi casa no está decorada, está pensada en función de la vida, la luz y la belleza. Hay una armonía de espacios y de formas y, sobre todo, un concepto muy funcional con respecto al hombre, al confort y a la alegría. Mi casa tiene una enorme alegría y una luz espléndida”.
Recorriéndola, uno puede percibir esa luz y esa alegría, no exentas de un anhelo por alcanzar lo sublime en forma de una naturaleza volcánica. “Mi alegría de vivir y de crear continuamente me la ha dado el haber estudiado, contemplado y amado la gran sabiduría de la naturaleza”, dice en otro momento el artista lanzaroteño, durante la cascada de pensamientos que guían la visita del espectador, atento a cuanto le asalta en cada rincón de la Fundación y a cuanto constituye un alegato sobre la creación artística como cima del ingenio humano.
El arte y la naturaleza se dan así la mano en la trayectoria de César Manrique, fielmente recreada mediante la ligazón que se establece entre sus obras plásticas, las de sus amigos y el propio espacio horadado en el magma de lo que fue en su día una gran colada de lava volcánica. Sumergidos en el interior de tan atractivo lugar reconvertido en inusual museo, los espectadores diríase poseídos por ese cráter repleto de pasadizos que van vomitando belleza.
En la que fuera su antigua casa, Manrique va dejando constancia de lo que considera una prolongación de sí mismo: “Aquí voy utilizando cada día las zonas habitables para que el conjunto sea lo más perfecto posible, sin que la propia naturaleza sufra una violación, sino para enriquecerla en lo posible. ¿No ves cómo crecen las plantas en mi casa, en plena libertad?”.
El artista, sin duda imbuido de cierto espíritu romántico, siente la libertad asociada a un paisaje que le conmueve hasta lo indescriptible, de ahí que traslade a su obra tan pronto esa “luz espléndida” de Lanzarote como su no menos inquietante negritud surgida de las profundidades del volcán que caracteriza el paisaje de la isla. No es extraño, por tanto, lo que entiende por libertad y modernidad, en otro de los pensamientos esparcidos a lo largo del recorrido por la Fundación, a modo de perfil autobiográfico.
“Yo soy así, como mi isla, lleno de pasión, de fuerza y al mismo tiempo de naturalidad. Siempre digo que a mí no me trajeron al mundo con calzoncillos y corbata. Me trajeron desnudo, y así intento ir por la vida, y así pienso que es mi arte”. Esa mezcla de fuerza, vinculada con la potencia telúrica de su isla, y desnudez igualmente primaria, brota a raudales, lindando con un intenso erotismo asociado a un placer sin tapujos.
“No tengo ninguna sensación de culpa. Estoy furibundamente en contra de la tragedia española, del luto y del pecado mortal, por lo cual se comprenderá que odio nuestro costumbrismo. El único pecado importante es crear dolor”, dirá en otro instante. Y, sin embargo, algo de ese dolor -sin duda no buscado- transpira su obra -artística y arquitectónica-, en tanto límite o, por seguir al poeta Rilke, comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar.
El erotismo, proseguirá después, lo ve “como un grado superior de concentración de todas las fuerzas humanas en la sensualidad, no en la sexualidad, en la sensibilidad del ser vivo para poder gozar de todos los matices que se nos presentan en la vida”. Su obra, de gran potencia colorista, tan abstracta como lo puedan ser los sueños, simbólica en el sentido de la percepción otorgada a ciertos animales -cangrejos, langostas, camellos- y carnavalesca, gira en torno a esa sensualidad subyugante.
De hecho, César Manrique encontrará en los carnavales la encarnación de ese erotismo cautivante. “Los carnavales son una fiesta de liberación en que la gente rompe con todas las ataduras y esquemas tradicionales. Para cualquier persona que tenga un mínimo de fantasía el Carnaval lo vuelve loco”. Como le vuelve loco la naturaleza, por la que no deja de manifestar un profundo asombro fuente de su inagotable creatividad.
“Fui destinado biológicamente como pintor…Mi gran maestro ha sido mi continuado asombro por la observación de la naturaleza, cuyo gran secreto creativo nunca pude entender. Mi asombro continúa cada vez con mayor intensidad, comprendiendo cada vez con mayor claridad [la] infinita sabiduría [de la naturaleza]”. Una sabiduría hecha a partes de iguales del placer que le produce su contemplación, trasladado a su obra, y, aunque por él omitido, la inquietante sensación de un poder magmático igualmente destructivo: el que nos recuerda su pasado volcánico.
César Manrique, icono de una isla por la que siente adoración, sostiene la relación del arte y la naturaleza como una simbiosis entre la creación y la destrucción a que puede dar lugar la ambición humana, descartando la devastadora acción de la propia naturaleza. De manera que el arte, como “cuestión antropológica”, tenga que estar de parte de esa naturaleza representada en Lanzarote, “a un nivel de entrega absoluta, en contacto íntimo con su geología entendiendo su trama, su organismo vulcanológico”.
No solo eso, sino que, como añade Manrique, se trata de lograr “el milagro del nacimiento de un nuevo concepto estético, ampliando las fronteras del arte, integrándolo en todas sus facetas en una simbiosis totalizadora que se define como Vida-Hombre-Arte”. Simbiosis totalizadora que excluye esas otras visiones ajenas a su ideario artístico: “Yo creo en el ser humano como totalidad, no creo ni en las religiones, ni en las fronteras, ni en las nacionalidades, ni en las banderas”.
La obra de César Manrique se encuentra custodiada en la plena libertad de su Fundación en Lanzarote, conjugando ese anhelo de querer abarcar con su arte el asombro de la naturaleza -a modo de uña y carne- y la percepción del secreto que habita en su interior y que, como bien apunta, nunca pudo entender, ligado con la propia existencia: “Uno de los grandes males que tienen los hombres es el no tener conciencia clara de lo que significa la vida. Es algo tan corto, tan ligero…”.
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