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‘Astérix en Lusitania’, por Fabcaro y Didier Conrad
Editorial Bruño
2025, 48 páginas
Leí por primera vez un tebeo de Astérix a mediados de los años ochenta. Mi padre me compró en la Plaza Redonda un ejemplar de segunda mano, o tercera, de ‘Astérix legionario’, aquella historieta de manifiesto acento antimilitarista, publicada originalmente en 1967, con los irreductibles galos enrolados en la tropa enemiga a fin de rescatar al prometido de su vecina Falbalá.
El flechazo fue instantáneo, naturalmente, lo mismo que, un poco antes, con Mortadelo y Filemón, por ejemplo. El volumen disfrutaba de esa admirable combinación de escritura aventurera y humorística, asociada a una subjetiva lectura histórica, que tan bien definía el trabajo artístico del guionista René Goscinny y el dibujante Albert Uderzo.
A continuación, y más poco a poco de lo que me hubiera gustado, completé la lectura de las entonces obras completas. Si la memoria no me falla, el primer cómic que leí en el momento exacto de su publicación fue ‘Astérix en la India’, de 1987, montado ya en solitario por Uderzo, lo mismo que los tres anteriores.
Probablemente, esta aventura era la primera de la serie que, aun respetando las configuraciones características y trabajando como siempre el inconfundible sentido de la maravilla, acusaba un cierto desgaste y mostraba suficientes ahogos.

Me he hecho mayor. Casi tengo cincuenta años. No obstante, a pesar del paso del tiempo, sigo atado a la tradición de leer las nuevas aventuras de Astérix y Obélix cuando se publican, supongo que por nostalgia o quizá conservadurismo. He hablado de esto con varios amigos de mi edad y les pasa algo parecido.
Todos coincidimos en que hace demasiado tiempo que los álbumes no consiguen recuperar los destellos de la época dorada, e incluso se mueven en torno a un conformismo y una apatía creativa insólita, y, sin embargo, una y otra vez, regresamos a la dichosa aldea rodeada por esas guarniciones resilientes o, más bien, necias, intentando, seguramente, volver a sentir algo tan especial e indeterminado, en realidad, como en la infancia.
No es algo muy original, por supuesto, desde hace mucho, una parte del mercado de la cultura se mueve, obsesiva y acobardadamente, en torno a una nostalgia deformante y complaciente, ofreciendo artículos clon de aquellos que nos hicieron vibrar y ser felices.
Se trata de planificados artefactos Frankenstein carentes de alma. Son sombras frágiles que, por lo general, y más allá, ciertamente, de la rentabilidad económica, solo provocan frustración y enfado, ya que no saben emocionar, de verdad, a nuestro Peter Pan.
Goscinny fallece en 1977 y Uderzo en 2020. Los galos, en cambio, lo mismo que los Simpson, siguen danzando sujetos a una suerte de eterna juventud sobre unas viñetas influidas por una paradoja temporal.
A diferencia de Tintín, aunque este es un caso bastante problemático, estos personajes no desaparecen, o cambian al menos, después de la muerte de sus autores. Los actuales artífices artísticos, Fabcaro y Didier Conrad, nombrados por la firma Hachette Livre, intentan gestionar el patrimonio acatando, con escrúpulo, un libro de estilo que, probablemente, deja de ser eficaz tras la muerte del guionista.
Para muchos expertos y aficionados, en efecto, las aventuras del galo y sus amigos acabaron hace casi cinco décadas. Así, desde entonces, en las distintas etapas, las páginas de los tebeos mostrarían, fundamentalmente, un baile de difuntos, o una involuntaria descripción de la tristeza específica del zombi.
Por otro lado, no sería esto una mala cosa. El problema es que en el afán interesado de fingir que nada ha cambiado, que la aldea conserva aún la energía irrepetible de los años sesenta, y además nuestra mirada posee todavía la inocencia de la de un chiquillo, esa interesante línea, verdaderamente nostálgica, no puede explorarse.
En este punto, evidentemente, ustedes podrán negar la validez de estas declaraciones lúgubres, recordándome que estos tebeos son de niños y no para cincuentones cascarrabias, y es cierto, claro. Pero me pregunto si Astérix y Obélix en 2025, igual que Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, o Spirou y Fantasio, son capaces de dialogar, conectar con los lectores más jóvenes y concretar ese flechazo formidable que citaba al principio. No me parece en líneas generales.
Sospecho que en los últimos diez o quince años el natural relevo generacional, aplicado hasta ahí, se rompe, y estos personajes, para los más pequeños, pasan a ser otro asunto de mayores. Y, atención, esta falta de interés tampoco creo que se refiera en exclusiva a las expresiones actuales.

No sé cuántos niños y niñas disfrutarán hoy realmente, con espontaneidad, la lectura de ‘Astérix y Cleopatra’ o ‘La vuelta a la Galia de Astérix’. Por tanto, de acuerdo a este razonamiento algo tendencioso, los galos irreductibles sí son un tema de cincuentones, casi en exclusiva. La lectura del nuevo título de la serie, ‘Astérix en Lusitania’ (Editorial Bruño), no hace más que confirmar la corazonada.
Publicado a finales de octubre, el tebeo confirma el estancamiento global señalado hace dos años en ‘El lirio blanco’. En su viaje para ayudar a un comerciante acusado de tratar de envenenar a César con su garum, una salsa realizada a base de pescado y muy apreciada por los romanos, tal cual indica el sabio Panorámix al principio, los dos amigos se asemejan a unos autómatas programados para reproducir, viñeta a viñeta, comportamientos y palabras pretéritas, aunque sin entender, de verdad, sus significados.
De ese modo, el conjunto supone una involuntaria falsificación insensata, desprovista de genio propio o ajeno, empujada por la ininterrumpida duplicación de unas ocurrencias ya anodinas, como las intervenciones de los piratas, unos diálogos monótonos y una completa falta de ritmo que potencia la idea extraña de que todo se desarrolla a cámara lenta.
Nada queda acá de la chispa característica del rubio galo y mucho menos de la deliciosa ingenuidad tontorrona del compañero. Ahora bien, al respecto de la imitación, aparece una idea estimulante e involuntaria, la única de la propuesta.
Con el objeto de colarse en la prisión, los protagonistas se disfrazan de lusitanos, alterando completamente su aspecto. Este dibujo es extraordinario puesto que muestra una transformación física casi inédita en la serie. Durante unas pocas páginas, deambulan por las viñetas unos individuos desconocidos imitando a Astérix y Obélix. No se me ocurre un mejor resumen de la situación.
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