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‘El cautivo’, de Alejandro Amenábar
Reparto: Julio Peña, Alessandro Borghi, Miguel Rellán, Fernando Tejero, José Manuel Poga, Luis Callejo, Roberto Álamo, Luna Berroa
Música: Alejandro Amenábar
Fotografía: Alex Catalán
España, 2025, 133 min.
Reconozco que nunca me ha entusiasmado el cine de Alejandro Amenábar. Ahora bien, dejando de lado cuestiones artísticas y temáticas, que comentaremos, a Amenábar sí hay que reconocerle, al menos, dos cosas.
Primero, el haber sabido leer el signo de los tiempos que le ha tocado vivir. Amenábar empezaba su carrera a mediados de los años 90 del siglo pasado, una época en la que España se encontraba en una cierta encrucijada, un cambio de ciclo. Atrás quedaban los años de La Movida y la cultura underground.
En 1996, año de ‘Tesis’, su debut en el largo, José María Aznar iba a ganar sus primeras elecciones y el país se iba a adentrar en un tiempo de desarrollismo económico incontrolado. El cine de Amenábar surge en este contexto sociopolítico, en cuyo fondo aparece una especie de rumor, un ruido provocado por, al menos, una parte del público que empieza a alejarse del cine que se hace en su país.
Un cine al que le reprocha, de manera algo gruesa, su falta de calidad, la vista puesta con admiración hacia un Hollywood que había sido absorbido por la cultura de los blockbusters. Ese espectador, joven, curtido en ese cine de palomitas, heredero también de la cinefilia de los años 50 y 60, reclama a la producción nacional que se deje de relatos rurales y el cine social y apunte sus objetivos hacia una idea de industria dirigida más hacia un verdadero entretenimiento. Cine, pero de verdad.
Algo de todo esto tendrá esa ‘Tesis’, si lo pensamos, un thriller de terror a la manera americana, pero sin dinero. De ahí pasaría a ‘Abre los ojos’, una película ya con algo más de producción, pero que se mueve en los mismos ejes del cine de género de la época y en el que ya se busca una cierta espectacularidad en el tratamiento narrativo de la imagen (recuerden esa grúa ascendente en el famoso plano de la Gran Vía de Madrid).

No es de extrañar que la cinta llamara la atención de otro avispado productor cinematográfico, el actor Tom Cruise, que iba a hacer su propia versión y sería padrino de su siguiente trabajo, ‘Los otros’, película que, según Amenábar, bebe los vientos del cine más clásico, pero que se parece más a las superproducciones de la época y en la que ya contaría con estrellas internacionales (su parentesco con ‘El sexto sentido’, de M. Night Shyamalan, implica, más que una cuestión temática, un concepto determinado de pensar el cine como espectáculo para las grandes audiencias internacionales).
Al fin, un director español hacía cine como toca. Sin embargo, siempre he tenido la impresión de que aquella tercera película de Amenábar tuvo más repercusión dentro de nuestras fronteras que fuera de ellas, precisamente por esa peculiaridad de ver a un director español haciendo cine como los yanquis (¡qué listo era Berlanga!).
Y lo mismo iba a suceder con ‘Mar adentro’, con la que Amenábar parecía mirar temáticamente de nuevo hacia nuestro país, cuando, soterradamente, estaba construyendo un melodrama a la manera también del cine estadounidense; un relato que apelaba a un cierto sentimentalismo, pero filosóficamente poco profundo, muy al estilo de producciones como ‘Philadelphia’, de Jonathan Demme.
La culminación de esta carrera llegaría con ‘Ágora’, su quinto trabajo largo, en el que Amenábar volvía a disfrutar del apoyo de un reparto internacional en una pieza para la que contaría con toda la parafernalia técnica, efectos digitales incluidos, de las grandes producciones de la época (‘El rey Arturo’ de Antoine Fuqua, ‘Gladiator’ de Ridley Scott o ‘Troya’ de Wolfgang Petersen). Cine aparente de gran presupuesto para los estándares nacionales, pero que, particularmente, siempre me pareció estilísticamente muy impersonal.
La prueba del algodón de esta teoría llegó con su siguiente trabajo, ‘Regresión’, cinta en la que Amenábar volvía al cine de género en una historia que se situaba ya en los mismos Estados Unidos, cuna de ese cine que tanto admiraba.
Fuera de su espacio cultural y lejos de la atención del público español que había aceptado sus propuestas anteriores como una excepción a la regla, se vio que la gramática del cine de Amenábar pasaba inadvertida. Amenábar había cruzado finalmente el charco para descubrir que, en la tierra de las oportunidades, era otro más entre un montón. Lo que no quiere decir que no le haya ido mal en su carrera.
El otro elemento reconocible de su obra es haber tenido una cierta vista a la hora de escoger una serie de temas, argumentos o situaciones más o menos originales que ha sabido promocionar de manera muy efectista, como fue la cuestión de las snuff movies, el intento de llevar al cine español el mundo de la ciencia ficción de un Phillip K. Dick con sus dosis de Stanley Kubrick, el cine de fantasmas, la cuestión de la eutanasia, la reivindicación del papel de la mujer en la historia (para entonces ya gobernaba José Luis Rodríguez Zapatero), los últimos años de la Segunda República española o, como en ‘El cautivo’, su último trabajo, la figura de Miguel de Cervantes.
‘El cautivo’ contiene todo aquello que de oportuno tiene el cine de Amenábar. La cinta nos presenta a un joven Cervantes, recién capturado por corsarios moriscos y llevado a la prisión de Argel tras varias vicisitudes militares. Allí pasará el futuro escritor de El Quijote cinco años de su vida a la espera de que su familia reúna el dinero suficiente para pagar el precio que le devuelva la libertad.
Entre planes de fuga y no pocos conflictos con sus propios paisanos, allí recluidos, Cervantes será reclamado ante la presencia de Hasán Bajá, gobernador de la plaza. Desde sus aposentos, Hasán ha escuchado cómo Cervantes inventa una historia para entretener a sus compañeros de cautiverio y, aburrido, y tras abortar otro fallido intento de evasión, le ofrece un trato: perdonarle la vida a cambio de que le entretenga contándole cada día una historia diferente.
Empieza, así, para los dos hombres una relación, primero intelectual, espiritual, y más tarde, según Cervantes va descubriendo, gracias a una serie de permisos de los que goza, el mundo de la bulliciosa ciudad en la que está preso, una relación carnal y amorosa.
Dos cuestiones parecen capitalizar el interés de esta película. De un lado, tenemos la asunción por parte de Amenábar de la supuesta homosexualidad de Cervantes que toma como excusa para desarrollar esta relación. Desde antes del estreno de la película, han sido muchas las crónicas que han hablado ya de polémica en referencia a este aspecto de su propuesta. Particularmente, me cuesta creer que esta polémica sea real y la veo más como una premeditada estrategia de promoción.

Como dijimos, Amenábar sabe leer el sonido de los tiempos que le tocan y, con este trabajo, se suma a lo que se ha llamado la guerra cultural, tomado posiciones en favor de las luchas identitarias. Y no hay nada de malo en ello. El problema es que su estrategia resulta tan obvia que impregna toda la película, ofreciendo al espectador un relato falto de potencia dramática y poética (algo que nunca ha tenido su cine), un tratamiento algo forzado desde su misma puesta en escena, el planteamiento de situaciones y unos diálogos que poco tienen de literarios y sí mucho de afectación.
No digo que no haya a quien todavía le afrenten, a estas alturas, este tipo de cosas. Pero lo más tosco de este trabajo es, precisamente, esa presunción, así como un acercamiento a aquello que la película pretende transmitir con una carente falta de sensibilidad emocional y estética. Amenábar antepone sus propósitos discursivos a la narración y, como en otros tantos aspectos, le ha quedado un producto rígido al que se le anticipan las costuras.
El otro elemento a destacar está relacionado con el choque de religiones. Decía Amenábar en la presentación de su película en Valencia, alrededor de este aspecto, que no le gusta jugar con los arquetipos. Pero, vista la película, es difícil no ver la mano interesada del director en la construcción de dichos arquetipos.
De un lado, la religión católica, encarnada en la figura del, cómo no, oscuro inquisidor Blanco de Paz, figura mezquina donde las haya y que protagonizará muchas de las desventuras que sufrirá este joven Cervantes. Del otro lado, Amenábar nos muestra un mundo acogedor, un refugio para aquellos que buscan vivir la vida de otra manera, un mundo abierto, como decimos hoy en día, a la diversidad.
Cierto es que, como en buena parte de su cine (pensemos en ‘Mientras dure la guerra’), Amenábar juega a una cierta ambigüedad, mostrando algunos de esos rincones menos brillantes de ese mundo de la ciudad de Argel, una especie de Casablanca antigua (la de la película Michael Curtiz), como es la trata de esclavos, pero su tratamiento es en todo momento mucho más luminoso, lo que decanta su película hacia uno de los bandos históricamente enfrentados.

Pero, de nuevo, esto no es lo más relevante. Lo relevante es que este retrato no nos lleva a parte alguna, más allá de una toma de posición en una controversia que apunta más a la actualidad política de nuestro país que a un análisis interesante de ese pasado que dice querer retratar.
Esta artificiosidad de planteamientos se traslada a la forma de la película. Ya hemos comentado que la gramática de Amenábar no destaca precisamente por tener un pulso excesivamente personal, lo que se confirma con un trabajo al que, además, se le percibe una cierta falta de recursos de producción, plasmada en una presencia algo austera de detalles en los escenarios y el atrezo.
Amenábar rueda su guion con corrección formal, pero hay en sus imágenes una falta de riesgo, la ausencia de una mirada que busque, siquiera dentro de la ortodoxia, ese par de planos que queden para el recuerdo. Todo ello, arropado por una fotografía, a cargo del ya experimentado Alex Catalá, que resulta demasiado plana, formalmente correcta, pero sin elementos reseñables.
Amenábar ha compuesto una película que quiere ser muchas cosas. Quiere ser una película de aventuras. Quiere ser una cinta histórica. Quiere ser un relato de fantasía. Quiere ser un ejercicio metanarrativo sobre el valor de contar historias. El problema que tiene ‘El cautivo’ es que, logrando cierta cohesión argumental de todos estos propósitos, tampoco consigue que ninguno de ellos se convierta en su nudo artístico.
Alejandro Amenábar plantea una serie de situaciones, pero ninguna de ellas toma suficiente cuerpo como para conducirnos hacia un espacio emocional o intelectual interesante. Demuestra cierta habilidad para engarzar escenas de la vida de Cervantes y el proceso que inspiró su obra maestra, completando los huecos con una serie de sugerencias, en algunos casos, algo torpes en su presentación, lo que rebaja las intenciones. Y es que Amenábar se dirige a un público que sabe poco leído y quiere ponérselo fácil.
Lo que no sabemos exactamente es a dónde quiere dirigirnos. Al terminar esta cinta, no sabemos a dónde nos lleva su retrato de este Cervantes juvenil, ni nos invita a reflexionar sobre nada concreto en torno al proceso de la creación literaria o artística.
Entre lo más interesante de esta propuesta encontraríamos un intento del director de proponernos una reflexión sobre la estrecha relación entre la realidad y la fantasía, pero, como todo lo demás, una vez planteada la cuestión, no hay reflexión ni propuesta estética de fondo.
Un Cervantes que quiere ser atrevido, pero que no le quita el ojo a la taquilla, de ahí que no quiera ir un poco más allá. A Amenábar le interesa llamar la atención y, como dijimos, hay que reconocerle la audacia de poner el ojo en un personaje fundamental de la literatura española. Pero ahí se termina su riesgo.
Cine de palomitas que nada y guarda la ropa. Cine para todos los públicos, entendido esto como un espectador al que se puede manipular (artísticamente hablando) sin pretender que mire por sí mismo.
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