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Todos a la cárcel’, de Luis García Berlanga
30 aniversario
Reparto: José Sazatornil, José Sacristán, Juan Luis Galiardo, José Luis López Vázquez, Agustín González, Santiago Segura, Amparo Soler Leal, Manuel Alexandre, Rafael Alonso, Chus Lampreave
94’, España | Sogetel, Sogepaq y Antea Film, 1993

Alrededor de la cámara berlanguiana

–Vamos a hacer ahora unos ensayos con cámara. Ahí la tienes: la cómplice del director en el rodaje. Ya sabes –y lo vas a ver– que yo evito siempre el plano / contraplano, y ensayamos mucho estos planos más largos porque, si no, todo lo que sale es un desastre.

Ríe al decir esto último, me da una amistosa palmada en el hombro, y acude junto a Josetxo para iniciar el ensayo con cámara.

Este ensayo sirve para marcar cada una de las posiciones de los actores en el plano, sus desplazamientos, y también los de la propia cámara. La predilección de Luis por los planos largos hace especialmente complicados sus rodajes, porque convierte la interacción entre cámara y actores en una auténtica coreografía en la que nada queda al azar.

Durante el ensayo, el auxiliar de cámara va marcando sobre el suelo, con tiza y con cinta adhesiva (con cinta de cámara), los puntos en los que debe pararse cada actor, y también la cámara. El foquista mide todas las distancias entre la lente y todos esos elementos en movimiento, previniendo que, mientras se rueda, nada quede fuera de foco por el desplazamiento.

Ensayo con cámara: Berlanga (con camiseta blanca) da indicaciones al operador y a los actores. Un auxiliar va marcando en el suelo con cinta las distintas posiciones durante el movimiento en el plano. Foto: Rafael Maluenda.

Mayo está sentado tras la cámara, montada sobre una grúa que se desplaza sobre raíles. Cada plano largo, o cada plano-secuencia, está compuesto a su vez por muchos otros planos que, en función del continuo movimiento de la cámara, varían de escala y angulación; las distancias focales están, por tanto, en constante mutación.

La maestría de Berlanga logra que esos elaboradísimos planos no distraigan nunca al público de la acción; antes bien, favorecen su inmersión en la trama. Todo en apariencia se desenvuelve con naturalidad. Por eso, ningún profesional puede creer realmente a nuestro cineasta cuando declara que recurre a este tipo de planos, de verdadero encaje de bolillos, por pereza, por ahorrarse trabajo en el rodaje.

Los desplazamientos de cámara varían constantemente de ritmo dentro de la misma toma, y corresponde a los maquinistas ejecutarlos: han de lograr con suma precisión el deslizamiento de la grúa, de la cámara y del operador sobre las vías.

Los maquinistas en esta película son magistrales. Uno de los jefes es Alfredo Díaz, inventor de la grúa que aquí se utiliza, y que se conoce como ‘la Berlanguita’, porque Díaz la ideó años atrás para que se adecuase al estilo de Berlanga. Las grúas tradicionales, por sus dimensiones, dificultaban mucho la obtención, con la excelencia técnica requerida, de los planos concebidos por nuestro director.

Díaz diseñó para Luis una grúa de menor tamaño, capaz de elevarse hasta los 4 ó 4,5 metros, pero lo bastante ligera para desenvolverse en decorados y espacios pequeños, entre puertas, ventanas, muebles y actores. Por lo preciso de sus prestaciones, la fabricación y el uso de este tipo de grúas va a generalizarse en los rodajes de otros directores, pero todos seguirán refiriéndose a ella como ‘la Berlanguita’.

Alfredo Díaz (con gorra), inventor de la ‘Berlanguita’, que aquí puede verse. Sentado tras la cámara, Alfredo Mayo (operador y director de fotografía). Junto a Berlanga, los actores Vicente Genovés, Joaquín Climent, Agustín González y Juan Luis Galiardo. Foto: Rafael Maluenda.

Durante el ensayo con la cámara, los actores interiorizan el ritmo de sus acciones, acompasadas con la cámara, así como sus interacciones con los demás y con los elementos del decorado. A veces, Luis corrige algún diálogo para que pueda finalizar con el inicio o el final de un movimiento. O pide al actor un paso más antes de detenerse, para lograr un efecto de luz sobre su cuerpo. Nada queda al azar. Si durante el ensayo ha habido improvisaciones y el director las da por buenas, se integran y se fijan en el desarrollo de la secuencia.

En alguna ocasión, si ve que el ensayo está ya lo suficientemente maduro, pide discretamente al operador que lo ruede, porque valora la frescura de los actores cuando aún no han mecanizado demasiado sus movimientos y diálogos. Si el ensayo le parece lo bastante bueno, podrá utilizarlo en la fase posterior de montaje.

Tras varios ensayos completos con cámara –con sus ajustes–, Luis decide que la secuencia está ya lista para rodar. Josetxo lo indica al segundo ayudante de dirección, Rafael Carmona, y éste recuerda rápidamente sus señales de acción a los figurantes. La cámara retrocede hasta su primera posición, y también los actores. Se percibe en el ambiente una cierta tensión expectante.

Todo se ha detenido en el gran patio atestado de gente. El silencio es casi absoluto –sólo el rumor monótono del tráfico circundante extramuros–. Berlanga se ha sentado tras el combo, un monitor de vídeo que le permite seguir, plano a plano, cuanto va registrando la cámara, y que lo graba a su vez en pequeñas cintas. Me susurra que profesa antipatía a este aparato porque, tras cada toma, los actores más inseguros corren hasta él para ver cómo han estado.

A una seña de Berlanga, Josetxo grita: ¡Motor!, y empieza a rodar la cámara; tras unos segundos, el jefe de sonido emite un contundente monosílabo que indica que ha iniciado la grabación de audio; el auxiliar de cámara coloca la claqueta ante el objetivo, canta el número de secuencia, plano y toma, y da el golpe que servirá para sincronizar sonido e imagen en el montaje; finalmente, Berlanga grita: ¡ACCIÓN!, y todo cobra vida. El cineasta se desentiende del monitor, y se levanta: prefiere seguir la evolución de la escena directamente, sin filtros.

–¡CORTEN! –Berlanga ha interrumpido la toma. Se acerca a los actores, y marca una variación en las posiciones porque, en sus movimientos, han tapado ante la cámara a otro en el momento en que decía una frase. Pregunta a Alfredo Mayo si, por cámara, se ve bien al actor en la nueva posición. Mayo mira por el objetivo, y asiente; a continuación, comenta algo con el foquista.

Luis da unas últimas instrucciones y regresa junto al combo. Josetxo anuncia que vuelven todos a primera (posición), y regresan equipo y actores al punto de partida. ¡Motor!, sonido, claqueta (canta el auxiliar misma secuencia, mismo plano, toma segunda), y… ¡ACCIÓN!

Rodamos varias tomas del mismo plano. Al final de cada una, Berlanga comenta aspectos de la acción o de la cámara con Montse Ordorica, la supervisora de continuidad. En el argot español, esta figura es conocida como la script, abreviación de script-girl, término original con el que los pioneros del cine identificaban a la chica del guión. Porque la script –o el script, que también los hay, aunque al principio la mayoría eran mujeres– se encarga de cuidar todos los aspectos que, posteriormente, guiarán al montador durante la fase de postproducción.

Montse controla infinidad de información: las diferencias entre las distintas tomas de un mismo plano, la anotación de aquéllas que el director considera mejores, y la más mínima incidencia en ellas (un error o modificación en un diálogo, un actor que queda fuera de plano en algún punto, aun cuando esto no necesariamente invalide la toma). Cronometra la duración de cada una de las tomas. También consigna las variaciones sobre el guión, o los metros de película rodados (estamos, evidentemente, aún en era analógica).

Supervisa todos los detalles que garantizarán al espectador el efecto de continuidad en el salto de un plano a otro, evitando eso que llamamos errores de raccord: que no desaparezcan y reaparezcan las gafas en la cara de un personaje; que la longitud de un cigarrillo casi consumido no vuelva a incrementar “milagrosamente”; que un objeto inmóvil no se haya desplazado en el decorado a cada cambio de plano; que no se presente un elemento anacrónico en el momento equivocado; que el cosido entre los planos sea perfecto. Los desempeños de la supervisora de continuidad son ingentes, y requieren una gran capacidad de concentración, de atención y de organización.

Berlanga y Montse Ordorica pasan texto con José Sacristán y Pepe Sancho, en presencia (al fondo) de Torrebruno y de Chus Lampreave. Foto: Rafael Maluenda.

Alfredo Mayo transmite a Luis, tras rodar la última toma, que por cámara está muy bien, todo ha fluido a la perfección. El director menea la cabeza: –Es que un figurante ha mirado a cámara –es la primera prohibición cuando alguien, actor o figurante, entra en plano; a no ser que responda a las indicaciones del director, que esté buscando un efecto específico: mirar a cámara implica una interpelación directa al espectador.

En cualquier caso, nadie ha visto que ningún figurante haya mirado a cámara; cosa comprensible, teniendo en cuenta que hay trescientos. Luis insiste, y pide al video assist (el que maneja el pequeño monitor) que reproduzca la última toma. Se inclinan Luis, Alfredo y Montse ante la pantallita del combo y, de repente, el director señala a una figura diminuta, un rostro situado en la tercera fila de un montón de figurantes, mientras la acción se desarrolla en primer término. Efectivamente: el figurante mira a cámara. Aparte, Montse y Alfredo comentan cómo es posible que Luis haya reparado en ese detalle en medio de una toma tan abigarrada de gente.

Plano largo y coreografía berlanguiana

Casi siempre, los planos de Luis están concebidos en torno a las idas y venidas de varios personajes que comparten protagonismo; en este sentido, se ha repetido hasta la saciedad –porque es cierto– que las películas de Berlanga son corales. Además, con frecuencia recurre a numerosa figuración.

Le sirve todo ello para lograr un efecto caótico en sus secuencias que, en ocasiones, ha llevado a críticos poco avezados a pensar que tal efecto se logra sin marcar directrices, fiando todo a un libre albedrío de quienes intervienen en la toma –bien es cierto que el propio cineasta ha abonado en ocasiones esa creencia errónea con alguna de sus declaraciones–.

Sin embargo, todo ese efecto caótico requiere por parte del cineasta una organización y una planificación muy precisas. Nada dejado al azar –ya lo hemos dicho–. Como cuenta Sol Carnicero, que organizó la producción de cuatro de sus películas previas, Berlanga tenía todo previsto en el plan de rodaje –que se configura en el período de pre-producción–. Ni lo aparentemente más azaroso estaba fuera del plan.

El movimiento de las masas, en estas tomas que rodamos ahora, tiene como aliados absolutos al ayudante de dirección, Josetxo San Mateo, y de su segundo ayudante, Rafael Carmona, y la destreza de ambos. Me maravilla su capacidad para mover a la figuración en el plano durante la acción, sin necesidad de andar a gritos, con un ademán, con el gesto de un brazo, de una mano.

Luis García Berlanga junto a Josetxo San Mateo (ayudante de dirección) y Maite Pastor (meritoria) en el rodaje de ‘Todos a la cárcel’. Foto: Rafael Maluenda.

Pocos ajenos al mundo del cine saben cuál es la responsabilidad del ayudante de dirección; he conocido personas con cultura que piensan que su cometido es llevarle los cafés al director, y poco más. Y creo que la palabra “ayudante” contribuye al equívoco –y también a que en la Academia de Cine aún no hayamos admitido la figura del ayudante como sí hemos hecho con la del director de producción, por recurrir a un ejemplo equivalente–.

El ayudante de dirección tiene, entre sus funciones, la de organizar el plan de rodaje y sus plazos, en comunicación constante con el director y con la producción. Establece el orden en que se rodarán las secuencias, marca los tiempos de trabajo en rodaje de cada uno de los departamentos, se encarga con ellos de que todo cuanto es necesario en cada toma esté listo puntualmente.

Elabora también, de acuerdo con la producción, la orden de trabajo de cada jornada, que se distribuye al final del día previo; en ella vienen reseñadas todas las necesidades del día siguiente, y cuanto consigna es imperativo. Alguien me había dicho que el ayudante de dirección era como un gran guardia de tráfico en rodaje, pero creo que se quedaba corto. Me parece una de las funciones más difíciles entre los oficios del cine.

Aunque la orden de trabajo –por mi condición de voluntario– no me obliga, llego cada mañana a primera hora, a la vez que los de producción, cuya citación es la más temprana –con los decoradores–; al acabar la jornada, me voy cuando se van los últimos. He decidido hacerlo así, para no desaprovechar el privilegio de esta escuela única que es un rodaje de Berlanga; aunque también porque ese espacio de rodaje ejerce sobre mí un magnetismo irresistible, y me cuesta marcharme a casa.

Galería (carcelaria) de actores berlanguianos

El hecho de que, por mi incorporación una vez definido el equipo, no sea yo un meritorio “oficial” –como sí lo son Raúl Albero, Maite Pastor y Alberto Ramírez–, tiene sus ventajas. Puedo moverme con mayor libertad y estar pendiente del trabajo por fases de los distintos departamentos en cada escena, así como asistir a las italianas y los ensayos con cámara sin tener que estar pendiente de obligaciones.

Logro hacerme con un guión, y por las noches repaso las secuencias que rodaremos al día siguiente, para llegar con los deberes hechos. Ahora bien, el guión de ‘Todos a la cárcel’, a diferencia de otros que había leído, es a menudo un listado de diálogos con escasas indicaciones para el actor. Luis me explica que no necesita meter mucho rollo en el guión porque, una vez ha escogido a los actores, ya sabe qué van a aportar a sus personajes: qué van a hacer y cómo lo van a hacer.

–Si lo hemos escrito para Saza, lo que me importa es hasta dónde es capaz de llevar al personaje. Yo le doy los diálogos y las acciones principales, pero el personaje es cosa suya, que por algo es el actor.

Es un guión de Luis y de su hijo Jorge, a quien no conoceré durante este rodaje, pero seremos estupendos amigos años después. Su talento y brillantez, su afabilidad, y una elegancia próxima al dandismo hacen de Jorge Berlanga uno de esos personajes con una capacidad de seducción que emparenta con la del padre.

Cada nuevo día el rodaje me parece una aventura, una constante sorpresa. A los actores ya mencionados se siguen sumando otros igualmente grandes, admirables, populares: Amparo Soler Leal, José Luis López Vázquez, Luis Ciges, Antonio Gamero, Mónica Randall, Juan Luis Galiardo, Antonio Resines, Miguel Rellán, Joaquín Climent, Eusebio Lázaro…

Mientras rodamos unas tomas en el patio de la cárcel, veo acercarse, desde la puerta de las galerías, a un personaje popular a quien no asociaba con la profesión actoral. Creo que no había vuelto a saber de él desde que le veía en las mañanas televisivas de los sábados de mi niñez, en los años setenta. Torrebruno llega hasta el punto en el que rodamos, y aguarda prudentemente a que la toma esté acabada.

Al ver que le miro, me saluda en silencio, sonriendo, con una inclinación de cabeza, a la que correspondo. Se corta la toma, y se acerca a Luis. Se dan un abrazo, con afecto sincero. Por la conversación, deduzco que también actúa en la película. No empieza hasta el día siguiente, y Luis le invita a sentarse con nosotros. Vuelve a mirarme y sonrío de nuevo; él hace lo mismo entornando los párpados, como intentando ubicarme.

–¿Nos conocemos? –con su característico acento.
–Usted no me conoce a mí, lógicamente, pero yo he crecido con usted.
–Bueno, bueno, creciste sólo tú, porque yo me he quedado chiquito.

Así, literalmente. No hay aquí un intento de comicidad por mi parte. Lo ha dicho tal cual, y sin pestañear, sin sobreactuar. Descubro a un Torrebruno de abierta simpatía, que gana en seguida el respeto del equipo. Soy testigo en varias ocasiones de comentarios, tanto de Luis como de otros, alabando la profesionalidad y el carácter del showman italiano.

Cada día busco juntarme con los que más admiro: Sazatornil, Rafael Alonso y Manuel Alexandre. Con frecuencia como con ellos –desde que el jefe de producción descubrió que yo llevaba mi bocadillo para comer aparte, y me dijo que, en lo sucesivo, yo comía en el catering con el equipo–.

El segundo día de rodaje, después de habernos saludado varias veces el día anterior, el gran Saza se acerca durante un descanso y, muy afable, y tratándome de usted pese a mi juventud, me pregunta cuál es mi cometido en la película. Le explico que quiero dedicarme al cine, y que Luis ha tenido la generosidad de permitirme el acceso al rodaje. Saza me da la enhorabuena, y me dice que no he puedo tener mejor escuela que un rodaje de Berlanga.

‘Saza’ y Maluenda en el jardín de la Cárcel Modelo de Valencia, durante el rodaje. Foto: Colección Rafael Maluenda.

Saza comparte conmigo algunos aspectos relevantes sobre la dirección de cine. Es el primero que me dice que si, en una escena, el espectador se da cuenta de que hay un descosido en la cortina del fondo, algo estamos haciendo mal con la emoción o la comicidad de la acción.

–En el cine, lo que cuenta para el espectador es lo que se ve. Eso sí: también he conocido a directores que les cuesta trabajar con esta lógica, y si en la escena de un banquete hay en la mesa una fuente con campana, aunque la campana no vaya a levantarse durante la acción, esos directores exigen que, debajo de la campana, ¡haya manjares y todo! ¡Hombreee…! –ladea la cabeza en su modo tan característico–.

Le cuento que he leído que Stroheim era de esos.

–Así era Iquino también: necesitaba recrear todo el ambiente real. Buen director Iquino, ¿eh?, de todos modos. Luis es más sencillo, y no se entretiene con lo que no se ve, sino con lo que se transmite al público.

Cuando Saza está interpretando, los actores más jóvenes que no intervienen en la escena no le quitan ojo. Le estudian. Tras el ¡corten! de Luis, hay entre ellos cierto regocijo por el gozo de ver la composición de Saza. Ríen. Pronto me doy cuenta de que la admiración a Saza es general, incluso entre sus compañeros de generación.

Rafael Alonso, por ejemplo, otro actor enorme, estuvo durante casi toda una comida comentándome la maestría de Saza, con ejemplos concretos de películas y obras de teatro: con sólo el modo en que posa la mano sobre el hombro de otro actor, es capaz de transmitir todo el carácter de su personaje.

Berlanga repasa una escena con Chus Lampreave y José Sazatornil ‘Saza’. Foto: Colección Rafael
Maluenda.

El mismo Luis es un admirador absoluto de Saza.

–Es un actor prodigioso. Con nadie me he reído tanto como con él; y da igual en qué papel o en qué película, yo me rindo a lo grande que es. Eso sí, cámbiale una palabra del texto y se pierde, porque lo ha memorizado todo exhaustivamente.

Así comprendo por qué, a punto de cada toma, Saza se mueve en un rincón pasando texto, murmurando los diálogos. A veces, Luis le cambia deliberadamente alguna palabra, o la frase que le da el pie, porque quiere mantenerle en guardia.

Luis tiene una admiración completa por esa generación de actores que son espectaculares –muchos de ellos cabeza de compañía teatral– capaces de hacer cualquier cosa y que, no obstante, tienen la generosidad de aceptarle un papel de una o dos secuencias cuando les llama para una película. Algo que, lamentablemente –dice– ya casi se ha perdido.

Luis se rebela cuando a todos estos actores se les llama secundarios. ¡Ni hablar! Su papel, aunque muchas veces corto, es esencial en la película. Aportan una credibilidad insuperable.

Luis prefiere hablar de actores característicos, o de actores genéricos, una gran escuela entre los cómicos españoles para la que no encuentra repuesto en sus nuevas películas; porque José Isbert, Amelia de la Torre, Alberto Romea, Julia Caba Alba, José Orjas, Félix Fernández, Antonio Riquelme, Guadalupe Muñoz Sampedro, Juan Calvo… han ido desapareciendo, y no hay continuidad para ese tipo de actor. Quedan varios, aún, en ‘Todos a la cárcel’.

Rafael Alonso, José Sazatornil ‘Saza’, Rafael Maluenda, Manuel Alexandre y (de espaldas) Juan Luis Galiardo en el rodaje de ‘Todos a la cárcel’. Foto: Colección Rafael Maluenda.

(Continuará)

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