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Longevidad
Reflexiones en torno al incremento de la esperanza de vida
Vivimos más que nuestros padres, mucho más y mucho mejor que nuestros abuelos y bisabuelos. No es suficiente. Insatisfechos, insaciables por naturaleza, no nos conformamos con haber alcanzado la existencia más larga que se le permite al homo sapiens sobre la Tierra y ansiamos conquistar un nuevo espacio vital más allá de las fronteras conocidas.
Es lo que proclaman una legión de expertos en longevidad que anuncian el advenimiento de una cuarta o quinta edad más allá del oro –¿la del diamante?– que nos permitirá cruzar el umbral del siglo y seguir adelante. El tema no cala todavía en una sociedad agobiada por problemas urgentes como la crisis de la vivienda, el cambio climático, la amenaza de la ultraderecha, la creciente injusticia social, la quiebra del sistema de pensiones y otros andamios del Estado del bienestar. “¡¿Qué me cuentan de vivir 120 años si no puedo llegar ni a fin de mes?!”.
No es fácil saber si esos pretendidos expertos, que compiten en el mercadillo digital con educadores caninos y gurús de la felicidad, son visionarios dignos de crédito o embaucadores vendedores de crecevidas en vez de crecepelos.
Antes de atender sus cantos de sirena hay que preguntarse si el esquilmado planeta, que a partir del séptimo mes de cada año ha agotado su capacidad de recuperación, dará abasto a una creciente población en la que los centenarios no serán la excepción, sino la regla. Un mundo en el que los niños tendrán, además de cuatro abuelos, ochos bisabuelos y algún tatarabuelo que invitar en Nochebuena. ¡Menuda lluvia de regalos y estrenas!
Lo que parece un lejano horizonte se aproxima a velocidad de vértigo. según un estudio del Instituto Max Plank de Investigaciones Demográficas, la estructura de las familias es cada vez más fina y alargada. En los años 50, una persona de mediana edad tenía más de medio centenar de parientes vivos, mientras que hoy no llega a la mitad. Tíos, primos y cuñados han entrado en fase de extinción, lo que no deja de ser un alivio.
En contrapartida, la red de apoyo familiar, que tantas veces nos saca las castañas del fuego, se reduce. Una realidad que sufre, especialmente, la llamada generación sandwich, responsable de hijos adolescentes y padres con diverso grado de dependencia. ¿Los Estados serán capaces de llenar esas crecientes lagunas de asistencia social?
La historia de la humanidad es una crónica de muertes provocadas por todo tipo de pandemias y catástrofes naturales, o por la mano del hombre en guerras, genocidios y todo tipo de conflictos. Desde otra óptica, puede interpretarse como una lucha por prolongar la vida y cancelar la muerte, o al menos burlarla y retrasar su llegada.

Hasta los robots se resisten a desaparecer y reclaman una prórroga a su creador. Como Roy Batty en ‘Blade Runner’, cuyo monólogo bajo la lluvia, repetido hasta la saciedad, se ha convertido en una parodia o caricatura de ese afán de seguir respirando. Vivir eternamente está descartado, por supuesto, aunque siempre nos quedará la ficción para satisfacer ese deseo imposible.
Ahí están los vampiros, monstruos chupasangres dueños de su destino hasta que algún aguafiestas les clava una estaca en el corazón, que han inspirado un sinfín de relatos, desde los clásicos a la versión adolescente de ‘Crepúsculo’, la divertida serie ‘Lo que hacemos en las sombras’ o ‘Los originales’, un desfile de bellezas vampíricas.
Las recientes revisiones de ‘Drácula’, de Luc Besson, objeto de un buen varapalo por la crítica, y la polémica ‘Nosferatu’, de Robert Eggers, demuestran la vigencia de estas aves nocturnas con sed de hemoglobina.
Eva García Sáenz de Urturi publicó el pasado año una trilogía, ‘La saga de los longevos’, en cuya calidad literaria no voy a entrar, típico producto mainstream que cosechó cierto éxito. Mejor recuerdo guardo de la primera entrega de la saga ‘Higlander’ (‘Los inmortales’), de Russel Mulcahy, aunque supongo que si la viera ahora me parecería algo pueril.
Un puñado de individuos inmunes a la muerte se enfrentan a lo largo de los siglos en duelos de decapitación porque “solo puede quedar uno” con la cabeza sobre los hombros. Las imágenes del áspero paisaje escocés, la música de Queen y un Sean Connery en su plenitud mantienen, sin embargo, su atractivo.
Instalados en el primer tercio del siglo XXI, lo que parecía ciencia ficción se aproxima cada vez más a la realidad. En gran parte del mundo la esperanza de vida supera los 80 años y el número de centenarios no deja de aumentar. Ellos son la clave.
¿Si esos han cumplido los 100 años por qué otros no? ¿A qué se debe su resistencia a la erosión del tiempo? Los mentados expertos han acuñado el término ‘Zonas azules’, que incluye las comunidades donde la gente vive más y en mejor estado: Okinawa, Cerdeña, Icaria, Loma linda y Nicoya, situadas en Japón, Europa y América.

Aparte de un factor genético, atribuyen su longevidad a una saludable alimentación centrada en productos frescos de temporada, legumbres, etcétera. Carne, la mínima, una vez a la semana, lo que supone unos seis kilos al año, frente a los 110 kilos que se consumen en Estados Unidos y otros países.
Como ejercicio ideal, uno de estos expertos, Dan Buettner, sugiere cultivar un jardín o una huerta, pues los movimientos que implica arar, sembrar, desbrozar o abonar son excelentes para conservar la forma. No me extrañaría que los gimnasios más innovadores creen una nueva actividad basada en la horticultura y la jardinería, aunque no sabemos si es mejor plantar tomates o melones. ¿Rosas o geranios?
Bromas aparte, detecto un inquietante paralelismo entre estos santones de la longevidad y los predicadores que prometen el paraíso. En sus sermones y homilías esgrimen similares dogmas, mandamientos, catecismos, ayunos y penitencias. Y pecados capitales.
Si para la religión católica son los famosos siete de ‘Seven’, para los creyentes de la longevidad son muchos más: alcohol, tabaco, azúcar, carne, alimentos procesados, bebidas azucaradas… y, especialmente, ¡el sedentarismo! Hay que moverse para ganar años de vida aquí en la tierra, que del cielo no tenemos noticias.
Pese a todo, creo que nos sale más rentable optar por la eternidad que por la longevidad. Mi conclusión es que el ser humano está programado para construir mecanismos mentales que repriman sus íntimos deseos por un miedo terrible a disfrutar sin trabas del placer y de la libertad. Tal vez porque, en el fondo, es consciente de ser una criatura depredadora y destructiva, hasta de su propia felicidad.
Quizá en un futuro nuestros descendientes soplen 120 velitas si no se interpone un cataclismo como los que enterraron a civilizaciones pretéritas que fueron pujantes. La nuestra parece indestructible, pero su complejidad la hace especialmente vulnerable. Ya hay quien, temerosos de un probable apagón universal, cortan con el sistema y crean pequeños núcleos autosuficientes: placas solares, alberca, cerdo, cabra, gallinas y una huerta. A la vieja usanza.
Es probable que se cumplan las predicciones de los profetas de la longevidad, pero será a costa de profundizar todavía más la brecha entre ricos y pobres; una fractura vital que siempre ha existido, pero que alcanzará fondos abisales. La ciencia podrá, si no revertir, sí frenar la senescencia, el proceso de envejecimiento celular a base de técnicas y tratamientos que hoy son materia experimental. El gran desafío que se presenta es si, a tan avanzada edad, podremos seguir disfrutando plenamente de la belleza, de la cultura y del arte.

A medida que nos hacemos mayores cambia la percepción de las experiencias estéticas y artísticas. La profunda emoción que en la juventud produce un crepúsculo, un plenilunio o una obra de arte se atenúa, a cambio de una mayor comprensión aportada por la madurez. A partir de cierta edad, diferente para cada persona, la incesante repetición de estímulos genera una suerte de distanciamiento indiferente.
A los niños les gusta que les cuenten mil veces la misma historia porque sus mentes son páginas en blanco que absorben como esponjas. Después de devorar infinidad de libros, películas, músicas y obras de arte, los mayores necesitamos menús más sofisticados, variados y ricos en proteínas para hacer una buena digestión. Y llega un momento en el que todo parece tener el mismo sabor. Un sabor a sabido, si no directamente a insulsa o vomitiva bazofia.
Además, y para mayor inri, la brecha generacional cada vez más amplia hace difícil conectar con las creaciones de los que vienen detrás. En resumen, no solo hay que pensar en cambiar las piezas del motor, ese maldito y formidable cuerpo humano con tendencia a desgastarse, a averiarse, sino también en formular el combustible que lo alimente hasta su fecha de caducidad.
No quiero ser pájaro de mal agüero. Al margen de estas consideraciones algo pesimistas, el deseo de prolongar la vida es un empeño estimulante y legítimo. La vida es el bien más valioso y nos aferramos a ella con uñas y dientes, aunque nos hayan cercenado las manos y arrancado hasta la última pieza dental.
Por sobrevivir un día más somos capaces de hacer cualquier cosa, incluso la más terrible, y aguantar padecimientos que creímos insoportables. Pero esa certeza no impide alentar una reflexión sobre si estaremos en condiciones de pagar el elevado precio, el riesgo a aburrirse mortalmente que puede implicar vivir más de 100 años.
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