Jafar Panahi

#MAKMAAudiovisual
‘Un simple accidente’, de Jafar Panahi
Reparto: Ebrahim Azizi, Madjid Panahi, Vahid Mobasseri, Mariam Afshari, Hadis Pakbaten y Delmaz Najafi
Fotografía: Amin Jaferi
105′, Irán, 2025
Palma de Oro en el Festival de Cannes 2025

Ocurre con frecuencia que, en el debate cotidiano (o discusión, cabría decir; hoy ya no se debate realmente casi nada), nos enfrentamos ante la disyuntiva de aclarar la diferencia entre una simple pieza de entretenimiento y una obra de arte. Hay varias razones por las que, en este nudoso campo de confrontación, aunque nos parezca a simple vista muy obvio, no es fácil llegar a conclusiones definitivas.

La primera razón, intuyo, tiene que ver con la imposibilidad de establecer una línea dura, radicalmente perfilada, entre lo que cada uno pueda percibir que se encuentra a un lado u otro de dicha frontera. El otro problema reside en tratar de definir concretamente qué hace de particular una obra de arte de algo que no lo es.

Pongamos, por ejemplo, que consideramos una pieza de arte si esta mueve al espectador a un tipo de reflexión política, filosófica o estética. Pero entonces nos encontramos con que, si nos ponemos, cualquier narración nos habla, de alguna manera, de algo, invitando al espectador a realizar algún tipo de reflexión.

Incluso la producción televisiva más popular nos guiará por algún tipo de asunto que se pone en juego: el amor, la amistad, los celos, la codicia… Quizá la diferencia se encuentre en si ese camino de reflexión es lo suficientemente complejo como para no dar nada por sentado y colocar al espectador en una posición de radical incomodidad sobre aquello que pensaba o creía antes de enfrentarse a dicha obra. Algo de todo esto pasa con la última película del director iraní Jafar Panahi.

Un simple accidente. Jafar Panahi

‘Un simple accidente’ nos pone ante una situación en apariencia cotidiana. Una familia compuesta por un padre, una madre y su hija viajan en un coche de camino a su casa. Es noche cerrada, la carretera parece poco transitada y la madre está en un estado de embarazo avanzado. De repente, la aparición de un animal provoca una colisión, obligando al padre a detenerse.

Tras comprobar la muerte del animal (un perro), el hombre regresa al coche para descubrir que, tras el golpe, este tiene problemas para ponerse en marcha de nuevo. Pero, gracias a la aparición inesperada de un hombre que pasa por allí, la familia consigue llegar hasta un pequeño taller donde podrán arreglar el vehículo.

Así, mientras el desconocido inspecciona su coche, el padre se adentra en el taller en busca de una caja de herramientas. Es entonces cuando descubrimos a Vahid, otro hombre que, por ciertos gestos, parece haber reconocido al padre, al que, más tarde, seguirá hasta su casa una vez el coche ha sido reparado.

Fotograma de ‘Un simple accidente’, de Jafar Panahi.

Al día siguiente, tras una noche de estrecha vigilancia, Vahid ataca al padre en plena calle y lo secuestra. Vahid cree que se trata de Eghbal, alias Pata de palo, su antiguo torturador. Lo ha reconocido por su extraña forma de caminar, culpa de una prótesis que tiene por una de sus piernas (de ahí el mote). Pero Vahid tiene otro problema cuando Eghbal no reconoce la acusación: dice que se ha equivocado de hombre. Entonces, Vahid duda. Para consumar su venganza, tendrá que certificar su identidad.

Cabe decir muchas cosas de esta última película de Jafar Panahi. Lo primero es la sorprendente llaneza con la que se mete en un asunto ciertamente complejo, como veremos. Se queda uno pasmado ante la sencillez, eficacia y potencia dramática con la que el realizador iraní se va metiendo al espectador en el bolsillo. Al principio de la cinta, uno se siente desconcertado.

Puede llegar, incluso, a recelar de las intenciones de su extraño personaje protagonista, pues su comportamiento parece el de un demente cuyo juicio se encuentra anegado por una ridícula obsesión. Pero, según va uno comprendiendo por dónde van las cosas, todo va cobrando sentido, acabando por dejarse enmarañar en un laberinto de emociones que tendrá que gestionar de la mejor manera posible, porque lo que cuenta Jafar Panahi en esta cinta es realmente duro, aunque no siempre lo parezca.

Para apuntalar esa sencillez, Panahi fía su película a una estructura dramática que bien podría remitirnos a ‘La soga’, la película de Alfred Hitchcock. Panahi plantea una duda, y todo el periplo de sus personajes consistirá en tratar de despejarla. La tarea parece sencilla: reconocer la identidad de un hombre; pero no lo es, sobre todo porque esa certificación debe estar fuera de cualquier posible error, pues está en juego la vida de otro hombre; quizá un asesinato.

Fotograma de ‘Un simple accidente’, de Jafar Panahi.

Y lo peor de todo es que, para ello, no basta con el reconocimiento físico, algo también dudoso, pues la mayoría de las víctimas de los supuestos actos criminales que cometió este Pata de palo nunca le vieron la cara. Necesitan, por tanto, su confesión. Pero ¿cómo conseguirla?

Sencillez en el planteamiento del conflicto que convive con la sencillez de una puesta en escena diáfana y sin fisuras. De todos es conocido el periplo que ha sufrido el propio Panahi como consecuencia de su relación con el régimen político de su país.

Condenado, primero, a seis años de cárcel (de la que saldría en libertad condicional) y a sufrir la prohibición de hacer películas durante veinte años, Panahi siguió haciendo cine de manera clandestina, algo que se tradujo en unas formas casi documentales que han caracterizado su obra más reciente.

Cierto es que hoy esa restricción ha sido levantada, pero, como ha comentado el propio realizador en alguna entrevista, esas formas de rodar han permeado su mirada, como se comprueba de nuevo en esta producción.

Panahi no necesita de filigranas. Filma de manera directa, tratando de mostrar lo que cuenta sin inmiscuirse, evitando el subrayado al dejar que las cosas sucedan ante los ojos de un espectador que asiste a los hechos como alguien que, simplemente, pasaba por allí.

Esa forma de rodar, poniendo la cámara al servicio de las emociones, da como resultado una profusión de planos de conjunto en el que los personajes conviven, sufren, dialogan y se enfrentan los unos a los otros sin interferencias de cambios de plano ni movimientos de cámara subyugantes. De esa convivencia en el plano, surge una naturalidad que impregna a una película que se siente, sobre todo, profundamente cercana.

Fotograma de ‘Un simple accidente’, de Jafar Panahi.

Personajes que funcionan –otra de las virtudes de esta propuesta– no tanto por sí mismos, sino como representaciones, lo que le da al conflicto que plantea la película un carácter universal. Así, Panahi utiliza a sus criaturas para plantearnos los distintos puntos de vista sobre los que abordar las cuestiones que pone en pantalla. No son tanto quiénes son, sino aquello que encarnan.

De esta forma, Vahid, el hombre que secuestra al supuesto torturador, es un hombre atemorizado al que la experiencia de la cárcel dejó una huella insalvable en un carácter que ha quedado marcado para el resto de su vida. Animado por la necesidad de redimirse de sí mismo, de salvarse de una vida que considera condenada física y psicológicamente, toma una decisión impulsiva, pero su fragilidad, la huella de esa experiencia, será un lastre difícil de superar. Por eso no puede actuar solo.

Ahí es cuando aparece Golrokh, otra de las víctimas, una mujer prudente y cabal, pero cuya entereza y aparente serenidad esconde una personalidad de hierro que acabará aflorando. En las antípodas de ambos se encuentra Hamid, para quien, seguro de sí mismo, no cabe otra respuesta que la venganza antes de que su víctima se vuelva de nuevo contra el grupo.

A través de todos ellos, Panahi pone en el centro del tablero al propio espectador, al que le lanza dos preguntas. La primera nos remite al proceso de identificación, como si el director iraní nos preguntara directamente en cuál de esos personajes nos reconocemos. Y funciona. La otra pregunta sería: ¿qué harías tú si estuvieras en su lugar?

Fotograma de ‘Un simple accidente’, de Jafar Panahi.

Esa universalidad de los personajes se traslada también a las propias situaciones a las que nos vamos a enfrentar. Y ahí, de una manera para nada evasiva, Panahi trata de ocultar todo el tiempo cualquier pista que, salvo por algún pequeño detalle dejado caer cuando la película está muy avanzada, nos permita identificar no solo los espacios, el país, sino el contexto político y social concreto en el que se desarrollan esos hechos.

Basta mirar la nacionalidad de la película para hacernos una idea de a qué situación se nos remite, pero está deliberadamente disfrazada, oculta, a lo largo de la narración. Y esto es así porque, concluimos, no es relevante. Lo que importa no es identificar un lugar concreto, ni siquiera es importante remitirnos a un conflicto particular.

Panahi nos introduce en un espacio imaginario, un lugar y un conflicto cuyos ejes nos son fácilmente reconocibles precisamente porque son comunes a muchos lugares y conflictos que se han dado, se dan y se pueden seguir dando en el futuro en cualquier parte del mundo. Dentro de cien años podremos ver esta película y seguiremos comprendiendo qué nos quiere decir.

De las muchas cuestiones a las que nos enfrenta ‘Un simple accidente’ (título ciertamente provocativo, de dobles y triples connotaciones, pues aquí todo es simple y complejo a la vez), hay tres cuestiones que cruzan la película de un extremo a otro. La primera nos remite a la fragilidad de eso que llamamos libertad. Esto no es algo que quede expresado tácitamente en la película, pero navega sobre las aguas subterráneas sobre las que los personajes tratan de sobrevivir.

El pobre Vahid, por ejemplo, fue detenido tras reclamar un sueldo que le debían. Panahi nos pone a través de sus personajes ante una situación francamente inquietante: cuidado, porque eso que tu consideras como la normalidad no te pertenece enteramente, aunque lo parezca. Basta con que alguien tome una decisión arbitraria para arrebatártela sin más.

Esta cuestión nos confronta ante otros dos asuntos que aparecen estrechamente enlazados. El primero de ellos nos remite a la idea del abuso de poder. De nuevo, se repite el esquema: arriba los gobernantes, abajo los gobernados. Y es inapelable. Abuso que, en esta ocasión, Panahi asocia con la cuestión del fanatismo nacionalista.

Sabe por experiencia de lo que habla, pues, como ha dejado claro en alguna entrevista, el director iraní se basó en su propia experiencia en prisión y en la de otros detenidos por el régimen para construir a sus personajes, lo que sin duda da una carga de verismo a lo narrado.

La cuarta cuestión a debatir está relacionada con un cierto humor, a pesar de las circunstancias, que empapa toda la película. Un humor que surge, de un lado, del aparente absurdo de algunas de las situaciones planteadas y, de otro, de la propia humanidad de los personajes, de su inocencia congénita, de su ingenuidad. Una dolorosa ingenuidad.

¿Debemos renunciar a dicha ingenuidad para protegernos de los abusos del poder?, nos plantea el director iraní. ¿Es esa ingenuidad, esa humanidad, nuestra mejor cualidad o la causa de nuestras desdichas? ¿Se puede luchar moralmente contra la inmoralidad? ¿De qué sirven los escrúpulos, los valores, cuando nos enfrentamos al mal en su estado más puro? Preguntas que Jafar Panahi no puede responder, quizá porque no tenga una respuesta clara. O quizá sí, quién sabe. Una merecidísima Palma de Oro de Cannes.