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‘The end’, de Joshua Oppenheimer
Reparto: Tilda Swinton, Michael Shannon, George MacKay, Moses Ingram, Lennie James, Tim McInnerny, Bronagh Gallagher, Danielle Ryan
Música: Josh Schmidt
Fotografía: Mikhail Krichman
148′, Dinamarca, 2024
La regeneración de los géneros clásicos se da de manera cíclica en la industria del cine. Lo hemos visto en muchas ocasiones con el cine negro, por ejemplo, quizá el que mejor ha soportado el paso de las décadas y que con mayor éxito ha sabido sostener el interés del gran público.
También el western parece haber encontrado su acomodo dentro de la producción internacional, tanto en el cine de autor como en la pequeña pantalla (caso de series de éxito como ‘Yellowstone’, no por casualidad, producida y protagonizada por Kevin Costner). En la última década y media, otro de los géneros que ha sufrido este trabajo revisionista ha sido el musical.
No cabe duda de que el honor de este nuevo interés por el género cantado le corresponde a ‘La La Land’ (2016), la cinta del norteamericano Damien Chazelle, una pieza aclamada por público y crítica con la que iba a lanzar su carrera.
Desde entonces, directores como Greta Gerwig, con ‘Barbie’ (2023), los franceses Leos Carax, con ‘Anette’ (2021), o Jacques Audiard, con ‘Emilia Pérez’ (2024), han intentado seguir esta estela. Incluso en España nos hemos atrevido con el asunto de la mano del catalán Carlos Marques-Marcet, responsable de ‘Polvo serán’ (2024), su última producción. A esta lista se une el último trabajo del hasta ahora documentalista estadounidense Joshua Oppenheimer.

Con ‘The End’, Oppenheimer da el salto a la ficción con una obra que aspira también a renovar o, como poco, explorar las posibilidades del género en este siglo XXI. O, quizá, sería más acertado hablar de géneros, pues a la parte musical habría que sumar también los elementos argumentales propios de la ciencia ficción.
‘The End’ nos sitúa en un futuro inconcreto pero no demasiado lejano. Tras una debacle global, la humanidad ha sido diezmada o condenada, entendemos, a un mundo que se consume entre llamas. Solo una familia ha sobrevivido en condiciones a este apocalipsis, resguardada en un lujoso búnker oculto bajo una mina de sal. La familia la componen el padre, la madre, su único hijo, una amiga del matrimonio que hace las funciones de sirvienta, un cocinero y un médico (aquí, ningún personaje tiene nombre propio).
Cuando arranca la narración, comprendemos que, siendo que la mayoría de los miembros de la familia han traspasado ya cierta edad, el futuro de su supervivencia recae sobre el hijo. En este contexto, todo parece desarrollarse en franca armonía hasta que, un día cualquiera, una joven se presenta a la puerta de este peculiar oasis. Y ahí empiezan los problemas.
A nadie se le escapa que la reputación ganada por Oppenheimer con sus dos piezas anteriores, ‘The Act of Killing’, y su continuación, ‘La mirada del silencio’, le han permitido acceder al presupuesto necesario para llevar adelante esta lujosa producción en la que han intervenido hasta seis países diferentes (Dinamarca, Irlanda, Alemania, Italia, Suecia y Reino Unido).

Pero también sucede con frecuencia que, contrariamente a lo que se suele creer, conceder a un autor una gran libertad de medios y, según parece, creativa, puede no ser una buena idea. Algo de esto se vislumbra tras las imágenes de una cinta cuya mayor crítica creo que reside ahí, en esa falta de límites que se traduce, a su vez, en una falta de concreción que se ha trasladado a cada uno de los aspectos formales y estéticos de esta propuesta.
En 1999, las hermanas Wachowski revolucionaban el cine de ciencia ficción con una de las obras más redondas que ha dado el género en toda su historia: ‘The Matrix’. Un relato en el que nos proponían una lúcida reflexión sobre el mundo contemporáneo en el que el sujeto común quedaba reducido a una pila que proporcionaba energía a un sistema dominado por las máquinas.
Basta mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta de que, en cierto modo, el símil propuesto por las Wachowski se ha cumplido, incluso, más allá de lo que entonces ellas mismas aspiraban a representar. En la era de las redes sociales y la inteligencia artificial –entonces, aun en pañales–, el ciudadano parece que ha cedido parte de su energía vital a un sistema electrónico en el que se ha creado una vida alternativa, entregándole una identidad de la que se alimenta en forma de jugosos réditos económicos.

Ahora bien, desde su inesperado éxito, las Wachowski no han conseguido volver a alcanzar aquel nivel de claridad narrativa y discursiva, cayendo en un bucle de ideas de inspiración seudofilosófica, psicologista o místico-religiosas tan enrevesado y confuso como profundamente trivial. Y, lo peor, muy aburrido.
Las hermanas Wachowski no han sido las únicas que han incurrido en esta deriva o tentación. Cintas como ‘Interestellar’, de Christopher Nolan, ‘La llegada’, de Denis Villeneuve, o ‘Ad Astra’, de James Gray, han querido usar la CiFi como soporte para elucubraciones en torno a nuestro futuro o la misma condición humana de un menor calado de lo que su cascarón formal y dramático trataba de esgrimir. Algo parecido sucede en ‘The End’.
Varias son las reflexiones a las que quiere animarnos Joshua Oppenheimer. La primera de ellas se referiría al propio peligro que nos acecha si no hacemos las cosas bien. No dice Oppenheimer qué es eso que provocará nuestra caída, solo nos advierte de que esta es inminente o que puede suceder, así que es mejor que reflexionemos sobre el asunto. Esto no es algo que surja de la trama, sino que, de alguna forma, está implícito en la propia premisa del relato –al dar por hecho que ya ha sucedido– como una pura confirmación.
El otro aspecto sobre el que nos quiere invitar a meditar es sobre la construcción de nuestras identidades. En este aspecto, ‘The End’ usaría el contexto del género como embalaje para una disertación sobre la propia condición humana. Como hemos dicho, la vida de esta familia, protagonista del relato, transcurre en relativa armonía. Sin embargo, según se nos vaya revelando cierta información, iremos descubriendo que esta armonía se sostiene sobre la deliberada ocultación de un pasado que, por distintas razones, han idealizado a conveniencia.
A medida que este pasado se va desvelando, la mentira ira cayendo, dejando a la luz sus más oscuras debilidades. Una verdad que dará paso al desengaño y, con él, al fin de todo el sistema de dogmas en el que se sostiene la estructura de esta –descubriremos– frágil comunidad.

Íntimamente asociado con la cuestión anterior, ‘The End’ nos lanza otra pregunta igualmente peliaguda y que tendría relación con cómo conformamos la realidad misma. A diferencia de los demás miembros de la familia, el hijo no ha conocido otro mundo que ese búnker en el que vive, lo que lo hace permeable al relato que el resto le hace de lo sucedido en ese oscuro pasado. Este relato conformará todo su mundo de creencias.
Como en el mito de la caverna de Platón (el símil con la mina de sal no es gratuito), el hijo solo percibe sombras de un mundo que dice conocer y que no se revelan como tales hasta que alguien del exterior trunque esta representación. Cuando la chica entre en escena, aparecerá otro relato que incitará a más preguntas cuya respuesta terminará por destruir la farsa.
A pesar de esto, Oppenheimer no quiere condenar a sus personajes, quizá porque no quiera condenarnos. Dos vías de expiación aparecen en ‘The End’. La primera de ellas vendrá, precisamente, de esa revelación de la verdad que, a pesar de sus trágicas consecuencias (que no contaremos), se ve en su película como único camino de sanación de unas heridas: la de nuestros pecados pasados, que siguen supurando por mucho que nos esforcemos en esconderlas. La otra surgirá a través del amor, única esperanza de esta familia y, por extensión, de toda la humanidad.
Pero el problema en ‘The End’ no viene tanto de la mano de estos mensajes o enseñanzas a las que Oppenheimer trata de acercarnos como de una arquitectura formal de dos horas y media de duración, cuyo supuesto conflicto no despega hasta prácticamente pasada una hora de metraje, durante la cual, Oppenheimer, más que contarnos cosas, se deleita en la descripción de personajes y escenarios. El otro problema radica en las escasas consecuencias dramáticas que conlleva esas mismas reflexiones.
Enredado en la forma, seducido por los espacios y lo ocurrente de su premisa, Oppenheimer se olvida de construir un recorrido dramático por el que, como espectadores, podamos transitar. Y es que, una vez dicho lo que toca decir o mostrar, nada de todo ello nos dirige hacia ninguna consecuencia precisa.
Para ocupar todo ese tiempo de metraje, Oppenheimer se deleita en escenas en las que los personajes, más que dialogar, divagan sobre sí mismos o sobre ese mundo que ya hemos destruido; y lo hacen, además, en un tono tan críptico que resulta difícil seguir la conversación.
De hecho, con frecuencia, uno tiene la sensación de que muchos de esos diálogos no son más que una concatenación de palabras enlazadas sin un predicado claro, quedando en un murmullo de fondo al que es costoso prestarle atención, no por su complejidad –porque el mensaje de la película es muy sencillo–, sino por el agotamiento al que nos induce un circunloquio que no parece tener un objeto, sin principio ni final.
A esto hay que añadir unos números musicales igualmente afectados, que no aportan nada al (engañoso) desarrollo del argumento, sino aún mayor redundancia. Este problema queda expuesto en la propia escritura de las canciones, musicalizadas de tal forma que, a veces, es difícil distinguir la melodía, y cuyas letras parecen más bien una especie de monólogos adornados con unos leves tonos armónicos, de tal forma que, por momentos, se nos antojan improvisadas.
Mención especial merece una puesta en escena para estas secuencias que no responden al tono de la música, como si el propio Oppenheimer se sintiera, él mismo, tan despojado de ese sentido profundo al que aspira su criatura que no supiera qué hacer con ellas, adornadas con unas coreografías que parecen pensadas para esa otra película posible que, quizá, tenía en su imaginación, pero que no ha conseguido construir.
Oppenheimer cae en la trampa en la que caen muchos directores contemporáneos al transitar ciertos géneros. Y es que ponerse grave, aparentar seriedad, no es suficiente para dar cuerpo a una obra si aquello que quieres decir no tiene verdadero calado. Tratar de disfrazar esa ligereza con fuegos de artificio; a veces funciona (caso de los trucos paracientíficos con los que Nolan entretiene a sus seguidores), pero hay que saber esconder muy bien tus costuras. En caso contrario, la tramoya queda expuesta.