Romería

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‘Romería’, de Carla Simón
Reparto: Llúcia García, Mitch, Tristán Ulloa, Celine Tyll, Miryam Gallego, Janet Novás, José Ángel Egido, Sara Casanovas, Albero García
Música: Ernest Pipó
Fotografía: Hélène Louvart
España, 2025, 115 min.

Qué hace que ciertos directores reciban la atención unánime de la prensa especializada en nuestro país es algo que, en algunos casos, se escapa a algunas apreciaciones lógicas. Puede haber varias razones, artísticas, por supuesto, pero también sociopolíticas o quizá sea la simple necesidad de alimentar un cierto fondo de nombres que conformen con orgullo eso que llamamos “nuestro cine”.

La carrera de Carla Simón arranca, tras su paso por el terreno del cortometraje, en el año 2017 con ‘Verano 1993’, pieza que recibiría todos los parabienes nacionales, del Goya a la mejor dirección novel, premio Gaudí, Feroz y Málaga a la mejor película, entre otros reconocimientos. Aquí, Simón nos contaba la historia de Frida, una niña de 6 años que va a vivir con sus padres adoptivos a un pueblo del interior de Cataluña tras la repentina muerte de su madre.

La cinta, de tintes autobiográficos, según desvelaría la directora, tendría su continuidad en su siguiente largometraje, ‘Alcarràs’, en el que Simón daba un salto en el tiempo para contarnos la vida de una familia dedicada al cultivo de melocotones, lo que le daba la oportunidad no solo de hacer memoria de su pasado, sino de hablar de la crisis del mundo rural, absorbido por la especulación propia de la modernidad y los avances tecnológicos, al mismo tiempo que proponía una reflexión sobre los roles de la familia tradicional que, por supuesto, cuestionaba, cuando no llegaba por momentos a caricaturizarlos.

Con esta cinta, Simón tocaba el cielo de los galardones festivaleros (hasta el momento) con un Oso de Oro en el Festival de Berlín que ya había acogido su ópera prima.

Con ‘Romería’, su último trabajo, Simón dice cerrar lo que ahora se certifica como una trilogía sobre la historia de su familia. Aquí, conocemos a Marina, una joven ya a las puertas de la universidad que viaja de Cataluña a Vigo para seguir el rastro de su padre biológico, al que nunca conoció.

Fotograma de ‘Romería’, de Carla Simón.

La idea es lograr un documento que certifique quiénes fueron sus padres sobre la disculpa de unos no muy bien perfilados fines burocráticos. Para ello, necesitará el consentimiento de sus abuelos, justificación para un periplo tampoco bien sostenido que la llevará a acercarse por primera vez hasta el resto de la familia de su padre, como iremos descubriendo, muerto a causa del sida, al igual que su madre, allá por los lejanos años 80.

Hay directores a los que resulta muy sencillo seguir la pista de su trabajo. Su obra disfruta o adolece, según el caso, de una serie de tics que la hacen característica, de manera que será muy fácil trazar la línea estética, argumental, en continuidad que marca su corpus dramático. Es el caso, hasta la fecha, de Carla Simón. De esta forma, ‘Romería’ acumula todo lo visto hasta ahora en su cine, si bien propone algunas cosas nuevas, lo que marca lo mejor y lo menos interesante de esta producción.

Entre lo más destacado se encuentra una propuesta formal algo más rica que en anteriores ocasiones. Con la ayuda de su directora de fotografía, la francesa Hélène Louvart (colaboradora de cineastas como Marc Recha, Alice Rohrwacher, Jaime Rosales o Mia Hansen-Love), Simón nos presenta en ‘Romería’ una cámara algo más distante de lo habitual en su cine. No es que Simón no se acerque a sus personajes, pero mantiene sobre sus gestos y acciones una mirada pretendidamente algo más objetiva, podríamos decir, que en otras ocasiones.

La búsqueda de una serie de texturas, con la mezcla de distintas fuentes, como el uso del video doméstico, una fotografía desvaída en el empleo de colores para las escenas ambientadas en el presente de la acción, y otra más contrastada y granulosa para la recreación de un cierto pasado, se entrelazan en todo momento con la intención de lograr una naturalidad que de vida y espontaneidad a su puesta en escena. En este sentido, Simón y su equipo de montaje logran enlazar todos estos juegos ornamentales con coherencia de forma que cree un diálogo argumental y formal entre las distintas partes del relato.

A este juego de formas habría que añadir un puzle de géneros que se encuentra, quizá, entre lo más audaz de la película. Así, Simón no tiene ningún reparo a la hora de mezclar una estética que rememora el género doméstico-documental, al modo de un found footage, con otra que se acerca a un realismo naturalista al tiempo que explora otros vericuetos que nos llevarían al terreno de la fantasía o un cierto tono onírico evocador, además de emplear los recursos del cine musical o, más precisamente, al registro audiovisual del arte performativo.

Formas, estilos narrativos, géneros que tienen por objeto sumergirnos en la mente de su protagonista, en sus elucubraciones sobre ese pasado que trata de desentrañar. De este modo, por ejemplo, la aparición de un gato en distintos momentos de la película establece la línea entre varios instantes de la vida de los personajes, como si fuera el billete de un pasaje que nos permite viajar entre épocas, del mundo del sueño o la imaginación a la realidad, una característica de estos animales en diversas culturas.

Fotograma de ‘Romería’, de Carla Simón.

O como en otro momento de la historia en el que Simón recrea una fiesta ambientada en los años 80 en la que sus padres interactúan con otros amigos o conocidos de su generación. Poco a poco, los cuerpos de los personajes que participan de esta fiesta se cubren con una sábana, quedando inmóviles, una representación de los estragos que causó el consumo de drogas en aquella época.

De esta forma, lo simbólico se entromete en la narración para dar cuerpo a una serie de sensaciones, si bien parecería necesario conocer ciertos sucesos para establecer las relaciones que nos permitan comprender del todo dicha imagen que la película no acaba de explicitar.

Esta falta de conexión entre lo que la cinta quiere contar y la falta de información explícita de las motivaciones o el contexto en el que se mueven los personajes es una de las grandes fisuras del cine de Carla Simón. Sucedía ya en ‘Verano 1993’, película en la que la directora catalana, en un intento por esquivar mostrarse demasiado transparente, resultaba tan austera a la hora de establecer las conexiones entre las relaciones de los personajes y el planteamiento de sus conflictos que el supuesto drama acababa por pasar por delante de los ojos del espectador sin apenas dejar huella.

Es lo que sucede con la escena que mencionábamos más arriba, difícil de comprender en su valor narrativo e íntimo para alguien que no haya vivido aquellos años. Y lo mismo sucede con el periplo de su protagonista. Simón nos habla de un conflicto –la muerte del padre a causa del sida por su adicción a las drogas–, nos cuenta un drama familiar y muestra retazos de aquella época en la que se enmarcan los sucesos, pero no establece bien las claves que llevan a su protagonista a iniciar un viaje cuyas motivaciones no están demasiado claras.

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¿Qué impulsa a Marina a indagar en el pasado de su padre, aparte de cierta curiosidad? ¿En qué la apela la muerte de sus padres, más allá de esa sensación de pérdida o extrañeza en la que se encuentra? ¿Qué descubre de todo ello que provoque en ella una cierta transformación?

Retirada toda la parafernalia esteticista, detrás queda, como suele ser habitual en su cine, retales de un algo que parece que anda en juego, pero que no acaba de exponerse quizá porque la propia directora no logra articularlo en su cabeza.

Ser hija adoptiva de unos padres muertos de sida, como le sucedió a la propia Simón, puede ser una nota curiosa en tu biografía, pero eso no quiere decir que de ahí parta una cuestión filosófica, vital, que sea dramáticamente interesante. No digo que no exista, digo que la película no logra revelarla.

Para compensar esta falta de pulso o tensión dramática, Simón lanza una serie de preguntas a modo de textos escritos a la manera de capítulos. Cuestiones que pueden ser igualmente sugerentes, pero cuya respuesta o representación no queda plasmada en la pantalla.

¿Puede una persona formar parte de una familia que no es la suya?, se pregunta, grosso modo, en uno de estos textos. ¿Qué es exactamente una familia? Y, aunque todos estos interrogantes podrían ser el punto de partida de otras muchas narraciones, en la cinta de Simón se quedan apenas plasmados como una declaración de sus intenciones, pero sin mayor recorrido narrativo ni emocional.

Esto apuntala la impresión de que toda esta acumulación de juegos visuales no son más que una distracción que elude plantearse otras preguntas más profundas que o bien no se ha sabido resolver o bien, como decimos, no han podido modular. Todo ello acompañado por una banda sonora que juega también a sugerirnos la existencia de un misterio, a recrear sensaciones, una cierta poética, impresiones genéricas que, acompañando armónicamente a las imágenes, no se deslizan a lo largo de la película con verdadera carga. Es un émulo de un algo que, como tantas otras cosas, queda apuntado, pero que no acaba de tocar el suelo.

Fotograma de ‘Romería’, de Carla Simón.

Algo parecido sucede, igualmente, con las interpretaciones. Como en ‘Verano 1993’, como en ‘Alcarràs’, Simón busca un naturalismo que escape de las ataduras de la ortodoxia, pero de nuevo sus secuencias dialogadas caen con frecuencia en una cierta futilidad producto de unos diálogos tan coloquiales que, salvo ocasiones, no parece que tengan más objeto que esa idea de representación de esa cotidianidad que se pretender reproducir.

Poco ayuda en este aspecto, también hay que decirlo, una dicción por parte de los actores francamente roma y unas mezclas de sonido en la que los diálogos acaban apelmazados contra el fondo sonoro de las escenas, lo que, unido a esa vacuidad de la que hablamos, acaba por provocar la impaciencia del espectador.

En las muchas entrevistas que la directora ha repartido estos días en los medios a propósito del estreno de la película, Simón parece haberse esforzado en transmitir la idea de que, si bien la película se basa en su biografía, como decimos, no está directamente inspirada en unas vivencias que son, en buena parte, imaginadas.

Y quizá este sea otro de los problemas que tiene un cine que peca, para este cronista, de una cierta afectación que, con demasiada frecuencia y creo que involuntariamente, le hace caer en una serie de clichés. Como ocurría en ‘Sirat’, la película de Óliver Laxe, los personajes de Simón no son reales, son representaciones idealizadas, construidas no por la realidad retratada, sino por su imaginación, lo que hace también perder cuerpo a la propuesta.

Quitando toda la envoltura estética, Simón construye un relato de buenos y malos. De un lado, sus tíos y primos, todos gente curiosa, alegre y vital. De otro, sus abuelos, gente obtusa y reaccionaria. Para que no nos quede ninguna duda, Simón recurre a una serie de códigos bastante manidos.

De esta forma, siempre veremos a sus primos y tíos en ambientes que representen esa jovialidad y sabor por la vida: un barco velero, una fiesta de pueblo, el bar de toda la vida… El drama del recuerdo pesa, pero no tanto. Mientras, sus abuelos aparecen representados por una pareja de zombis silenciosos apartados de esa vida, encerrados en su oscura casa y ataviados con vestimentas que nos recuerdan a una escena mortuoria, torturados por la culpa.

Destacar, en ese sentido, la escena en la que se nos presenta a la abuela, vestida con su traje de tubo, los hombros cubiertos con una rebeca, el pelo atusado de laca, viendo por la tele, ni más ni menos, que la coronación de los reyes de España, Felipe VI y Leticia, por si había alguna duda.

Pero creo que Simón no alcanza a atisbar las complejidades de las relaciones de familia que supuso la incidencia de la droga, especialmente la heroína, en aquellos años. Creo que uno no entiende nada hasta que no ha visto los ojos de un padre o una madre desconcertados, mientras ve consumirse a un hijo por causa de una situación que no puede entender, no por malicia ni vergüenza social, como pretende toscamente sugerir la película, sino por la falta de herramientas para enfrentarse a algo que les había desbordado: la muerte de un hijo por causas inalcanzables para su entendimiento.

Simón sabe que su película puede caer en una cierta romantización de una época que no ha conocido. Tal es así que se ha esforzado por exorcizar dicha acusación en algunas entrevistas. Pero no lo ha evitado. En un alarde de virtuosismo estético, la directora catalana reproduce en algunas escenas la relación entre sus padres. Y, sí, aparece la droga, pero en su imaginario visual esta parece más como el aliciente del viaje de dos espíritus emprendedores que tratan de comerse la vida, rodeados de un paisaje idílico.

Y algo de aventura tuvo todo aquello, pero también tuvo un lado ciertamente oscuro que la película elude. Demasiadas almas jóvenes cayeron por el camino cuando apenas empezaban a saborear los placeres y dificultades de la verdadera vida. Simón ha esquivado deliberadamente enfrentarse a esas contradicciones embelleciéndolo todo, otra marca de la casa.