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‘Mil ojos esconde la noche. La ciudad sin luz’, de Juan Manuel de Prada
Espasa, 2024
Las buenas novelas son pocas y difíciles de encontrar, pero cuando embarcas en una de ellas es como navegar en un elegante velero que te conduce de forma cómoda y segura a tierras lejanas. En una órbita superior se encuentran las obras maestras, los monumentos literarios que siguiendo el símil náutico se podrían representar como naos o galeones, aunque prefiero imaginarlas como islas por las que emprender sosegados paseos solitario.
‘Mil ojos esconde la noche’, de Juan Manuel de Prada, cuya primera parte, ‘La ciudad sin luz’, me protegió de los rigores de la canícula, más que isla es un archipiélago por su extensión y la variada fauna que puebla sus páginas. No es precisamente una lectura ligera ni refrescante, pero por su envergadura y solidez te acoge como un refugio contra las inclemencias de la intemperie.
Nada menos que casi ochocientas en esta primera entrega –mil seiscientas en total– escritas a mano con inevitables secuelas físicas, como si el autor quisiera inmolar sus falanges para expiar los pecados del falangista que protagoniza y cuenta esta historia. Un villano en toda regla mezcla de pícaro y antihéroe. Fernando Navales personaje recuperado de su primera novela, ‘Las máscaras del héroe’ (1996), camisa vieja, resentido profesional, cínico, hipócrita y manipulador de prosa locuaz y lengua viperina.
De Prada demuestra osadía al haber elegido una voz narrativa tan desapacible y al poner sobre el tapete temas espinosos y delicados, también escabrosos, que cuestionan relatos históricos oficiales sobre la relación de muchos rojos con la Falange. Pero puede permitirse el lujo. Tiene bien guardadas las espaldas gracias a su fino olfato para husmear en los archivos, descifrar, incluso, la letra pequeña y hasta los párrafos escritos con tinta invisible. Lo ha hecho en otras ocasiones, y lo hace de maravilla.
Una vez digerido ese frío material, lo regurgita en forma de extraordinario guiñol, un retablo de horrores maravillosos, una tormenta de vanidades en la que confluyen traiciones, intrigas y juegos de poder.
Navales ejerce de chupatintas en un periodicucho de la Delegación de la Falange en París de los años 40, El Hogar Español, cuando un oscuro policía del régimen que se dedica a capturar republicanos notables como Companys o Julián Zugazagoitia, Pedro Urraca, le encarga una misión que le va como anillo al dedo, pues le va a permitir apretarle las tuercas a quienes detesta por haber recibido un reconocimiento que a él como escritor le ha sido negado. Se trata de engatusar a los «artistillas y plumíferos rojillos» exiliados en París para que colaboren en actividades organizadas por Falange significándolos así ideológicamente.
Entusiasmado con la idea, se dispone a dar un paso más. «Habría también que poner a prueba la lealtad de esos liberales que apoyaron a la República y ahora quieren congraciarse con la Nueva España», sugiere al embajador Lequerica, vasco gastrónomo y aficionado a los chistes de nazis, pensando en un intelectual de la talla del doctor Gregorio Marañón, cuya dignidad e inteligencia se le indigestan.
Navales se aplica con celo fanático a su tarea, se convierte en la pesadilla del doctor, en cuyo ensayo sobre el resentimiento, ‘Tiberio’, se ve reflejado como en un espejo. Marañón ansiaba ponerse a bien con Franco para recuperar su cátedra en Madrid, y será vejado por la arrogancia del falangista que le hace llegar a las lágrimas con sus críticas a los liberales. «Ustedes levantaron, en honor a su ideología rapaz, una montaña de pecados contra el pobre», le espeta en una de sus conversaciones. «Y esa mole de pecados se tuvo que lavar con sangre, inevitablemente. Ustedes crearon a los comunistas, don Gregorio».
Los artistas plásticos, especialmente los catalanes, son reticentes a dejarse seducir por sus cantos de sirena azul mahón, pero mediante el halago o la coacción va capturando a sus presas, muchas en situación límite sin trabajo ni papeles. De Prada ejerce de demiurgo que excava tumbas, exhuma cadáveres y les insufla vida para hacerlos desfilar bajo gallardetes confeccionados con sus trapos sucios. Un desfile de la derrota.
Con su prosa frondosa y fulgurante, vivisecciona la miserabilidad humana; míseros unos por propia naturaleza y míseros otros por sus aciagas circunstancias. Y logra el prodigio, pues del cruel espectáculo dimana una depuradora belleza.
La novela se inicia con el chirrido metálico de los tanques alemanes entrando triunfalmente en las amplias avenidas de París. «Los soldados desfilaban impasible el ademán (mucho más impasible de lo que se canta en el Cara al sol). (…) Eran todos rubicundos, eran todos efébicos y erguidos como juncos, eran todos apolíneos, como si los hubiese soñado Nietzsche para consolarse en sus noches de insomnio y gayolas en el manicomio».
El despliegue de poderío no impresiona a Navales, convencido de que los alemanes albergan un secreto complejo de inferioridad respecto a los países meridionales a los que envidian admirativamente, tanto la cultura francesa como el refinamiento italiano o la bravura española.
Su primer movimiento es conseguir la llave que le dará acceso a los reservados catalanes, los polaquitos, el crítico Sebastià Gasch que, a cambio de un permiso de residencia y un par de cafés con leche, le pone en bandeja a sus compatriotas. Y se inicia la caza coreografiada por Navales cual escualo voraz nadando entre dos aguas, guiado por los rastros de desesperación que dejan sus presas.
Con certeras pinceladas, De Prada describe el aspecto, el talante de los pintores y el estilo de sus respectivas obras, por lo que la novela se ilustra como una pinacoteca del arte español de la primera mitad del siglo XX. Una larga lista de firmas notables, entre ellas: Federico Beltrán Massés, Emilio Grau Sala, Fabián de Castro, Honorio García Condoy, Pedro Flores, Óscar Domínguez, Antonio Clavé, Carlos Fontseré, Pedro Creixams o Apeles Fenosa, estos dos últimos refractarios a los intentos de captación del falangista. Y el valenciano Daniel Sabatés, llamado «pintor de brujas», que a veces iba a la morgue en busca de macabros modelos.
Pablo Picasso representa un capítulo aparte. En esa época ya era millonario y, al igual que Jean Cocteau, estaba «protegido» por decisión de Hitler, aconsejado por su escultor áulico Arno Breker por ser ambos famosos internacionalmente. Navales se muestra despiadado con el autor del ‘Guernica’ que, además de maltratar a sus amantes, a la sazón Dora Maar y Marie Thérèse Walter, gustaba de «coleccionar monstruos» pavoneándose en su corte de admiradores y lameculos. «Garajista» y «pintamonas» son algunos de los epíteros más suaves que le dedica.
«Eran todos lienzos que provocaban cefalea y dolor de muelas, idóneos para colgar en las paredes de una checa», opina sobre su obra. Y en cuanto a los retratos femeninos: «Eran cuadros de una hiena sádica que se regodea sometiendo a todas las mujeres que se cruzan en su camino a las sevicias físicas y morales más abyectas».
Aparecen también varios periodistas, como César González Ruano, Ruanito, amigo y cómplice de noches de vicio juvenil de Navales, que en sus exaltadas crónicas describía a Hitler como un ángel de gabardina y bigote; el también germanófilo Mariano Daranas, Daranitas; o los tres fascistas antisemitas de la revista Je Suis Partout, dirigida por el argentino Charles Lesca: Drieu de la Rochelle, Robert Brasillach y Lucien Rebatet.
Un par de miembros de la SD, Alisch y Smerka, del servicio de inteligencia de las SS, ponen la nota siniestra. Y Ramón Serrano Suñér, el cuñadísimo, idolatrado por las damas de alta sociedad, protagoniza un divertido capítulo cuando visita la sede parisina de Falange con las tripas revueltas y se encuentra una desagradable sorpresa en el cuarto de baño.
Las mujeres son minoría pero salen mejor paradas. Por trasnochada caballerosidad o por no tener que medir con ellas la polla, el falangista suaviza sus cortantes aristas y el tono crítico y mordaz que suele emplear con los varones. Asiste embelesado a algunas de las primeras actuaciones de una jovencísima María Casares y entabla un tormentoso idilio con la diseñadora y bailarina Ana de Pombo, una figura trágica marcada por la muerte de su hijo.
A otra bailarina, Nana de Herrera, la Gitana de Montmartre, inmortalizada por la pintora Tamara de Lempicka, la utiliza como espía de los artistas catalanes. La figura femenina más potente es Ana María Sagi, poeta, atleta y reportera de guerra que sufre un duro exilio en París. Tras escribir un par de libros sobre su vida, ‘Las esquinas del aire’, basado en sus propios testimonios y ‘El derecho a soñar’, a partir de una exhaustiva investigación en numerosos archivos, De Prada recrea la peripecia a esta triste y poco agraciada mujer frustrada por no poder ser madre.
Navales la encuentra posando de modelo en el taller del gran escultor de animales Mateo Hernández, donde ella le recrimina por ser una «mala persona» e intentar aprovecharse del artista. Se vuelven a cruzar en un par de ocasiones, surge entre ellos cierta camaradaría y él le cede su buhardilla y le regala unos zapatos a la última moda, ¡de cartón! Ana María es la única persona capaz de inspirar algo de humanidad a Navales, tal vez por el influjo que ejerce en él sus poemas.
Destaca el perfecto encaje entre una prosa barroca en la línea de Quevedo y Valle-Inclán, sazonada de cultismos, esperpéntica a veces, con el densidad intelectual del contenido de esta primera entrega. Una virtud que se convierte en lastre debido a su elevado peso específico que exige una lectura desapresurada reñida con el ritmo frenético de nuestro tiempo.
La visión del mundo a través de la mirada retorcida y el humor crudo de Navales, propenso a desollar al prójimo, llegan a fatigar en algún momento, pero la fuerza carismática de los personajes recompensa el esfuerzo amenizado por jugosos chismorreos, como los gustos eróticos compartidos por Ruanito y el poeta Paul Eluard, las incursiones nocturnas de Buñuel para apalizar maricas, la vileza de Picasso…
El París apagado de racionamiento y toque de queda es como una batería de tubos de ensayo en los que el escritor experimenta y analiza bajo el microscopio los ingredientes del alma humana. Un alma muy española en amplio espectro cromático tendiendo a los colores más sombríos y lúgubres. El extenso relato irradia un aura de decadencia y derrotismo que se materializa en los sórdidos escenarios que lo enmarcan: el cabaré del Infierno donde Navales asiste con Urraca a un repulsivo número erótico y el Circo Amor en el que Ana de Pombo ejecuta una desganada danza.
En este triste lugar, rodeados de animales medio muertos de hambre, De Prada pone en labios de la bailarina lo que podría ser epitafio moral de su monumento literario: «No todos podemos ser genios, y tal vez sea mejor así, porque no siempre la genialidad, o lo que el mundo entiende por genialidad, nace del bien. (…) En cambio, todos podemos elegir el bien, si nos lo proponemos». ¿Seguirá Navales su consejo? Lo dudo mucho. Pese haber mejorado su situación y cosechado éxitos periodísticos, el odio y el rencor le siguen reconcomiendo. Su espíritu es el del escorpión y está condenado a morir como tal.
Juan Manuel de Prada escribirá otras muchas y espléndidas novelas, pero no será fácil que alcance de nuevo el estado de gracia, la altura magistral que revela en ‘Mil ojos esconde la noche’, cuya primera parte, ‘Ciudad sin luz’, me ayudó a cruzar el desierto de agosto.
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