‘Los días rojos’, de Miguel Herráez
Género: Ficción
Editorial Piel de Zapa
Pelo largo, barba descuidada, pantalones de pana, trenca o parka, cigarrillo o pipa entre los labios, un ejemplar de la revista Triunfo o de Cartelera Turia en el macuto. Era el uniforme informal de los progres de los setenta, jóvenes universitarios más o menos implicados en la lucha contra el régimen franquista. Unos militando en algún partido de izquierdas, otros como compañeros de viaje participando en manifestaciones, repartiendo panfletos y octavillas o reclutados para misiones más arriesgadas como el protagonista de esta novela.
En ‘Los días rojos‘ (Piel de Zapa), el escritor valenciano Miguel Herráez viaja a principios de los años setenta para componer un retrato de aquellos jóvenes idealistas que, entre la intrepidez y el miedo, se movían en la clandestinidad para clausurar uno de los periodos más negros de la historia de España. Un retrato impregnado de melancolía y enmarcado en tonos grises, no sólo por el gris de la policía, sino también por la incesante lluvia que empapa la ciudad de Valencia.
“A principios de los setenta yo todavía no tenía barba, y viví toda esa realidad del tardofranquismo, desde el atentado de Carrero en Madrid y la muerte de Franco, sin una implicación política. No milité ni milito. Era un mal estudiante de bachillerato que iba a cineclubs, donde visionaba películas de Bergman o de Truffaut o de Wilder, fumaba tabaco negro y creía que el bar Glorieta, en el que pasaba las horas muertas, estaba en un bulevar de París. No obstante, sí tenía claro, como la mayoría, quién era y dónde habitaba el ogro del cuento. Qué había que desmitificar en cualquier conversación, hacer labor de zapa”.
La presencia de nazis en la España de Franco, refugio y caladero de los gerifaltes de III Reich, es el leit motiv del relato. Diego, narrador y protagonista, recibe el encargo de seguir la pista de una escurridiza liebre, Otto Skorzeny, oficial de alto rango de las SS, uno de los gerifaltes preferidos de Hitler por haber liberado a Mussolini en la llamada Operación Roble.
Skorzeny vivió muchos años en España, amasó una fortuna y vivió a lo grande, hasta el fin de sus días en Alcudia (Mallorca), donde tuvo la desfachatez de privatizar una playa para su uso exclusivo. Ese trasfondo permite a Herráez indagar, no sólo en las atrocidades cometidas por el nazismo, sino también en las componendas de los Gobiernos, desde la CIA al KGB, que permitieron a muchos criminales de dicha ideología irse de rositas en aras del anticomunismo de la guerra fría.
“Al horror del Holocausto nunca nos acostumbramos. Es imposible asumir esas atrocidades. No obstante, ésta es una novela sesgada de ironía, e incluso de cierto humor. No es una narración del dolor. O no es solo del dolor. Es un relato que tiene mucho que ver con la propia coyuntura española de ese tiempo, que era cochambrosa; de esos años setenta en los que se atisba el final del túnel autoritario. El nazi que corretea por España no deja de ser una excusa para contar lo que ocurría con la dictadura. Lo que busco es contar la vida, dicho sea sin pretensiones exageradas. Es la excusa para el despliegue del imaginario de la ciudad y del momento histórico contemplado desde la provincia”.
Entre la ilusión de un cambio político y el miedo a posibles represalias Diego y sus compañeros de lucha rozan a veces el patetismo, más que héroes, niños asustados ante una misión que les viene grande. “Si te pescaban en el 72, no te llevaban simplemente a la comisaría para que te recogiera tu padre. Eso tenía implicaciones mayores. Además, el personaje de ‘Los días rojos’, que prácticamente es un adolescente,titubea, pues tampoco acepta la religiosidad incontestable del partido. En efecto, la misión le excede, lo desubica, dado que deja de ser una cuestión política para convertirse en un tema de derechos humanos, como le dicen”.
La larga y tenebrosa sombra de dictador se proyecta sobre el relato, la Momia, lo llaman los jóvenes. “En mi infancia Franco era el tipo que daba el discurso de Navidad en la tele y cuyo rostro aparecía en las monedas. Luego, cuando crecí, fue otra cosa, una cosa siniestra. Me indigna, como a cualquier que tenga memoria histórica, el desconocimiento en torno de la dictadura. Es inadmisible el revisionismo al que asistimos en la actualidad respecto al golpe de estado, la relativización de aquel acto insidioso”.
Con una prosa sosegada, centrada en cómo contar las cosas de forma literaria más que en las cosas que se cuentan, Herráez narra las peripecias de Diego y sus compañeros de lucha en pos del monstruo. Al fondo la ciudad de Valencia desdibujada bajo cortinas de lluvia.
“La topografía es reconocible. Si cito el eucalipto de la Alameda, es ese eucalipto que está frente a la piscina Vedrí. Más que una Valencia sorollesca me seduce una ciudad bajo la lluvia, quizá porque antes llovía y la echo de menos. El ambiente está marcado por la lluvia sencillamente porque la lluvia me fascina. No solo la lluvia sino también todo lo que comporta de mañanas o tardes grises, donde se aprecian las luces de neón en los escaparates o en las aceras cuando anochece, los faros de los coches… Utilizar el recurso de una lluvia permanente a lo largo de esos días me ofrecía un motor narrativo, un recurso atractivo para trazar el trayecto de los personajes y su hazaña. Pensé que así combinaban muy bien ambiente y atmósfera”.
Los pequeños detalles son esenciales en una buena historia y Herráez se emplea a fondo con referencias a objetos de la vida cotidiana comunes en los primeros setenta: Relojes Duward aquastar, coches Dauphine, cámaras Viking y Werlisa, colonia Victor… No ha necesitado documentarse, pues forman parte de su propia memoria, la de un adolescente que aprendió a hacer fotos con una Viking.
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