#MAKMATestigoDirecto
Mi apagón de flaneurismo hortícola
28 de abril de 2025
Huyendo de las multitudes pascueras, que el fin de semana vicentino invadían parques y jardines en bullicioso trasiego de niños, perros y cachirulos, me lancé a la huerta. A la L’Horta Nord, en concreto. Es un lujo que nos podemos permitir los periféricos peripatéticos, pues basta cruzar el rugiente río mecánico de Hermanos Machado para adentrarse en una suerte de paraíso, un limbo de horizontes y cielos abiertos donde gozar de cierta sensación de beatitud entre caminos de tierra y senderos de agua.
El flaneurismo hortícola ayuda a poner en orden los pensamientos, que, a imitación de las patateras o coliflores perfectamente alineadas en caballones, se ponen firmes en fila y te aclaran la mente. No sabemos valorar lo suficiente esa minimizada franja de verdor cultivado en franco peligro de extinción.

Por allí caminaba tan ricamente contemplando la maciza silueta de San Miguel de los Reyes cuando, de repente, se apagó la luz. La luz artificial; la natural iba a durar varias horas, gracias a Dios, que un fundido en negro en diciembre o enero habría sido mucho más criminal.
El caso es que no me enteré de nada hasta llegar a casa, cuando una amable vecina me informó de la desinformación reinante, mientras ascendíamos penosamente la escalera. Ella, siete pisos, yo, diez. Una vez arriba, sin corriente ni wifi y un triste hilillo de agua saliendo del grifo, me teletrasporté a mis veranos de la infancia en el pueblo de mis abuelos, Real, donde, con frecuencia, se cortaban los abastecimientos públicos y mi madre, fanática de la limpieza, se tiraba de los pelos. Allí, al menos se podía recurrir al pozo o acarrear bidones desde el contaminado río Magro que pasa cerca. ¡Qué fácil es regresar a la caverna!
No sentí miedo ni preocupación. Pensaba en las diferentes formas en las que una reacciona a la crisis colectivas, según la edad que tenga. La primera que recuerdo bien fue el 23F, la gran riada del 57 me pilló muy pequeña y no me enteré de nada.
Recuerdo que aquella tarde de febrero de 1981 entrevistaba a un escultor para la sección de Cultura del diario El País, donde trabajaba, cuando la radio empezó a vomitar el asalto de Tejero. El tiempo se detuvo o se aceleró y contuvimos el aliento, aunque no participé en la oleada de pánicó que llevó, a unos, a acumular alimentos y, a otros, a preparar la maleta y los pasaportes. Luego, fueron sucediéndose otros cataclismos más o menos destructivos y cercanos: el 11S, el 11M, la tragedia del Metro en València, la COVID, la DANA…
A lo que iba: cuando eres joven, reaccionas a los seísmos de esta naturaleza de forma activa, en actitud de solidaridad, de lucha o huida, poniendo toda la carne en el asador para intentar sobrevivir tanto tú como los tuyos. Una vez peinas canas, es otra historia. Es como si el desastre ya no fuera contigo. Y, cuando llega el oficial encargado de la evacuación, te niegas a abandonar la vieja vaca que estás ordeñando. Para qué moverse, si no te queda casi nada que perder.
Además, ya no hay suficientes botes de salvamento en este Titanic. Los abuelos solitarios somos el eslabón más débil de la cadena. Ya lo vimos con la COVID y volverá a repetirse. Aunque contamos con una forma de inmunidad: esa mochila cargada de memoria y experiencia que es tener la vida por detrás. Por delante, ¡qué poco queda!
Empezaba a deprimirme con tan funestas reflexiones, así que decidí ir a ver a mi hermano, que vive en la otra punta de la ciudad. Cuando vienen mal dadas y te cruje el miedo y la incertidumbre, buscas, por instinto, el calor de la tribu.
Bares a dos velas, gente con linternas y las estrellas que se ven desde el corazón de València. La crónica de dos barrios a oscuras bajo el manto del apagón. Con fotones de @gcaballero1 https://t.co/iWCyuz1KSb pic.twitter.com/nsqyW44HAE
— Gonzalo Sánchez (@GonzaloGSz) April 29, 2025
Al bajar a la calle, entré en shock. Un gentío de zombis felices deambulaba sin ton ni son, sin saber lo que estaba pasando ni lo que iba a pasar, como si no pasara nada. Supongo que el apagón iba por dentro. Experimenté una inquietante sensación de irrealidad, como si me hubiera colado en un cuadro de El Bosco. ¿Será así el fin del mundo? Sales a comer la mona y por la noche todo está oscuro y muerto.
No pude profundizar mucho en tales reflexiones. Cruzar calles y avenidas sin semáforos requería concentración máxima. No sé qué ocurrió en otras grandes capitales, pero gracias la festividad de San Vicente el tráfico en València no era demasiado intenso y noté, por parte de los conductores, cierta actitud solidaria con los peatones, tal vez fruto de mi proverbial optimismo.
En fin, llegué sana y salva a mi destino, y un golpe de suerte: la aparición providencial de un vecino me permitió acceder a la fortaleza infranqueable que es una finca cuando no funcionan ni el portero automático ni el móvil.
En agradable compañía, a la luz de las velas y oportunas lucecitas navideñas a pilas, la sombra de la tragedia se aligeró entre bromas y veras. La luz iba viniendo; anunciaban llamadas de familiares y amigos. ¿A la velocidad de la luz o más lentamente? Misterio. Y, por fin, irrumpió en la estancia, con risas y aplausos incluidos. ¿Somo los humanos tan gilipollas como parecemos? Me temo que sí. Pero a sobrevivir no nos gana nadie. De momento… Porque cualquier próximo apagón puede ser el último.