Laberinto dos mil veinte
Ismael Teira (consejo editorial de MAKMA)
MAKMA ISSUE #03 | Los Nuevos Años 20
MAKMA, Revista de Artes Visuales y Cultura Contemporánea, 2020
Confuso, en ocasiones angustioso, y, en general, difícil: el año dos mil veinte se asemeja a un recorrido intrincado, laberíntico. El dédalo se erige como resumen visual e interactivo del ciclo vital, de sus vicisitudes y obstáculos, de lo complicado de hallar una salida que, aunque no esté a la vista, existe. Laberintos de más de 3 metros de altura y pasillos de 60 centímetros, como los del artista estadounidense Robert Morris, contribuyen a generar en el caminante este sentimiento claustrofóbico, asfixiante. Este retrato del año dos mil veinte.
Morris recurrió a la figura del laberinto con bastante reiteración. Producciones como ‘Untitled (Triangular Labyrinth)’ (1973) o ‘Untitled (Philadelphia Labyrinth)’ (1974), son algunos ejemplos que evocan la estructura habitual de los modelos medievales unicursales, que presentan solo un camino posible por el cual, una vez finalizado el recorrido, se ha de volver a salir, en este caso, desandando el camino.
En el interior de la catedral de Chartres (Francia) existe un laberinto así, datado en 1220, con un trazado ritual de más de 260 metros de longitud. Para la historiadora del arte y crítica Maria Hussakowska-Szyszko, este camino unicursal prescrito por Dios conduce al destino apropiado, al contrario de lo que sucede en los laberintos multicursales, donde conviven caminos verdaderos y falsos –lo que requiere una elección moral o intelectual para encontrar la salida–.
Incluso existen referencias mucho más antiguas, como los petroglifos de Mogor en San Xurxo do Monte (Marín, Pontevedra) una suerte de dédalos rupestres datados en la Edad de Bronce –probablemente, la referencia más antigua de laberinto en Europa–. Robert Morris también partió de ellos para construir su ‘Laberinto de Pontevedra’ (1999), empleando granito, lo que permite un diálogo con el entorno o site.
La investigadora medievalista Penélope Reed Doob advierte de la doble perspectiva estructural del laberinto. Por un lado, la fragmentación severamente restringida de la visión hacia delante y hacia atrás; y por el otro, la visión privilegiada del patrón completo visto desde arriba o sobre un plano. Lo que se ve depende de dónde uno se encuentre, por ello, según Reed, los laberintos son físicamente únicos, pero dobles, al “incorporar simultáneamente orden y desorden, claridad y confusión, unidad y multiplicidad, arte y caos”.
A comienzos de esta década, el Centre Pompidou de París acogió una instalación titulada ‘Invisible Labyrinth’ (2005), de Jepe Hein. Se trataba de una especie de laberinto imaginario sin ningún tipo de pared, muro o, en definitiva, fronteras que pudieran, aparentemente, condicionar la caminata del público. El caminante-visitante que activaba la obra y le daba sentido accedía a ella con unos auriculares dotados de sensores interconectados, los cuales reaccionaban con una alarma vibratoria – lo equivalente a una pared invisible–.
Sin embargo, visto desde fuera, esas personas caminaban alejadas unas de otras, pareciendo cumplir con la imposición de un premonitorio distanciamiento social futuro. Efectivamente, esos límites o fronteras estaban constituidos por una serie de señales infrarrojas que se emitían desde el techo de la sala, formando una especie de retícula con la posibilidad de múltiples caminos (todos, menos uno) erróneos.
Para Jepe Hein, esta obra es una nueva manera de arquitectura o escultura que, a pesar de no ser un objeto físico visible, es imaginación e interactividad en la psicología del espectador, donde toma forma.
En ocasiones, el artista incrementa la dificultad de la propia morfología del laberinto mediante espejos, como en ‘Mirror Labyrinth’ (2015), un dispositivo de arte público para el Brooklyn Bridge Park de Nueva York, donde la altura de los elementos que forman la obra conectan con el propio skyline de Manhattan, creando una sensación de invisibilidad por camuflaje. La apariencia de estos prismas continúa en la lejanía con la propia apariencia de los rascacielos, la mayoría con ventanales de espejo. Esto genera una cierta desorientación, además de servir de puente visual entre las dos zonas de la metrópolis.
Algo así como un espejismo, como esa sensación de irrealidad que tenemos cuando nos paramos a pensar en todos los cambios que experimentamos durante estos últimos diez meses.
Ismael Teira
Este artículo fue publicado en MAKMA ISSUE #03 | Los Nuevos Años 20, en diciembre de 2020.
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