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Paseo por l’Horta Nord
En defensa de la huerta como legado histórico
La imagen de la genuina huerta valenciana es la representación de cómo te imaginas la vida cuando ya posees cierto conocimiento sobre ella, pero apenas has dado unos titubeantes pasos. Un vasto territorio horizontal que se extiende hasta un lejano horizonte limitado por los perfiles de la vejez.
Un paisaje pleno de posibilidades. Un campo abierto sin muros, lindes ni ribazos que oculta infinidad de tesoros y secretos por descubrir. Serendipias. Como el camello de cartón piedra abandonado por los Reyes Magos que languidece a las puertas de un almacén de carrozas.
Pero cuando te adentras en ella descubres que estás en una suerte de laberinto, un archipiélago de islas e islotes conectados por senderos de tierra y de agua que convergen y se bifurcan. Lo que parecía fácil y accesible se revela como un desafío, porque en la huerta como en la vida la línea recta no es la distancia más corta entre dos puntos.
Sobre las parcelas roturadas con precisión geométrica, las plantas crecen en formación militar disponiendo cada una de la dosis precisa de nutrientes para prosperar. Sin embargo, al igual que ocurre en la vida, el caminante debe aventurarse sin mapas ni planos. Solo los labradores que la cultivan saben cómo desplazarse de un lugar a otro evitando desandar los pasos errados.
La huerta no muestra sus encantos al primero que llega. Hay que saber conquistarla a base de explorarla, de experimentarla, de asumir con entusiasmo tanto las vaharadas pestilentes que despiden los abonos orgánicos como la brisa impregnada de aromas vegetales, el traqueteo de los tractores como la música acuática de las acequias.

En el tramo final de mi vida, recorridos ya los caminos que me tocaba recorrer, es una delicia deambular por l’Horta Nord, una planicie caleidoscópica de verdes y ocres presidida por la maciza silueta del monasterio de San Miguel de los Reyes aplastada bajo el peso de su dramática historia, salpicada de alquerías, unas abandonadas más o menos ruinosas, otras bien conservadas, cuyos habitantes son hoy dignos de envidia.
Las torres de alta tensión la atraviesan como gigantescos vigías y el sky line septentrional de la ciudad se dibuja sobre el cielo, desde la cubierta del estadio de Levante a los arrogantes rascacielos de Nuevo Benicalap. Cuando paseo por la huerta me río al pensar en el flamante título de Ingeniera Técnica Agrícola especializada en Hortofruticultura y Jardinería que obtuve tras estudiar tres años en la escuela hoy convertida en un anexo del Hospital Clínico.
Cuando acabé la carrera mis opciones como perita en el mundo real eran mínimas, surgió la posibilidad de estudiar Ciencias de la Información desde Valencia y cambié el campo por el periodismo y la cultura. En realidad, no hay mucha diferencia entre plantar coles y palabras, aunque, con la crisis de los medios de comunicación, creo que me habría ido mejor con las hortalizas.
No voy a edulcorar la imagen de la huerta, dibujar un idílico escenario de cuadros pintorescos y costumbristas como han hecho algunos pintores. Igual que ocurre con algunas vidas ajenas observadas a cierta distancia, de lejos parece un lugar calmo y apacible, pero en ella se libra una doble batalla sin cuartel: la lucha del hombre contra la naturaleza para dominarla y sacarle todo el jugo posible y la pugna de los seres que la habitan para sobrevivir.
Depredadores y presas, una micro jungla de criaturas que se devoran unas a otras. La huerta es un país cruel en el que lo improductivo es eliminado sin piedad y solo sobrevive alguna palmera, algún olivo siempre que no altere los sagrados surcos que albergan la simiente de la próxima cosecha.

No hay nada más diferente que una huerta y un jardín, aunque ambos pertenezcan al reino vegetal. Si el jardín es sinónimo de ocio, sosiego, contemplación y seguridad, en la huerta se impone el trabajo duro, la incertidumbre, los principios de necesidad y productividad. Los jardines gozan sin duda de mayor atractivo para el paseante, pero la desaparición de su estéril belleza ornamental no sería tan trágica como la de la laboriosa huerta que nos da de comer.
Los paisajistas eligen las especies con un amplio margen de libertad de acuerdo con el presupuesto del que dispongan. Los labradores, en cambio deben limitarse a un catálogo muy definido de vegetales comestibles, según cada tipo de suelo y estación del año. De la patata y cebolla a la sandía o calabaza…
La huerta alberga su propia fauna en interacción con el territorio. El famoso perro del hortelano que popularizó Lope de Vega ya no ladra en ella, al menos en la zona que conozco entre Alboraya, Tabernes Blanques y Carpesa. Los chuchos que se ven son los que sacan a pasear a sus humanos. Sí hay gatos que toman el sol o la sombra como posando para la foto y que tienen su utilidad, pues, aunque no espanten a los rateros mantienen a raya a las ratas.
Los animales más vistosos son las esbeltas garzas que en bandadas picotean las simientes y los robustos caballos de faena, percherones, que entrenan su fuerza tirando de carros lastrados con neumáticos parecidos a los que usaban los trasnochados vaqueros de ‘Vidas rebeldes’ para cazar potros destinados a convertirse en comida para mascotas. Una deprimente película de John Huston con merecida fama de maldita.
La especie más especial de la huerta, la que mejor la simboliza es la libélula, ese insecto de transparentes alas brillantes, gran cabeza y cuerpo filiforme que el escultor Miquel Navarro homenajeó en su gigantesco Parotet. La mayor parte de su ciclo vital transcurre en el agua por lo que su existencia es un prodigio, teniendo en cuenta que las acequias no son lagos sino conductos artificiales que permaneces secos parte del tiempo. Más que volar, las libélulas bailan y es un goce contemplarlas sabiendo lo efímero del espectáculo y los peligros que amenaza a las danzantes.

Cuando paseo por los caminos menos trillados y pasan minutos sin que me cruce con nadie, tengo la impresión de encontrarme en una especie de metaverso cual avatar de mi propio «yo». De pronto aparece un labrador con denominación de origen, septuagenario de espardenyes y sombrero de paja, especie a extinguir como las libélulas que azacanea con ánimo juvenil y me saluda con un «bon dia». O me cruzo con alguno de los horticultores de fin de semana, urbanitas que alquilan micro parcelas para cultivar sus sueños.
A veces, en momentos de introspección, a plena luz del día tropiezo con fantasmas imaginarios, como el del tío Barret, Batiste y Pimentó, los personajes a los que dio vida Blasco Ibáñez en su novela ‘La barraca’. Y espectros históricos, los miles de moriscos expulsados a principios del siglo XVII en uno de los episodios más crueles y vergonzantes de la historia de este país, una sangría para el Reino de Valencia donde formaban el grueso de la población activa.
Un cúmulo de fatales circunstancias religiosas, políticas y económicas concurrieron en una decisión que condenó a toda una comunidad al destierro y al rechazo en su penoso exilio por no ser ni moros ni cristianos. Les arrebataron, primero su religión y luego la tierra y su futuro. La maldición del mestizo. En una suerte de justicia poética sus descendientes han regresado a la huerta valenciana donde la piel oscura domina entre quienes todavía la trabajan, ¿por cuánto tiempo?
Dilapidada, sacrificada en aras del crecimiento de la urbe y de la Universidad Politécnica, los últimos vestigios de este ecosistema singular esperan el tiro de gracia. En los despachos del poder ya ha firmado su sentencia sobre planos y planes que van a enriquecer a los de siempre.
Consciente de ese futuro incierto, cuando paseo por la huerta siento emociones contrapuestas, la satisfacción de haberla conocido todavía intacta y también indignación y pena anticipada, porque presumo que algún día nos será arrebatada, destruida, o desnaturalizada y degradada en puro ocio y negocio, como ha ocurrido en tantísimos paraísos perdidos de nuestra Comunidad.

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