El mal no existe

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‘El mal no existe’, de Ryûsuke Hamaguchi
Reparto: Hitoshi Omika, Ryo Nishikawa, Ryuji Kosaka, Ayaka Shibutani, Hazuki Kikuchi
Música: Eiko Ishibashi
Fotografía: Yoshio Kitagawa
Japón, 2023, 106 min.

Hay carreras que se cimentan a golpe de buena suerte y a la primera, y otras que maceran con el tiempo y mucho trabajo a largo plazo. Este último sería el caso del director japonés Ryûsuke Hamaguchi.

La obra de Hamaguchi arranca cuando era todavía un estudiante de cine con su primer mediometraje, ‘Like nothing happened’. Estamos en el año 2003. En 2008, ‘Passion’, su propuesta de fin de máster en la universidad de Tokio, ya fue seleccionada en el festival de San Sebastián.

Pero no sería hasta 2015, con ‘Happy hour’, un mastodonte cinematográfico de cinco horas y media en torno a la vida de cuatro mujeres que despuntaría en el festival de Locarno, cuando su nombre empezaría a romper el velo de una cierta popularidad entre cronistas especializados y los circuitos de distribución.

No era la primera vez que Hamaguchi se metía en una obra de larguísimo metraje ni tampoco sería la última. Su siguiente cinta, ‘Asako’, una historia de amor dividida en dos partes, ya entraría en la Sección Oficial de Cannes.

A esta le seguirían la delicada ‘La ruleta de la fortuna y la fantasía’, con la que ganaría el Oso de plata en el Festival de Berlín, currículo que coronaría con su siguiente trabajo, ‘Drive my car’, con el que ganaría el Oscar a la mejor película extranjera, entre otros galardones. Estamos ya en el año 2021.

El tratamiento del tiempo cinematográfico, su concepto de la puesta en escena, su manejo del ritmo interno de las secuencias, su sutil aproximación hacia sus personajes, iban a marcar su trayectoria. No estamos ante un director convencional.

Fotograma de ‘El mal no existe’, de Ryûsuke Hamaguchi.

Con ‘El mal no existe’, Hamaguchi conecta su obra con sus anteriores producciones, si bien presenta algunas diferencias. Cuenta esta cinta, más que un relato, una situación. Nos encontramos en un pequeño pueblo cerca de la ciudad de Tokio. En los alrededores, sobre una zona boscosa todavía virgen, una empresa privada proyecta la construcción de un camping de lujo.

Este proyecto provocará el rechazo de los vecinos del pueblo que, con ello, no solo verán afectadas sus formas de vida, sino la ruina de un paisaje y una fauna a la que aman y con la que se sienten profundamente imbricados.

Si nos atenemos a este leve argumento, podemos decir que la cinta de Hamaguchi no nos pone ante una propuesta excesivamente original. Recordemos, por ejemplo, la cinta ‘Tierra prometida’ del director Gus Van Sant, en la que Matt Damon interpretaba a un agente contratado por una gran empresa que llegaba a una modesta comunidad agraria del interior de Estados Unidos a fin de convencer a los propietarios de las tierras para que vendan sus propiedades para facilitar la extracción de petróleo por el método del fracking.

La desigual reacción de los lugareños ante el proyecto sostendría un conflicto que ponía en el centro una idea de progreso material muy cuestionable, así como la crisis económica de un país ahogado por la desigualdad.

Ryûsuke Hamaguchi recurre de alguna manera a esta misma estrategia dramática. Incluso vemos algunas escenas que nos son reconocibles, como es el caso de las reuniones en asamblea entre los enviados de la empresa inmobiliaria y la población local. Sin embargo, será en el planteamiento formal donde encontremos unas diferencias que nos remiten al sentido último al que nos guía la película.

Qué duda cabe que, como sucedía también en la cinta de Van Sant, ‘El mal no existe’es, entre otras cuestiones, una película con un claro discurso conservacionista. Hamaguchi confronta dos mundos, el de los habitantes del pueblo y la ciudad, representados en este último caso por los dos empleados de la empresa que construirá el camping. Y, como en la cinta de Van Sant, aquí se pondrán en juego también dos sistemas de valores.

Como sucede tantas veces, la promesa de prosperidad, avalada, según exponen los dos personajes, por los beneficios obtenidos gracias a los supuestos dividendos generados por la actividad económica derivada del proyecto hacia otros negocios del pueblo, servirá otra vez de gancho suficiente para convencer a los recelosos lugareños.

Sin embargo, estos no reaccionan de acuerdo con lo esperado. Ante la soberbia de los enviados de la empresa, que dan el acuerdo por cumplido, los vecinos demuestran un mayor conocimiento del terreno y una profunda convicción de que el beneficio prometido será su ruina futura. No todo es dinero en esta vida.

Fotograma de ‘El mal no existe’, de Ryûsuke Hamaguchi.

Pero donde Van Sant se jugaba su propuesta en el desarrollo de la trama, Hamaguchi deja que las cosas fluyan de otro modo. ‘El mal no existe’funciona sobre el contraste y la yuxtaposición de situaciones que dialogan entre ellas en tanto en cuanto confluyen en un mismo espacio, no como revelación de un argumento o conflicto que articule el andamiaje dramático de la película en el que se solapan las relaciones entre los personajes.

Así, Hamaguchi no tiene ningún reparo en alejarse de sus presuntos protagonistas, Takumi y su hija pequeña, Hana, para centrar la atención en la vida cotidiana de los dos agentes asignados al caso por la empresa que va a construir el camping.

De esta forma, tras su primer y frustrado intento de convencer a los habitantes del pueblo de que accedan a dar luz verde a su proyecto, después de una reunión on-line en la que los propietarios de la empresa les plantean la nueva estrategia, asistimos a una larga conversación entre los dos en la que comparten algunas confidencias de sus vidas y sus aspiraciones existenciales.

Cuando regresan al pueblo, sabemos algo de ellos, de su propia intimidad personal, que permite establecer nuevas asociaciones de correlación entere ese mundo urbano y cosmopolita, frío y deshumanizado, al que representan, y el modesto pueblo al que han sido enviados, poniéndonos en una nueva disposición ante los personajes.

En cierto modo, esta estrategia permite a Hamaguchi jugar, no tanto con las expectativas del espectador con respecto a la resolución de la trama, como dirigir su mirada, colocándolo en cada momento en una posición diferente a fin de conseguir la comprensión de las motivaciones de sus personajes, cambiando su punto de vista de tal forma que, al ponerlos unos junto a los otros, se establezca un dialogo y, así, comprendamos.

Hamaguchi logra, de esta manera, superar el fácil discurso de buenos y malos, cosa que no hacia Van Sant, para introducirnos en un mundo de nuevos matices emocionales. Nadie es santo ni demonio, solo somos sujetos inmersos en un contexto en el que nos vemos involucrados.

Cuando regresan al pueblo, los dos empleados de la inmobiliaria encuentran a Takumi cortando leña en su propiedad. A pesar de mostrarse incómodo con la visita, Takumi invita al hombre a tomar el hacha para cortar unos troncos. El hombre no sabe realizar la tarea, pero tras unas indicaciones de Takumi consigue partir una de las piezas.

El acto de cortar la leña, tan cotidiano para Takumi, se convierte, con lo que ahora sabemos, en un acto de liberación y la alegría del personaje se convierte en nuestra propia alegría. Nosotros somos, al mismo tiempo, ambos personajes. Los gestos cobran así una dimensión multipolar que apela a múltiples sentimientos.

Por un lado, comprendemos las razones de Takumi para oponerse a la construcción del camping. Ese mundo está en peligro y la posibilidad de su destrucción nos afecta en cuanto valoramos su belleza cotidiana. Pero, a la vez, también nos reconocemos en el personaje de ese agente cuya vida se ve impelida por la necesidad y el desafecto ante un orden que lo empuja a la soledad y al establecimiento de relaciones superficiales (como son la mayoría de relaciones de trabajo). Su revelación forma parte de nuestra propia revelación.

Fotograma de ‘El mal no existe’, de Ryûsuke Hamaguchi.

Pero esta estrategia ficcional no tendría el mismo sentido sin el peculiar tratamiento del tiempo que utiliza Hamaguchi. No es nuevo en su cine el recurso a tomas largas. Al contrario que en la cinta de Van Sant (y eso incluye sus películas más experimentales), Hamaguchi demora el fraccionamiento de las secuencias para dotar de ritmo a la narración.

En sus películas anteriores, el desarrollo de las escenas, más que al servicio de la acción, se aliaba con el ritmo interno de sus personajes, sumidos con frecuencia en complejos procesos internos de auto-comprensión y ensimismamiento. En ‘El mal no existe’, sin embargo, el director japonés va un poco más lejos. El ritmo de las escenas no corresponde solamente a ese tempo interior, sino al ritmo de un espacio, un lugar, de una naturaleza cuyos recursos se traban con la vida de sus habitantes.

Así, al principio de la película, vemos a Takumi cortando la leña que apila en un rincón. Si nos ciñéramos a su puro sentido descriptivo, la acción apenas ocuparía un par de gestos resueltos en unos pocos segundos. Pero Hamaguchi se lo toma con mucha calma, mostrando el pulso interno de esa muda conversación entre el hombre y el entorno.

A pesar de ser una película sobre nuestra relación con la naturaleza, no esperemos aquí el recurso a una cierta espectacularidad propia de otras propuestas (pensemos en documentales como ‘Las canciones de la tierra’de Margreth Olin, recientemente estrenado en Filmin).

Como hace en todo su cine, Hamaguchi muestra estos paisajes a la altura de los ojos de sus personajes. Es nuestra mirada la que establece la relación con ese medio circundante. Pero esa mirada, casi a ras de suelo, no nos priva de jugar con una idea de belleza. Es una belleza más real, más cotidiana.

En una de las escenas más hermosas de la cinta, Takumi enseña a su hija un abrevadero para ciervos que se abre en una de las orillas del lago helado que hay en los alrededores de su casa. Hamaguchi podría haber filmado ese espacio de mil maneras distintas. Sin embargo, nos lo muestra desde lejos, casi en la misma relación de perspectiva que mantienen los personajes. La intimidad entre padre e hija, su relación de maestro y aprendiz, los ata al paisaje.

Los azules y blancos del agua, la línea de árboles que establece el horizonte supera las intenciones de la mera composición para establecer una relación más profunda, la de aquel que contempla la naturaleza desde un conocimiento ancestral, de lo que siempre ha estado ahí. Más tarde, cuando nos acerquemos al abrevadero en otro momento de la cinta, al atardecer, todo cobrará sentido.

‘El mal no existe’ surge como un proyecto de colaboración entre Ryûsuke Hamaguchi y el compositor de la banda sonora Eiko Ishibashi, quien también colaborara en su anterior película, ‘Drive my car’. El músico necesitaba unas imágenes que acompañarían una serie de actuaciones y le pidió a Hamaguchi que le ayudara con ese proyecto.

De ahí, surgió la idea de esta película, inspirada, sobre todo, en esa relación entre imágenes y música. No es extraño, pues, que la música cobre un papel relevante. De hecho, la cinta empieza precisamente así, con esa música.

En imagen desfilan ante nuestros ojos las copas de los árboles de un bosque. Cada tanto, la imagen y la música se interrumpen para mostrar parte de los créditos de la película. Hamaguchi no tiene prisa y en cada momento entre títulos se toma su tiempo. El espectador se ve sumergido, así, en una especie de trance visual, de momento contemplativo o de introspección.

¿Qué quieren decir esas imágenes? ¿Por qué se demora tanto en pasar al relato? Hamaguchi reta al espectador situándolo en una posición incómoda de acuerdo con su propia disposición ante la pantalla, forzándolo a mirar, simplemente, sin esperar a que nada suceda. La música, como en buena parte de la película, no apuntala ninguna emoción previa respecto a una acción, sino que nos empuja hacia un estado de ánimo.

El diálogo entre la pantalla y el espectador explora, de esta forma, una serie de sensaciones que, al mismo tiempo, nos interrogan sobre nuestra manera ver el mundo. La impaciencia con la que vemos esas imágenes, la absurda necesidad de pasar rápidamente a otra cosa, nos incita, por sí misma, a repasar nuestra relación con ese otro mundo en el que vivimos y que traemos con nosotros a la sala de proyección, estableciendo así un diálogo con nosotros mismos, con nuestra forma de vida, la misma que sufren los personajes.

Pero no todo aquí es un lánguido transitar bucólico por un paisaje y unas gentes. El drama real nos asalta inesperadamente a la vuelta de la esquina, justo allí donde lo cotidiano, en su absurda estridencia, se rompe cuando emerge lo realmente relevante. Entonces, ese mundo, esa sociedad nos muestra otra cara. Aquí lo dejamos.