‘Glacial Decoy’, de Trisha Brown y Robert Rauschenberg
Comisariada por Teresa Millet
Institut Valencià d’Art Modern (IVAM)
Guillem de Castro 118, València
Hasta el 18 de abril de 2021
Teresa Millet, comisaria de la exposición ‘Glacial Decoy’, se refirió al trabajo de Trisha Brown con una expresión utilizada por la propia bailarina y coreógrafa estadounidense: improvisación estructurada. Parece una contradicción en los términos, y en realidad lo es, si no fuera por que estamos hablando de una artista singular, que concebía la danza como una disciplina (otro término que con ella no casaría) mediante la cual empezar a volar. Lo dijo ella misma en su texto de 2017 para celebrar el Día Internacional de la Danza: “I became a dancer because of my desire to fly” (Me convertí en bailarina por mis ganas de volar).
Entre esas ganas de volar y la contradicción que habita en todo artista, su improvisación estructurada como método arbitrario de trabajo le encaja como un guante. Porque Trisha Brown, también lo dijo en aquel texto, creaba con los cuerpos de los bailarines, en tanto herramientas para la expresión y no como medios para la representación. De ahí que, subyugada por esa expresión y por la novedad de ver su obra en un teatro por primera vez, tras actuar en espacios alternativos, decidiera asociarse con el artista plástico Robert Rauschenberg, que tampoco llevaba bien los compartimentos estancos del arte.
Así fue como crearon conjuntamente la pieza ‘Glacial Decoy’, a la que el IVAM dedica su Caso de Estudio, tomando como punto de partida cinco fotograbados de Rauschenberg, pertenecientes a la Colección del museo, más una serie de préstamos en colaboración con las fundaciones de ambos artistas, entre los que se encuentran la propia Premier Mundial estrenada en 1979 en el Children’s Theater de Minneapolis. “Traducido literalmente, ‘Glacial Decoy’ es ‘Señuelo glaciar’”, señaló Millet, para abundar en ello: “Es el señuelo de la imagen y del movimiento de las bailarinas. Una forma de tenerte pillado, manteniendo tu atención entre las imágenes y la danza”.
De las más de 6.000 fotografías que Rauschenberg tomó para la realización de esta pieza, seleccionó finalmente 620 para su presentación visual. Imágenes desplegadas en cuatro pantallas que, de izquierda a derecha, iban apareciendo y desapareciendo al ritmo que marcaban los cuerpos de las bailarinas, vestidas con unas delicadas telas blancas para facilitar sus movimientos, diríase casi fantasmales. “El primer vestuario se apoderaba demasiado del cuerpo de las bailarinas, de manera que luego realizó este otro que les daba más libertad”, explicó Millet.
Imágenes plásticas y movimiento corporal que, en cierto modo, inauguraba una forma de interacción artística aún vigente y objeto de fructíferas investigaciones. “El arte contemporáneo todavía está aprendiendo de todo ello”, resaltó Nuria Enguita, directora del IVAM, quien destacó la pieza como una “joyita” prácticamente “desconocida”, que hoy, más de 40 años después, sigue provocando admiración. “Esa relación entre lo visual y lo plástico adquiere todo su sentido en el museo”, donde a su juicio da pie a un debate que “es más candente ahora que antes”.
Volvamos a la improvisación estructurada de Trisha Brown, sin duda motor de ese espíritu contrario a las normas establecidas. Si entendemos el acto creativo como aquél que separa al artista del mundo ya visto y conocido, no cabe duda que tanto Brown como Rauschenberg se asociaron para volar, en el doble sentido de alzarse por encima de los cánones y de dinamitar las convenciones. “Bob”, decía la coreógrafa de su colega y amigo, “le tiene envidia a la danza porque está viva y es frágil porque desaparece en cuanto el bailarín sale del espacio”.
La improvisación estructurada viene a poner el acento en esa contradicción que los llevaba a ambos en volandas, pasando de la espontaneidad a cierta experiencia reglada. “Un espacio acotado que se lo saltan”, señaló Millet. “Aceptan la norma, para romperla”, remarcó Enguita. “Se impone el movimiento y la necesidad de salir de la obra”, añadió la directora del IVAM, subrayando esa voluntad imperiosa de “despojarse del relato” con la que ambos comulgaban en aquellos años 60 y 70 del pasado siglo, época caracterizada por las revueltas estudiantiles tanto en Europa como en Estados Unidos.
‘Glacial Decoy’ muestra esa conexión entre el arte contemporáneo y las artes escénicas y performativas, para levantar testimonio de su fructífera alianza. El Caso de Estudio, además de acoger la pieza de danza plástica y la selección de fotografías, se completa con revistas y documentación sobre la pieza, así como la carpeta colectiva dedicada a Merce Cunningham en 1974, bailarín de referencia durante aquellos años que nos ocupan.
De hecho, Cunningham fue otro de los artistas empeñados en desligar la danza de todo aquello que distrajera su atención, como por ejemplo la música, para subrayar la experiencia visual del movimiento de los cuerpos al bailar. Experiencia que Rauschbengerg propuso fuera lo más carnal posible, sugiriendo que las bailarinas se enfrentaran al público desnudas. Luego reculó, diseñando los trajes blancos que, en cualquier caso, dejaban la espalda al descubierto para enfatizar la coreografía, según explica Millet en la hoja de sala.
El cebo, reclamo o señuelo de ‘Glacial Decoy’ se halla en esa relación fría, glacial, fantasmal, de los cuerpos sometidos al flujo de las imágenes o de las imágenes al movimiento corporal, que obliga al espectador, como a los propios artistas, a abandonar su mundo conocido para arriesgarse a transitar por otro que le genera cierta inquietud. La inquietud de un universo donde los relatos, aquellos grandes relatos dados por muertos en la posmodernidad, dejan paso al desconcierto, y el arte busca fundirse con la vida desprovista de asideros seguros.
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