Doctor en Alaska

#MAKMAAudiovisual
‘Doctor en Alaska’, de Joshua Brand y John Falsey
‘La democracia en América’ (Temporada 3 – Episodio 14)
Reparto: Rob Morrow, Janine Turner, John Corbett, Barry Corbin, John Cullum, Cynthia Geary, Darren E. Burrows, Elaine Miles, Peg Phillips
Creada en 1990
Filmin

Desde el advenimiento de esta nueva era dorada de las series de televisión que estamos viviendo, la figura del guionista se ha convertido en la nueva estrella del negocio audiovisual. Es ya un argumento común la idea de que las buenas historias no se encuentran en las películas producidas para la pantalla, sino en las series de la tele.

En este sentido, la reciente inclusión de la serie ‘Doctor en Alaska’, creada en 1990 por los guionistas Joshua Brand y John Falsey, en la plataforma de video bajo demanda Filmin, se presenta todavía como un brillante ejemplo de talento y precisión que, más de treinta años después, nos sigue enamorando y sorprendiendo, como demuestra la entusiasta acogida que ha tenido entre los suscriptores.

‘Doctor en Alaska’ se desarrolla, así, en base a una serie de capítulos autoconclusivos en los que asistimos a las peripecias de doctor Joel Fleischman, un joven médico de Nueva York que es destinado a un pequeño pueblo del estado de Alaska llamado Cicely. En torno a este se desarrolla, a su vez, la vida de un grupo de sus habitantes, a cada cual más extravagante y surrealista.

En un tono que nos remite al realismo mágico (de hecho, en uno de los capítulos se cita un extracto de ‘Cien años de soledad’, de García Márquez), nos adentramos en un mundo que nos conecta con nuestro lado más humano, una inteligente alegoría sobre la convivencia en comunidad (con sus muchas contradicciones), a nuestra conexión con la naturaleza, con nuestro lado más atávico. La vida, en definitiva.

Pero aquí quisiera referirme a un capítulo concreto de la tercera temporada de esta serie. ¡Cuidado, que van spoilers!

La democracia en América

El capítulo comienza cuando Edna Handcock, una curtida granjera de la zona, irrumpe en el bar del pueblo y, ante al resto de tranquilos parroquianos, señala al no menos tranquilo tabernero, Holling Vincoeur, al que reta para que se presente a las próximas elecciones para la alcaldía.

Es entonces cuando descubrimos algo que, hasta ahora, no sabíamos. Y es que Holling es el alcalde del pueblo desde hace tanto tiempo que ya nadie recuerda cuándo lo eligieron. La costumbre ha hecho que siga en el puesto sin que nadie haya convocado nunca otras elecciones que lo ratifiquen. Pero, ahora, Holling se verá obligado a someterse al proceso por la simple razón de que ha aparecido otra candidata.

Y el motivo por el que Edna ha decidido entrar en la refriega es muy sencilla: Holling no ha cumplido con la promesa que le hizo, ¡cinco años atrás!, de poner una señal de stop antes de una curva que hay en la carretera que pasa por el linde de propiedad. Cuando los camiones que frecuentan dicha carretera se aproximan a la curva en cuestión, se ven obligados a reducir la velocidad con un brusco cambio de marchas, haciendo un ruido muy molesto que perturba su tranquilidad y la de sus animales.

Para evitarlo, Edna quiere que coloquen una señal de tráfico que obligue a los camiones a detenerse antes de que lleguen a ese punto de la ruta. Frente a esta acusación, Holling se muestra sorprendido. No es que el hombre tenga un apego especial por el cargo. Al fin y al cabo, él nunca quiso ser alcalde, fueron los vecinos quienes lo eligieron. Ahora bien, que alguien le reproche algo que ni siquiera recuerda…

El caso es que, por primera vez en muchos años, habrá elecciones en Cicely. Y así se pondrá en marcha la maquinaria electoral. A partir de este momento, se producen todo tipo de situaciones. Y aquí viene lo brillante del capítulo. En tan solo ¡45 minutos! y sobre la base de un texto impecable, se van a exponer todos los conflictos que implica este experimento de la democracia. Vamos por partes.

Holling Vincoeur: cuando la victoria no es suficiente

Por un lado, tenemos al pobre Holling Vincoeur, actual alcalde de Cicely. Holling es un hombre sencillo, sin grandes ambiciones materiales. Pero, ¡ay!, sucede que, iniciada la carrera hacia el poder, ya no se conformará con participar en el proceso. Ni siquiera una victoria le parece, de repente, suficiente.

Interpelado por Edna, que le acusa de no haber cumplido con su palabra (no es el asunto en conflicto lo importante, son los principios que ha traicionado; “me mentiste”, le espeta a Holling), herido en su orgullo, ahora quiere humillar, destrozar a su oponente. “Ahora no solo quiero ganarle; quiero destruirla, partirla por la mitad”, dirá, en una de las secuencias más divertidas del capítulo.

Iniciada la competición, Holling se entregará, así, a toda clase de triquiñuelas, como invitar a la gente a beber cerveza gratis en su bar, o apelar al chantaje sentimental como moneda de cambio programático. De esta forma, Holling hace una visita inesperada a la joven Marilyn Whirlwind, la risueña y silenciosa ayudante india del doctor Fleischman.

Invocando su amistad, Holling quiere ganarla para su causa, logrando, de esta forma, el voto de la comunidad indígena a la que pertenece Marilyn. Pero, como ocurre con frecuencia en democracia, esta no puede garantizarle ningún apoyo. Unos le votarán…, pero otros tantos, no, le dice sin inmutarse. En democracia, es el pueblo el que elige, y lo hace, sin coacciones, en ejercicio de su libertad. ¿Y ella?, le pregunta un desconcertado Holling, que ve que lo que creía una victoria fácil, se le escapa de las manos.

Frente a las maquinaciones del tabernero, Edna apelará al pasado de Holling con la no menos cuestionable intención de ensuciar su reputación. Así, ante una barra del bar abarrotada de clientes dichosos de que les regalen otra jarra de cerveza, Edna recuerda que Holling tiene una deuda pendiente con Hacienda por el impago de unos impuestos. Una acusación un poco turbia, por engañosa, como sabemos por capítulos anteriores, pero que apela al juego de propagandas en el que se dirimen las actuales democracias.

Los personajes de ‘Doctor en Alaska’. De arriba abajo y de izquierda a derecha: Chris Stevens (John Corbett), Ed Chigliak (Darren E. Burrows), Maurice Minnifield (Barry Corbin), Ruth-Anne Miller (Peg Phillips), Joel Fleischman (Rob Morrow), Holling Vincoeur (John Cullum), Sally Tambo Vincoeur (Cynthia Geary), Maggie O’Connell (Janine Turner) y Marilyn Whirlwind (Elaine Miles).

En el debate posterior que ambos contrincantes mantendrán en la iglesia del pueblo, a modo de lúcida caricatura de los que se producen en las campañas reales, frente a un pueblo dividido en dos bandos, Edna reprochará a Holling su manifiesta incompetencia. Un político que no cumple con sus compromisos, sostiene, no merece representar al pueblo. Edna nos recuerda, así, aquello tan manido, como tantas veces olvidado: que, en democracia, las promesas están para cumplirlas y que no hacerlo tiene un precio muy alto.

Sally y la atracción por el líder

Pero Holling no es el único cuya vida se va a ver desbaratada por estas elecciones. Junto a este, encontramos a Sally, su mujer, que, una vez que ha descubierto lo que antes ignoraba, es decir, que su marido es la máxima autoridad del pueblo, se siente poseída por una fuerte atracción sexual hacia él.

Aparece, así, otro elemento asociado a casi cualquier modelo político, y al que la democracia tampoco es ajena. Durante todo el capítulo, Sally perseguirá a un atribulado Holling para que dé satisfacción a su deseo (algo absurdo pues, como sabemos, la vida sexual de la pareja es muy activa, con o sin elecciones). La atracción por el líder, aparece, de esta forma, como principio perturbador de un proceso que debería estar dirigido por los programas.

Pero el debate no ha hecho más que empezar. La discusión entre fondo y forma, entre sentido último y apariencia, estará en el origen de la disputa que mantendrán el doctor Fleischman con Maggie O’Connell, su partenaire en la serie. Y aquí vendrá el destino (o la mano sutil de los guionistas) a unir a dos almas tan contrapuestas para que se encarguen de la logística necesaria para que se produzca el gran evento.

Para el racional Joel, lo interesante de la democracia no es tanto el resultado, como el propio proceso. Democracia no son ideas ni programas, como cabría suponer, es la consecuencia del empleo torticero del oscuro arte de la demografía. Análisis de datos por razas, ingresos, edad, sexo, creencias religiosas… 

“El que complace al grupo adecuado, ganará la partida”, dirá Joel, en un ejercicio de cínico y, a su manera, certero realismo. Para Maggie, sin embargo, las elecciones son “algo más que estadística”. Son emoción, son ciudadanía, son ceremonia, un símbolo, sostendrá, enojada.

Y para que el símbolo funcione, las apariencias son relevantes, pues son respeto debido a la institución, sin el cual, esta estaría abocada al fracaso, defiende cuando ella y Joel discuten por el color de la cinta que debe decorar el púlpito de la iglesia del pueblo que hará las funciones de improvisado colegio electoral.

Ed Chiglia, Alexis de Tocqueville y el complejo asunto de la democracia

Pero si hay dos personajes que concentran buena parte del debate que supone este complejo asunto de la democracia, son Ed Chigliak y Chris Stevens. Ed es un joven indio que se enfrenta por primera vez a unas elecciones. Desde que tiene uso de razón, Holling ha sido siempre el alcalde de su pueblo. Ahora bien, como es la primera vez que lo hace, Ed se ha tomado muy en serio esta responsabilidad.

¿Cómo saber a quién hay que votar?, pregunta Ed a sus amigos. Para Maggie la mejor manera de decidirlo pasa por leer los programas electorales y escuchar los discursos de los candidatos. Y si todo esto no fuera suficiente, hay que atender al instinto.

“Mira a los candidatos a los ojos y trata de adivinar quién tiene menos posibilidades de convertirse en un monigote sin principios”, afirma Maggie, con sorna. En el otro extremo, Joel le aconseja a Ed que vote por un líder fuerte que defienda sus puntos de vista. Pero, dividido entre dos opciones que no logra distinguir, Ed no tiene, de momento, un punto de vista propio.

“Entonces, sigue tus filiaciones”, le aconseja el doctor. ¿Y qué quiere decir eso?, pregunta Ed, todavía más desorientado. “¿Eres demócrata o republicano?”, le dice Maggie, en un nuevo (e irónico) giro del guion.

Incapaz de resolver sus dudas, Ed continuará investigando. Y allí lo vemos, pensativo, caminando por la calle, libro en mano, tratando de extraer de las fuentes que inspiraron la democracia de su país, una respuesta adecuada que lo salve del atolladero.

‘La democracia en América’, de Alexis de Tocqueville.

Ed se enfrenta, así, con un nuevo dilema. Según la Declaración de Independencia, “el Gobierno derivará sus justos poderes del mandato de los gobernados”. Es el pueblo, en mayoría, quien decide. Ahora bien, por otra parte, y siguiendo las reflexiones del pensador francés Alexis de Tocqueville, el problema de la democracia reside, precisamente, en la amenaza de esas mayorías que aplastarán, por la fuerza de su omnipresencia, la voluntad de las minorías que, así, quedarían oprimidas de manera sistemática.

Para Thoreau, a su vez, “un hombre que tiene más razón que su vecino, constituye la mayoría de uno”, cita Ed. Irrumpe, de esta forma, el concepto de desobediencia civil. “El último refugio contra la dictadura del estado”, exclama su amigo Chris Stevens.

Incapaz de discernir entre dos polos tan contrapuestos, Ed pregunta a Chris quién tiene la razón. “¡Todos!”, exclama, alegre, Chris. Lo uno y lo contrario, a la vez. Y es que la vida en democracia está llena de encrucijadas irresolubles. O de soluciones parciales, cabría matizar, y, por lo tanto, más que excluyentes, complementarias.

Chris Stevens y la democracia como máxima expresión

Y por último tenemos al propio Chris Stevens, el locutor de la radio local y, por lo tanto, el representante de los medios de comunicación. Chris es el más entusiasta de todos los personajes, pues, para él, el ejercicio de la democracia es la máxima expresión de la nación, el pegamento que une al país.

“No son los legisladores ni los ejecutivos ni las universidades ni los salones… Es la gente común”, dirá citando al poeta Walt Whitman. Pero es que, quizá, este entusiasmo de Chris tenga su origen en su incapacidad para participar en el proceso. Por culpa de sus antecedentes penales, a Chris le está vetado votar. Y es que no hay nada como que te priven de un derecho para empezar a apreciarlo.

Al final del capítulo, se produce la votación, pero el resultado, comprendemos, es lo de menos. Lo realmente importante es esa sensación que nos transmite el capítulo de un cierto espíritu de celebración.

Así, a pesar de las discusiones que tienen entre ellos, Maggie y Joel acabarán celebrando lo bien que ha salido todo. Con una participación de un 87 % del censo, la experiencia ha sido muy satisfactoria para ambos, cosa que Joel festeja invitando a Maggie a cenar, como muestra de reconciliación entre ellos.

Después de tantas cavilaciones, Ed se sentirá igualmente feliz, pues ha ejercido su derecho a expresarse y se ha convertido, al fin, en ciudadano. Por su parte, Holling terminará aceptando el resultado de las urnas y, en su matrimonio, todo volverá a la normalidad. Y, tras la victoria, suponemos que Edna tendrá finalmente su deseada señal de stop. Pero, ¿y Chris?

Pues quizá el ecléctico Chris sea el hombre más feliz de todos. Tal es su estado de ánimo que hasta se ha cortado el pelo y se ha puesto un traje de corbata por primera vez en su vida (una extravagancia para un hippie metafísico como él). Aunque no puede votar, se ha vestido para embeberse del gran momento. Es una señal de respeto… a la democracia.

El capítulo se cierra con el siguiente diálogo. Tras el anuncio de los resultados de la votación, Ed y Chris se felicitan por el gran triunfo de la jornada.

–¡Lo hicimos, Ed! ¡Funciona!, dice Chris a su amigo.
–¿Qué funciona?, pregunta Ed.
–La gran idea, amigo, El proceso… Ed, hemos sido testigos de una pacífica transición en el Gobierno. ¿Te das cuenta del milagro?
–Creo que sí.
–¿Lo crees? Escucha, Ed. A pesar de Rusia, a pesar de Alemania, la mayor parte de la gente de este planeta vive bajo el yugo de una autocracia o un régimen totalitario. ¿Me oyes? Hoy, la afable gente de Cicely, se ha levantado y ha puesto una doble “v” en la categoría de la victoria de la democracia.

Delante del micrófono, en la emisora de radio, ya al anochecer, Chris rematará el capítulo con la siguiente declaración:

“No somos enemigos, sino amigos. No debemos ser enemigos. La tensión que soporta la cuerda, no puede romper los lazos de afecto que nos unen”. Son las palabras de Lincoln hacia una nación dividida, las mismas que yo dirijo ahora a un Cicely dividido… Holling Vincoeur: tú sabes que tus conciudadanos te tienen siempre en su corazón. Hoy solo han decidido poner a Edna al volante… por un tiempo. Está bien. Y si la cosa no funciona, habrá otras elecciones.

Sin rencores, como dice Chris, pues en democracia la victoria no es un cheque en blanco. Es solo un préstamo… por un tiempo. Y si la cosa no funciona, siempre habrá ocasión de rectificar. Esta es la clave.

En 1990, cuando nació esta serie, George H. W. Bush (el padre del otro Bush) era presidente de los Estados Unidos. Luego, vendría Bill Clinton. En España todavía nos quedaba otra legislatura con el socialista Felipe González en el gobierno. Después, vendría Aznar.

Pero lo interesante es que, por entonces, cuando se emitió esta serie, si uno hace memoria, parece que aún creíamos en esto de la democracia como expresión de la voluntad de un pueblo que se expresaba en conciencia en las urnas. Votar era la prueba de una condición de ciudadanía que se manifestaba en libertad y en la confianza de que era ella la que elegía. Pero, ¿y hoy?

La ficción, buena o mala, no deja de ser, de alguna forma, reflejo de su tiempo. Allá por la década de los 90, ‘Doctor en Alaska’ mostraba las contradicciones del sistema, pero, al final, quedaba lo más importante: aquel espíritu de celebración, aquel estado de ánimo que reivindicaba Maggie O’Connell y que daba sentido al proceso.

Otras series que ­nos hablan del imperio de la codicia
Imagen promocional de la serie ‘Succession’.

Ahora, superada con creces la frontera de un nuevo siglo, las cosas han cambiado mucho. Títulos como ‘House of cards’, ‘Juego de tronos’,o más reciente, ‘Succession’, nos dicen que este juego del poder está torcido.

En España, series como ‘Vota Juan’, si bien en un registro de comedia, dibujan la figura del político como un pícaro sin escrúpulos, espejo de esa imagen que, desde hace años, asociamos con nuestros representantes públicos.

Son series que ­nos hablan del imperio de la codicia por la codicia, de la ambición sin otro objeto que la propia ambición, que describen un mundo sin reglas que no sirve a otro propósito que el de intereses particulares, y donde la comunidad ha pasado, de ser protagonista, como en ‘Doctor en Alaska’, a ocupar el segundo plano, allá, al fondo de la imagen.

Así, y a la vista de la realidad cotidiana, a las puertas, en España, de un nuevo ciclo electoral, quizá cabría echar la vista atrás y ver de nuevo este capítulo (titulado, por cierto, ‘La democracia en América’) para, luego, preguntarnos: ¿qué nos ha ocurrido?