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‘Bonnard, el pintor y su musa’, de Martin Provost
Con Cécile de France, Vincent Macaigne y Anouk Grinberg, entre otros
122’, Francia, 2023
Unos ojos cerrados descansan tras unos brazos que forman una suerte de almohada. El resto del cuerpo desnudo yace sobre la tierra húmeda. El reposo de esta mujer llama significativamente la atención sobre el resto de elementos que lo rodean.
Alejado de ella se sitúa un hombre también desnudo, de pie, bajo un árbol. Se halla tan cerca del tronco que casi parece formar parte indisoluble de la vegetación. Entre ambas figuras, el mundo. Flores, animales, agua, cielo. Pierre Bonnard –pintor, ilustrador y litógrafo francés– tituló a esta obra ‘Paradis Terrestre’. El paraíso en la tierra.
No es casualidad que ‘Bonnard, el pintor y su musa’, nuevo largometraje de Martin Provost, erija sus cimientos en base a la figura femenina, al deseo del cuerpo y a la naturaleza. El director francés construye, así, un biopic sobre el pintor postimpresionista y su carrera artística, en la que su pareja, Martha, se convertirá en piedra angular de la misma.
Un primer plano de un lienzo en blanco da comienzo a la película. La mano de Bonnard (Vincent Macaigne) comienza a garabatear un retrato de una mujer con sombrero. Su rostro, irreconocible. Acto seguido, se descubre la modelo original, Martha (Cécile de France), quien Bonnard acaba de conocer en un barrio de pésima fama.
“Enséñame los pechos”, le ordena a continuación. Provost muestra su declaración de intereses en apenas unos segundos de metraje. Para Bonnard, Martha es tan solo un cuerpo. Un objeto al que mirar, como si de un bodegón se tratara.
Esta cosificación por parte del artista se deja patente a lo largo de la obra. Tras comenzar una relación sentimental con ella, Bonnard sufre una proliferación y un éxito artístico debido a la presencia de Martha en su vida. No obstante, el pintor nunca incide en los rasgos faciales de su amante. Tan solo aparece su cuerpo. Una y otra vez. Pese a la frustración que este hecho inflige en Martha, fechas y arrugas se acumulan en la pantalla y no se marcha de su lado, reflejando así la toxicidad que envuelve la relación entre ambos.
Martha actúa como numen doble dentro de ‘Bonnard, el pintor y su musa’. En el relato y fuera de él. Para Bonnard. Para Provost. Uno la necesita para dar pinceladas, para imaginar el paraíso. Otro la requiere para otorgar a su largometraje una figura poderosa sobre la que recae el verdadero peso de la narración. Para que su película viva. El protagonismo que abarca Martha supera al propio Bonnard. Al propio filme.
Grandes planos generales abarcan el bosque, el río, el sol. El verde de las hojas respira en la pantalla mientras los amantes retozan en la orilla. Bonnard jamás pintaría sin ella, por muy cristalino que esté el río, por muy fuerte que canten los pájaros. A su vez, Provost jamás realizaría un largometraje con Bonnard, sus cuadros y el París del siglo XX si no tuviera a Martha.
El director no configura la imagen de musa como algo etéreo o espiritual. Tras conocer al círculo social de Bonnard y que los celos y la vergüenza la inunden, Martha huye. Sale por un callejón oscuro, húmedo, sucio. Los gruesos muros y un contrapicado la empequeñecen. Extasiada y jadeando, mira hacia el cielo. Está lejos, muy lejos de ella.
La Luna es hermosa, blanca, rodeada de nubes que ensanchan su misticismo. Contrasta con la imagen de Martha, asfixiada por su asma y por los planos de Provost. Su vestido es lúgubre. Pero Martha no es un ángel, ni una deidad. Martha es Martha.
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