#MAKMALibros
‘Un brindis por San Martiriano’
Albert Serra
Ed: H&O Editores
Dentro del panorama editorial español, resulta casi una anomalía encontrar algún texto original en el que nuestros directores de cine reflexionen sobre su propio trabajo. Es por eso que, frente a esta desafortunada “tradición”, debemos celebrar el hecho cuando sucede, no solo por lo que dichos escritos y directores puedan enseñarnos sobre su obra o el mismo arte de hacer películas, es decir, su praxis, sino como una vía para expandir esa conversación (sorda, muchas veces) entre su trabajo y aquello que pensamos o entendemos sobre el mismo, analistas profesionales o el público en general.
Con frecuencia, sucede que la interpretación que hacemos de la obra de un director no tiene por qué coincidir con sus intenciones. O, en otros casos, que sus intenciones no sean fácilmente discernibles, disfrazadas bajo capas de tramas y sub-tramas argumentales o todo tipo de subterfugios estéticos cuya inspiración no siempre resulta tan evidente como nos damos a entender. Es por eso que, acercarnos a la mesa de trabajo de un director, a través de sus propias reflexiones, como decimos, es siempre una oportunidad que no se debe dejar escapar.
Cabría decir, para arrancar esta crónica, que ‘Un brindis por San Martiriano’ es, como poco, un libro curioso. Parte el director catalán Albert Serra, para la confección de este pequeño volumen, de un texto que improvisó como pregonero de las fiestas mayores de Banyoles, su pueblo natal, en la provincia de Girona. Y dirá usted, ¿y qué tiene que ver todo eso con el oficio de director? Pues, mucho más de lo que parece a simple vista.
El libro que Serra nos propone se articula sobre la base de una idea medular: la fiesta como expresión exterior de lo lúdico. La fiesta y lo lúdico, a su vez, como exaltación de lo subversivo, lo raro, lo excepcional, manifestación, en definitiva, de aquello que nos confronta con la rutina cotidiana. No pierdan de vista este punto.
Antes que nada, Serra nos dice que nunca fue un hombre de multitudes. Como todo hijo de su pueblo, traza el director de ‘Liberté’ el mismo recorrido vital que realizaría la mayoría de conocidos y amigos de su generación durante sus años de infancia y juventud (Serra nació en 1975).
Este viaje personal partiría de Banyoles, donde recogería sus primeras experiencias vitales y de formación, para llevarlo hasta Barcelona, la gran capital, a donde se trasladaría para cursar estudios universitarios. Pero esta “evolución” no supuso en el futuro director una gran diferencia en su vida.
Durante esos años en la ciudad, confiesa, no trató con nadie, no habló con nadie, no sumó a nadie en el haber de la cuenta de resultados de sus relaciones personales. Por no tratar, ni siquiera tuvo trato con ninguno de los profesores que lo examinaron. Nunca fue a una sola clase, nos dice. ¿Y para qué? Contra todo pronóstico, ese viaje a la ciudad no le aportó, en lo personal, nada que no hubiera visto o vivido mucho antes, en su pueblo.
Desmonta Serra, así, una idea de cosmopolitismo que hemos convenido en sostener a lo largo de las últimas décadas en esto que hemos llamado la vida en la posmodernidad. Se trataba de huir de lo pequeño, lo mundano, para acumular vivencias más allá de la comodidad de lo reconocible y en la búsqueda de una rica diversidad, de abrir los ojos, de escapar del regazo opresivo de nuestros “espacios de confort”. Los prejuicios se corrigen viajando, afirmamos con demasiada frecuencia.
Pues bien, Serra viene para decirnos que de eso nada y que, al contrario, esta visión, tan ampliamente aceptada, es puro espejismo. Nueva York, Londres, París, Berlín o la misma Barcelona se presentan en nuestra imaginación como las grandes capitales culturales del occidente contemporáneo.
Serra nos dice que no vale la pena emprender ese viaje. Él estuvo allí, lo ha visto todo y no encontró nada o, como decimos, nada nuevo que lo atrajera lo suficiente para provocar en él ningún cambio, ningún aprendizaje.
Y, en parte, puede que no le falte algo de razón. Quizá todo responda solamente a una lógica consumista, sin otra razón de ser que el propio consumo en sí. Al fin y al cabo, allí donde vayamos encontraremos, de una manera o de otra, la misma gente, los mismos conflictos, las mismas experiencias.
Por el contrario, la vida en el pueblo, en lo cercano, aparece en el texto de Serra como albacea y garantía de otros valores que entiende más relevantes. El pueblo imprime carácter, el inevitable contacto con los vecinos nos aporta valentía y resolución, sobre todo a la hora de emprender nuevos caminos en la vida y, por consiguiente, en nuestro arte.
Frente al pueblo (o la pequeña ciudad), la gran urbe cosmopolita se presenta como un caos ingobernable para el propio individuo que la habita. La ciudad es estrés, es confusión y, finalmente, y a pesar de la lógica que imprime la amplia oferta de entretenimiento que, se supone, ofrece, es tedio y monotonía. La ciudad como el imperio de la lógica, de lo racional.
Una razón que se presenta como antídoto para combatir o disfrazar, por la vía del intelecto, ese aburrimiento existencial que nos rodea. El pueblo, lo cercano, en cambio, aparece como territorio de todo lo opuesto: lo irracional, del puro instinto, de la usencia de artificio, de lo más íntimo y emocional. Todo ello nos llevará a reforzar nuestra mirada individual y, en consecuencia, la mirada del artista.
Derivado de esa idea de pueblo aparece otra idea o concepto: el marco. El marco como balde de la formación del director, sí, pero marco también como conjunto de coordenadas que dirigen o sugieren un horizonte a la obra, en este caso, a la película. Orden frente a caos. Cualquier buen guionista sabe de lo que estamos hablando. Sin ese marco, sin ese orden (orden=pueblo), la obra se descoyunta (urbe=caos).
Ahora bien, en ese marco, en ese orden, irrumpe en barrena aquella idea de lo lúdico de la que hablábamos al principio. Lo lúdico como derroche, lo lúdico como pulsión, perturbación, remedio contra esa racionalidad, tediosa, opresiva, de lo urbano. El marco es, pues, la fiesta entendida como un espacio de explosión donde los corsés impuestos por las normas, se relajan, lo lúdico como excepción, una vía abierta por la que huir de las cadenas que nos oprimen.
Pero, ¿cómo conseguir que esa idea de lo lúdico permanezca más allá de ese momento de la fiesta, para que no se pierda? ¿Cómo fijar ese impulso, tan necesario, esa invitación a la trasgresión? Si la fiesta es, por principio, un suceso transitorio, temporal, una excepción en la línea plana de lo cotidiano, nos dice Serra, el cine es huella perdurable. La fiesta, pasa. El cine permanece para siempre.
Ahora bien, llegados a este punto, cabría preguntarse cómo queda expresada esta búsqueda de lo lúdico, de lo festivo, en el trabajo del director de cine o, al menos, en la forma en como Albert Serra entiende que debe afrontar una obra cinematográfica.
Entra en juego, aquí, la relación de Serra con Lluis Carbó, uno de sus actores fetiche. Protagonista de buena parte de su filmografía (‘Honor de caballería’, ‘El cant dels ocells’, ‘El Senyor ha fet en mi meravelles’, ‘Història de la meva mort’), Carbó representa la quintaesencia del cine (o los modos de hacer cine) de Albert Serra.
Hombre peculiar, Carbó (fallecido en 2016) no atesoraba ninguna formación académica como actor (la urbe). Esta particularidad, sin embargo, le permitió conservar intactas otras cualidades, quizá más valiosas para el autor de ‘Pacifiction’. Aparece, así, de nuevo, la intuición (es decir, el pueblo; el actor era vecino de Banyoles) como gran valor de referencia.
De Carbó, además de su íntima amistad con el director (fue su profesor de tenis), destaca Serra su instinto para ese juego de ida y vuelta entre la presencia del actor, su forma física, y la imagen, el cuadro (o marco) cinematográfico. En esa confrontación, la experiencia de la vida (el pueblo) se hace imprescindible. La vida, lo lúdico, como fuente de inspiración del artefacto dramático.
Y en ese diálogo, el director aparece como un mero cazador al acecho, que observa al actor para captar con su cámara esos destellos de vida, de lo lúdico. Sobre esta premisa, será la puesta en escena (posición de cámara y movimientos, la disposición del resto de elementos que conforman la imagen) la que se ponga al servicio de la actuación y no al revés, como sucede en la mayoría de los casos.
Esa es la diferencia entre el cine de Albert Serra frente a otras propuestas, digamos, más convencionales, lo cual no deja de resultar una sorpresa en una obra tan fuertemente esteticista como la del director catalán.
La vida, pues, como sustento para la inspiración del actor y, en consecuencia, de la construcción del artefacto cinematográfico. Lo lúdico como soporte para dar forma al arte. La obra cinematográfica ya conformada, después, como espejo de esa vida que ha quedado capturada en sus imágenes.
Ahí será cuando el arte devuelva a lo cotidiano ese espíritu lúdico que, ahora, partirá de la pantalla, alimento contra el tedio al que nos aboca la cotidianidad (urbe) de la que Serra quiere que escapemos. El cine se convierte, así, como la fiesta, lo lúdico, en arma política y de subversión.
No es fácil seguir las pistas que Serra deja en un texto al que, con frecuencia, le falta un poco de claridad y al que agradeceríamos una más precisa sistematización a la hora de exponer ciertos conceptos. Serra divaga, repite y retoma ideas aquí y allá, si bien la brevedad del texto (poco más de 110 cuartillas) ayudará a aliviar el peso al lector que se atreva a abordarlo. Tampoco estamos hablando de un ensayo al uso. Quizá todo sea fruto de esa misma intención de exaltación de lo festivo a la que quiere que nos asomemos.
Tampoco era una idea fácil de exponer. El verdadero arte, el cine, como la vida, se encuentra entre los resquicios de la razón, dice Serra, aparece por sorpresa por el rabillo del ojo, en esos espacios donde todo parece, a la vez, claro y confuso.
Habrá quien necesite más de una lectura para captar la esencia de lo que Serra quiere decirnos en este texto hasta entender, íntimamente, sus intenciones. Vale la pena, aunque solo sea por acercarnos un poco a un cineasta del que se puede decir con seguridad que tiene una mirada propia.
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