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Diane Keaton (1946-2025)
Obituario
“¿Conocen este chiste? Dos señoras de edad están en un hotel de alta montaña, y dice una: ‘Vaya, aquí la comida es realmente terrible’. Y contesta la otra: ‘Sí, y además las raciones son tan pequeñas’. Pues, básicamente, así es como me parece la vida: llena de soledad, miseria, sufrimiento, tristeza y, sin embargo, se acaba demasiado deprisa”, confesaba Alvy Singer/Woody Allen en el monólogo inicial de ‘Annie Hall‘ (1977).
La frase que sigue a esta amarga reflexión no es un remate, sino el inicio de la verdadera historia: el recuerdo nostálgico que abre paso a la mujer que logró que Alvy, el neurótico incorregible, se atreviera a amar y a bailar en la cuerda floja de lo imperfecto.
Hablamos, por supuesto, de Diane Keaton, quien ha fallecido hoy en California a los 79 años dejando al celuloide un vacío con morfología de estilo: moderno, andrógino y eternamente singular para quienes disfrutamos de la neurosis urbana con el atuendo de la duda y la sofisticación de una mujer nueva.
Ahora, un neblinoso fotograma titila con luz propia: aquel donde Keaton se convirtió para siempre en una criatura fílmica con el legado del Óscar a la mejor actriz: aquella Annie Hall con la que Woody Allen retrató el desasosiego neoyorkino donde siempre hemos querido perdernos, aupados por la inteligencia.

Celebra en redes el escritor Sergio del Molino “ser lo bastante viejo para pertenecer a una generación de tipos culturetas que veíamos en la Diane Keaton con corbata y chaleco a la novia platónica que nunca tendríamos”.
Aquella Annie Hall, compañera de Alvy Singer, que cantaba ‘It Had to be You’, fue un portento de la contradicción, ingenioso, inseguro, cándido e hiriente. Un desafío de corbatas, chalecos y pantalones holgados –tomados de su propio armario, el de Keaton– que vino a ser no ya una máscara efímera para la pantalla, sino toda una declaración que anunciaba la irrupción de una mujer dispuesta a negociar su lugar sin sacrificar un ápice de complejidad con el que desafiar los estereotipos de la feminidad convencional.
Una de vagar, a ritmo de de jazz, por los anaqueles de las librerías de Manhattan, entre risas nerviosas y una poderosa vulnerabilidad con la que procurar una mezcla sutil de fragilidad intelectual y vigor iconoclasta. Un soplo de aire fresco para el caos existencialista que el propio Allen legó con cadencia neurótica desde la poderosa oscuridad de las salas de cine.
“¡Oh, Dios! Annie, qué… bueno, la-di-da, la-di-da, la-la…”.