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‘Hola y adiós’
Gira de Joaquín Sabina
Roig Arena
Bomber Ramon Duart 12, Quatre Carreres, València
9 y 11 de octubre de 2025
València tiene algo de puerto de destino para viejos piratas. A los últimos que se vio asomar por el horizonte iban en varias decenas de bergantines de la cuadrilla del Dragut, el corsario otomano. Pero de eso hace un rato de casi 500 años, así que calma.
Aquí la pólvora no se guarda, se despilfarra sin importar la excusa; las fiestas no terminan, se suspenden por agotamiento. Y eso Sabina lo sabe: ha llenado la Plaza de Toros, el Teatre Principal, el Palacio de Congresos y el de la Música, templos donde sin excepción el público coreaba más alto que él.
Del 9 al 13 de octubre, el Roig Arena será el muelle donde atracará Joaquín Sabina con su banda por última vez. O eso dice. Su gira se llama ‘Hola y adiós’. El hola es para el whisky y el café; el adiós para la voz, que ya suena como un piti fumado del revés. Lo segundo porque se despide; lo primero porque no se va a poder ir del todo.

Joaquín odia los mausoleos tanto como las corbatas. Su despedida será, es muy probable, una mezcla de confesión y chiste verde, de nostalgia e indolencia. Un viaje por sus distintas vidas. Las vidas de un Sabina que es, ante todo, un fugitivo. Primero de la mili, después de la cárcel y, muy al final, de sí mismo, negándolo todo, con Leiva de una mano y Benjamín Prado de la otra.
En sitios tan pintorescos de Londres como el Costa del Sol, Barcelona o El Mexicano, a los que llegaba en bicicleta, un detalle que hoy puede sorprender, Sabina aprendió que dar un respiro estaba mejor pagado que dar una serenata. Es decir, que la clientela de los restaurantes y las cafeterías prefería pagar más y mejor por dejar de oír la guitarrita que por degustar versiones que le calentaban la oreja.
A su vuelta a España, sofisticó ese sablazo y lo convirtió en arte. Recaló en el sótano de La Mandrágora con otros dos barbudos, Javier Krahe y el más músico de los tres, Alberto Pérez, en el Madrid que era “papel de sus pecados”, donde nacieron ‘Pongamos que hablo de Madrid’ y ‘Calle Melancolía’. Ese lugar, con capacidad para 40 personas, era una fábrica de canciones para una generación que aprendió a vivir deprisa para reírse, después, a cambio de unas 3.000 pelas.

Con Pancho Varona y Antonio García de Diego formó un trío perfecto: ellos eran brújula, él la tormenta. Canciones como ‘Contigo’, ‘Esta boca es mía’ e ‘Y sin embargo’ surgieron de esas noches en las que el talento y distintos venenos viajaban en asientos contiguos.
Acopladas a su propósito, que más allá de un cancionero es el fermento de la amistad, Sabina no solo canta sus movidas. Las pinta. Las versifica. Les pone orden en un documental. También las del público, porque sus canciones funcionan como espejos sucios: devuelven una imagen deformada y rugosa pero verdadera. “Lo mío es fijarme en una vida, en algo que me ocurrió o que le ocurrió a gente que conozco”.
Las fosforescentes letras de Sabina no son las de entonces. Y su voz tampoco. Como los ripios, la voz, reventada por los surcos, se ha hecho más indescifrable. De entre las cuatrocientas canciones, a Joaquín a veces el cuerpo le pide rescatar las más desconocidas, “las que los fans no se saben”: ‘Gulliver’, ‘Corre, dijo la tortuga’, y un larguísimo etcétera.

Con o sin los temas más gourmet, cuando se apaguen las luces, València quedará con el aire denso de una barra que cierra a deshora: un suelo pegajoso de recuerdos, promesas aplastadas con la punta del zapato y la sensación de que esa última gira no va a terminar, solo va a cambiar de escenario.
Ni tan joven ni tan viejo, Sabina volverá a su calle melancolía, donde los conductores suicidas circulan haciendo eses y los peces de ciudad derrapan a contracorriente. Se bajará en Atocha antes de enfilar el bulevar de los sueños rotos para pensar en lo que le pudo faltar a cualquiera de las suyas para ser la canción más hermosa del mundo y encontrar al que –ha llovido ya– le robó el mes de abril.
Allí, los de la discoteca de abajo seguirán quejándose porque por las noches Sabina hace mucho ruido, como una noche de boda a la que le dan las diez varias veces. En ese eclipse de mar, cuando la melancolía, puñal y caricia, aceche con la frente marchita, sabrá que todas las bocas que lo nombran son las que lo alejan de donde habite el olvido.
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