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20N | 50º aniversario de la muerte de Franco
Recuerdan los últimos niños del franquismo que el 20N, al igual que al dictador, les pilló en la cama. Salvo el paseo desnortado de Elvira Lindo por los descampados matutinos del desarrollismo, el resto de escolares de aquella España de papel elefante permanecían, festivos, en pijama.
Algunas madres y abuelas lloraban frente al televisor porque se acababa el único mundo incierto que habían conocido (a pesar de las todas las penurias, cuatro décadas de escorbuto bien podían provocar que la gingivitis les supiera a almíbar. Una emoción enjugada, luego, con el mocador y la mejora transitiva de las pensiones de Felipe).
Dicen los últimos niños del abecedario que a ellos también les hubiera gustado llevar pijama aquel jueves de hace cincuenta años, no tanto para remover el cacao y la leche con el culo sucio de los 70 (qué afición tenía el país a enjabonarse solo orejas y mejillas), sino para plañir a imitación de los adultos que alzaban el brazo sempiterno sin desodorante.
Sugieren los últimos maestros de la LOGSE enseñar pronto a los primeros niños del alfabeto el abecé que se manejaba antes de que el Carnicerito de Málaga se anudara la corbata negra y le saliera cara de Arias Navarro por las solapas. Una bienintencionada sugerencia pedagógica si no fuera porque hasta a Luis García Montero y Almudena Grandes les creció en la huerta vertical del balcón una Elisa falangista regada por inundación con historia y literatura de la buena.
“–¿Qué ha pasado, abuelo? –se atrevió a preguntar al final, cuando ya no quedaba ni rastro del cucurucho entre sus dedos y la templada alegría del aire de mayo, la gente en la calle, caía como un bálsamo compasivo sobre su incertidumbre. –¡Uf! Es una historia muy larga. Muy larga y muy antigua. No la entenderías y además… Creo que tampoco te conviene saberla. –¿Por qué?”, inquiere Raquel a su abuelo en ‘El corazón helado‘ (2007), novela con la que, precisamente, Almudena Grandes atravesó, tratando de mechar heridas, el conflicto generacional sobre la memoria histórica a través de una saga familiar con deudas pendientes y trincheras antagónicas.
Un foso, aquel, tan infranqueable como el escroleado analfabetismo de los bros, cuya incorregible hijoputez ansía gobernar las calles a golpe de reels, consignas y reyertas, una vez desokupado Madrid –“poblachón manchego lleno de subsecretarios” (Cela dixit) cara-al-sol–, para recolectar su anhelada fruta en otras latitudes de provincias.
Y temen, hoy, los últimos y aedados niños ilustrados que, muy a pesar de George Santayana (“Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”), sea este un horizonte ineludible, huérfano de solución, porque la DANA tiene ahora nombre de Franco.
Será cuestión, entonces, de dejar de barrer el lodazal y fugarse a ignotas alcantarillas del mundo en las que comenzar de nuevo. Que sean otros los que pongan el cuerpo porque algunos, incitados por el nihilismo, ya hemos ido enviando por valija todos los libros de historia que quedaban en nuestros anaqueles.
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