#MAKMA
Inundaciones por la DANA del 29 de octubre de 2024
Chiva: 17.245 habitantes
Personas de Chiva fallecidas a causa de la DANA: 4
Fotografías de José Luis Cueto Lominchar
Día 12 de marzo de 2025
El día 12 de marzo, con José Luis Cueto y Vicent Esteban Chapapría, visitamos Chiva y su barranco. Los tres, cada uno desde nuestra perspectiva académica, estamos interesados por la magnitud y por la dimensión de la DANA. Durante el viaje, Vicent nos cuenta su reciente experiencia japonesa y la forma que allí tienen de gestionar las catástrofes; habla de los sistemas de alerta y de la señalización inclusiva; y, sobre todo, de la omnipresencia de memoriales que sirven también para activar la conciencia del riesgo y de vulnerabilidad.
Japón tiene una larga historia de catástrofes; también nosotros. Ellos de terremotos y tsunamis, nosotros de inundaciones. Al parecer, ellos han aprendido y avanzado mucho tras el terremoto-tsunami-accidente nuclear de 2011. Nosotros, hasta ahora, hemos ignorado que vivíamos en zonas inundables.
Desde los años 60 del pasado siglo, a bordo del tren de la modernización, del progreso y del consumo, hemos vivido en el mejor de los mundos y en nuestro modo de vida, pese a la cercana experiencia del COVID-19, se hacía palpable que nada podía amenazar ese sueño.
A medida que nos vamos acercando a Chiva, les pongo al día de la documentación que he encontrado, entre la que se encuentran algunos datos de barrancadas con gran impacto entre los siglos XVII y XX. Les propongo comenzar nuestro recorrido desde la parte alta, desde el punto donde el barranco irrumpe en el casco urbano.
Me parece lógico seguir el curso del agua para entender lo que pasa. Sin embargo, después de aparcar, como ya nos ha sucedido otras veces, la realidad inmediata se impone. Habremos de tomar un tentempié, sin entretenernos demasiado, para aguantar hasta la hora de comer.

Después, nada más cruzar la plaza de la iglesia y tomar la calle de Enrique Ponce, nos damos de bruces con una plataforma de hierro sobre el llamado puente viejo, sustituto de uno anterior, que cruza el barranco. La potencia con que bajaba el agua torrencial se llevó las piedras superiores y pretiles del puente.
Al mirar hacia abajo, se observa una rambla descarnada, a la que le han arrancado la piel y muestra sus vísceras y arterias con toda crudeza. A la derecha, el tronco de un pino de varios metros ha perforado una pared y se ha empotrado en el interior de una estancia. Al frente y a la derecha, casas horadadas, agujereadas, con enormes boquetes, apuntaladas, levantadas sobre la piedra tosca. Al lado, unas carcasas rojas, de plástico, de velas abandonadas en un rincón, restos de algún acto de homenaje a las personas fallecidas. Guardo una en la mochila por si algún día llegamos a montar una exposición.
Un poco más adelante, en el puente, veo a un hombre con una carpeta que está hablando con un trabajador embutido en su mono de faena. Sospecho que puede ser algún técnico municipal. Efectivamente, es el aparejador y están examinando el derribo, hoy mismo, de la casa que tenemos enfrente, en la que hay un boquete descomunal, con muchos puntales. Me habla de las casas que, con carácter subsidiario, el Ayuntamiento está demoliendo por los peligros que suponen ahora mismo. Su calamitoso estado no permite demoras.
En este punto, sobre la estructura provisional del puente viejo, podría uno pasar un buen rato tomando notas de las construcciones que existen al pie de la rambla; de las casas situadas al fondo, donde el barranco traza la última curva antes de abandonar la localidad y contra la que se estrelló el torrente de barro, troncos, coches y otros restos civilizatorios, el pasado día 29 de octubre; de una placa informativa en la que se habla de las dos cosas que seguramente mejor identifican a Chiva: su torico y el barranco.
En ella, se recuerdan “terribles riadas” de la “feroz torrentera” y se señala, en concreto, que en 1867 hubo una reconstrucción del templo parroquial por los daños que le había causado una potente barrancada (¿en 1864?). A la memoria me vienen todas las imágenes vistas en la televisión y en las redes en las que las aguas irrumpen desde las calles vecinas y caen con fuerza en el cauce de la rambla.

Al fondo, en la otra parte del puente, veo a un par de personas mayores charlando. Por su apariencia entiendo que son vecinos del pueblo. Me dirijo a ellos y me presento. El más entrado en años levanta hacia arriba su bastón y, casi con lenguaje telegráfico, comenta lo sucedido a primeras horas de la tarde del día 29-O: yo estaba en el balcón, mirando arriba y abajo, al cielo y al barranco.
“Eran las 4:30, estoy seguro, y comenzó a llover. Cinco segundos después vino una ola de agua con barro; esa casa se inundó; unos moretes que vivían ahí tuvieron que salir por piernas”. Señala con el bastón la casa que van a derribar y comenta que se asienta sobre piedras toscas, mal arregladas, pero que “son muy buenas porque podías hacer paredes gordas para el invierno y frescas para el verano”. Mi otro interlocutor comenta que, a esas horas, caminaba por la calle del doctor Juan Antonio: “El agua me llegaba por las rodillas ¡y subiendo! Y me dije: a correr. Y me fui a otra casa que tenemos, que está más alta”.

Seguimos charlando durante un rato de diversos incidentes, mientras Vicent sube por la calle Buñol, que en parte se levanta en voladizo sobre el cauce y ha resultado muy dañada, y va explorando el curso del barranco; Cueto enfoca y dispara, apunta y vuelve a disparar y se pierde por calles laterales.
Al cabo del rato, alcanzo a Vicent a la altura de la calle Antonio Machado, en el puente. En ese trayecto, enfrente, he visto algunas casas que parecen cortadas por la mitad, llenas de puntales; en ellas quedan a la vista sus cocinas y platos, sus aposentos y alcobas. En una casa a la derecha, un tal Alberto firma una placa con un texto que dice: “Este edificio es el más cojonudo del mundo”. Nada que añadir.

Nos volvemos a reunir los tres en el puente Antonio Machado, mirando barranco arriba. Otra vez el mismo colofón: la labor demoledora y destructora del agua es impresionante y nada la detiene. Decidimos avanzar un poco más por la calle Ramón y Cajal.
El agua ha bajado por todos estos callejones y ha entrado en los portales y plantas bajas y todavía hay muchas sin acabar de limpiar; pero, sobre todo, nos impresiona una casa levantada casi en la base del barranco, con su jardín, huerto y piscina, que parece haberse salvado gracias a unos muros recrecidos para proteger los bloques de viviendas que se alzan a su lado. Unos metros después, podemos examinar los jardines de enfrente llenos de altos pinos, parte de los cuales han sido arrancados (sus raíces son muy superficiales) y arrastrados como balas por la corriente, así como la tierra depositada de inundaciones anteriores.
Desde allí vemos, también, una potente máquina que ha estado amontonando grandes piedras, formando una escollera para proteger de nuevas avenidas esta zona. Seguramente, ahí se encuentra uno de los puntos donde más daño hizo la corriente y, por ello, queremos patearlo in situ. Volvemos atrás, mientras buscamos en Google Maps imágenes de cómo debía de ser ese rincón: en la pantalla del móvil se observa una gran masa verde y llena de pinos. Nada que ver con la situación actual.

Entramos por la calle de San Isidro, que, según una señalización, conduce a una fuente dedicada a este santo. A los pocos metros, la calle y las casas de la margen derecha han desaparecido, si bien, para que puedan bajar y subir las máquinas y camiones al barranco, se ha arreglado una pista provisional. Al fondo, se atisba lo que parece una hornacina.
Me acerco y subo por la escollera hasta llegar a la capilla: la imagen de san Isidro y de los bueyes labrando están destrozados y a los pies del nicho. Al lado izquierdo, en una placa de azulejos, se lee: “Esta imagen fue inundada y afectada por las aguas del día 28-9-1949 y restaurada el día 21-4-1982”. He comprobado después que está catalogada como bien de relevancia local.

Más a la izquierda, un par de pinos se han empotrado en una escalera excavada en la pared de tosca; un poco más lejos, otra escalera, esta de hierro, se ha quedado colgando en el aire. Lo que debió de ser una plácida plazoleta donde los vecinos se reunían para matar el tiempo, a la sombra durante el día y a la fresca por la noche, es ahora un amasijo de colchones, cascotes, puertas, bloques de tabiques, tableros, pinos y hierros desvencijados.
Cueto, que hace equilibrios por encima de este montón de escombros, nos llama porque ha descubierto un coche plegado y los interiores de una casa. Desde allí, Vicent reclama nuestra atención sobre otra vivienda que estaba a la altura de la calle y, reventada, se ha quedado medio colgando; pregunta por qué no se caen estos edificios y yo, recordando lo que me respondía muchas veces Ricard, el arquitecto de la Universidad, le contesto que “porque no quieren”. Reímos.
Sin darnos cuenta, se han hecho las dos de la tarde y es hora de ir a comer. Cueto sigue disparando. Que nada se pierda, que nada se olvide; que nada se ignore. Le recordamos que es de justicia dejar faena para los demás y que aún nos queda mucho por ver durante la tarde.

Mientras volvemos sobre nuestros pasos, observamos las diversas clases de cañerías, tubos y cables que han quedado al aire, cortadas y reventadas, como si fueran las venas del subsuelo de la ciudad. También han aparecido restos arqueológicos. Vicent llama la atención sobre la enorme pendiente del barranco, sobre sus zigzagueos y cómo aceleró la velocidad del agua, que arrambló con todo lo que encontraba a su paso y, de manera brutal, lo lanzó contra las casas que se arraciman después de la iglesia, al final de la calle de San Antonio.
¿Nadie pensó que esa salida del barranco era una amenaza sobre todo lo que se construyera allí? Antes, el aparejador nos ha indicado la existencia de unos lienzos de muro, seguramente antiguo, que se levantó en ese punto para protegerlas. No ha servido de mucho.

Durante la comida, el diálogo va y vuelve, con algunas interrupciones, a lo que hemos visto durante la mañana; a lo que hierve y retumba en nuestras mentes. De esa conversación, donde la perspectiva ingeniera de Vicent nos ilustra sobre cómo se construye y cómo el agua destruye, me queda una frase lapidaria que le viene a la mente a Cueto extraída de las enseñanzas que trataban de inculcarle en su adolescencia: el pecado es como el agua derramada, nunca se puede recoger. Nos deja boquiabiertos.
Ninguno de los tres cree ni en el pecado ni en la gracia, pero sí estamos convencidos de que, en algún momento, más bien pronto que tarde, habrá que responder a la pregunta de qué hemos hecho mal; qué se ha hecho tan mal durante tanto tiempo.
Entre un plato y otro, hablando y tejiendo amistad, se nos han hecho las cinco de la tarde. Es hora de volver al tajo y, ahora sí, vamos a comenzar por el principio, por donde entró el agua en el casco urbano. Nos vamos directos a la altura de la Partida Puente Cerezo. Por el nombre, yo imaginaba que allí habría un puente. No es así, en realidad es una pequeña carretera que enlaza la Nacional-III y la carretera Chiva-Buñol, que va en descenso hasta pasar por un badén donde tres simples caños de hormigón, más el asfaltado de la carretera, permiten sortear el barranco del Gayo.
Mirando a la izquierda, se ve el puente de la antigua carretera nacional, con sus cinco ojos bien grandes que han bastado para dejar pasar la barrancada; mirando a la derecha, las primeras casas de la localidad; en medio, lo que fueron campos de olivos y almendros que han sido arrancados y arrastrados por las lluvias, un edificio de viviendas, dos transformadores y tendidos eléctricos en medio del cauce y una pequeña acequia de hormigón en la que habían crecido las cañas y por la que, supuestamente, debía pasar toda el agua de cualquier tormenta.
De nuevo, resulta ilustrativo acudir a Google Maps para entender de lo que hablamos: la pretensión de explotar hasta el último centímetro de tierra sin respetar los cauces de las ramblas y la colocación de tendidos eléctricos sin miramiento ante los riesgos de inundación.

Cuando las aguas comenzaron a bajar desde primeras horas de la mañana del día 29 de octubre por aquellos campos, desde las montañas vecinas, arrastrando cañas, olivos y almendros, y desbordaron la capacidad de desagüe de los tres pequeños ojos de hormigón, se desplomaron con inusitada fuerza, perforando y ahondando un nuevo cauce para el barranco, en cuyas altas paredes se ven ahora, al descubierto, los estratos de numerosas riadas, con toda seguridad de la de 1864 y de la de 1949.
Nos acercamos al comienzo de la calle Ramón y Cajal para asomarnos a esta profunda concavidad y para observar mejor lo que ha sucedido en dicho punto. ¡Lástima que no nos acompañe un geólogo o un arqueólogo y nos ayude a leer bien las capas superpuestas y sus sedimentos!
Me dirijo a un matrimonio que sale de un coche y les pregunto si son del pueblo y si estaban allí el día 29 de octubre. Dicen que no, pero que los chicos del taller que hay al lado, sí. Vamos hacia el taller y el matrimonio, con ganas de fisgonear, viene detrás. Vemos a los dos mecánicos zambullidos literalmente debajo del capó de un viejo coche, huroneando en el motor, enfrascados en entender por qué falla y si tiene reparación. Nos sabe mal interrumpirles, pero quién puede conocer mejor que ellos lo que pasó en ese punto durante todo el fatídico día de la DANA.
Nos cuentan que estuvieron trabajando mientras fue posible y que vieron cómo el agua arrancaba un poste eléctrico y arrastraba un contenedor marítimo que ellos tenían para guardar sus herramientas; cómo pasaban por allí delante coches y más coches y árboles; y cómo se fue metiendo el agua en el taller y se vieron obligados a abandonarlo y a refugiarse en la parte alta.
Nos facilitan varios vídeos de distintas horas de la mañana y de la tarde donde se puede ver la furia de la torrentera al entrar en el pueblo. Les damos las gracias y nos despedimos de ellos. Entonces, se acerca a mí el matrimonio que nos ha seguido y el hombre me pregunta: “¿Usted qué cree que ha sucedido? ¿Cómo explica esto?”. Y antes de que yo pueda esbozar una sola palabra, añade: “Yo tengo mi teoría”. “¿Sí?, dígame”, le respondo. “Esto lo han hecho para arruinar a València”.
Le cojo del brazo en un arranque de confianza y le pregunto si puede acompañarme un momento. Salimos del taller, nos colocamos ante el lienzo del barranco donde pueden verse todas las capas de sedimentos y algunos restos de edificaciones anteriores y le comento que allí, si uno sabe leer, está la respuesta. Le recuerdo también que en la calle Enrique Ponce hay una placa que habla de las reparaciones del templo parroquial en 1867 tras una terrible riada y, en lo que fue la plazuela de la fuente de san Isidro, otra de 1949. Piensa un momento y pregunta: “Entonces, ¿no aprendemos?”.

Postdata
El día 24 de mayo he vuelto a Chiva. En el Teatro Astoria se celebra un acto de homenaje a las personas fallecidas al que asisten numerosos familiares. A la salida, hablando con el alcalde, este me cuenta la siguiente anécdota: un vecino de la placeta de San Isidro le confiesa que, si tras la riada de 1949, cuando fueron arrasadas las casas, no le hubieran dado permiso municipal para levantar de nuevo la suya, hubiera quemado el Ayuntamiento; pero que ahora lo quemaría, precisamente, por haberle dado permiso.
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