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Nieve de verdad
Cultos y navideños (II)
Navidad 2025
¿Y si empezara a nevar y no parase nunca? Yo quería que la Navidad fuese eterna y muy blanca. Copos de nieve cada vez más gruesos. Dunas de desierto blancas donde hundir las botas y calarse hasta el tuétano. Carámbanos amenazantes saliendo de las tejas como dagas trasparentes. Todos los elementos del frío confabulados para hacer de las vacaciones de invierno un tiempo eterno, en el que el frio blanco y el calor del fuego avivaban la imaginación.
El tiempo de la Navidad empezaba con un viaje al bosque. Íbamos solos, mi padre y yo, por aquella carretera de tierra que sombreaban las copas de los pinos, hasta encontrarnos bien metidos en un cañón protagonizado por árboles y más árboles protectores. A nuestra derecha, bajaban las aguas heladas del rio desde las cumbres. “Respira hondo”, pedía mi padre. “Llena tus pulmones”.
Habíamos dejado el coche en un claro, y subimos por una ladera en busca de pinos jóvenes. Aquel pimpollo –un poco más alto que yo– le pareció adecuado. Tanteó su ramaje y me miro sonriente bajo la copa de su sombrero. Del macuto sacó el mango del hacha y después le quitó con parsimonia la tela que envolvía la afilada cabeza. “Colócate del otro lado y tira un poquito del pino. No tires mucho; sin romper las ramas”, me advertía.
Le dio varios cortes certeros en la zona baja del tronco, y aquel pinito cayó derrumbado. Ya era nuestro. Yo me encargué de desenrollar la cuerda y mi padre se aplicaba en rodear al árbol hasta dejarlo inmovilizado y listo para ser trasportado entre los dos hasta el coche. Lo colocamos en el asiento trasero a falta de un maletero amplio y se convertía así en el pasajero de compañía que presentaríamos al llegar a casa como nuestro amuleto de Navidad.
Antes de partir teníamos que cumplir con el otro recado. Ya habíamos echado el ojo a unas rocas bien cubiertas con un musgo de un verde muy claro que delataba su juventud y resistiría varios días para revestir el belén. Posabas la mano sobre esa superficie aterciopelada y sentías cosquillas de felicidad.
Con mimo metías el dedo primero, luego toda la mano entre la roca y el liquen, y los ibas despegando hasta cosechar un buen palmo de pradera. Llenamos la caja y nos dispusimos a regresar carretera abajo con nuestro botín natural. “Respira hondo, llena los pulmones, esto es salud”, insistía mi padre, que parecía un doctor con recetas de lo sano y lo natural.

Aquel preludio a las vacaciones oficiales, con el viaje a buscar los frutos del bosque, me producía una emoción que apenas exteriorizaba, pero que sentía en lo más hondo de mi como un episodio de plena satisfacción. Luego adornaríamos el árbol, lo vestiríamos de luces, montaríamos las figuritas, desplegaríamos los ríos de papel de plata y los campos de musgo. Pero aquel viaje, para buscar y llevar a casa lo mejor del campo, lo vivía como una hazaña compartida con la complicidad de mi padre. Ahora podíamos vivir la navidad de verdad. Solo nos faltaba una cosa: la nieve.
Quería una Navidad blanca con todas mis fuerzas. Lo presentía en sueños. Y la nieve llegó. La plaza del pueblo amaneció de blanco, con la nieve distribuida en unas hondonadas cinceladas por el viento. Los carámbanos pendían firmes desde los tejados y los chicos lanzaban piedras que los quebraban y caían al suelo en pedazos de hielos.
Cuando llegó de nuevo la noche y vi la plaza solitaria, me calcé las botas y corrí escaleras abajo para hundirme en ese mar blanco y suave que tanto anhelaba. Siguió nevando toda la noche y al amanecer el silencio reinaba en todo el pueblo. La nieve trae silencio también. Solo un murmullo lejano adelantaba lo que mi padre acababa de saber por teléfono. “Las carreteras están cortadas”. Había caído una nevada de envergadura. Estábamos incomunicados, bloqueados.
El alguacil organizó una cuadrilla que palas en mano iba aventando la nieve como lo hacían con los restos de la trilla durante el verano. La nieve volvía al aire y se posaba en las cunetas. Mi madre me apretó la bufanda enroscada en la cara tapando bien la boca y me baje al deslizadero de la empinada calle que daba a la plaza. Íbamos afinando la capa blanca helada y nos desplazábamos como cohetes sin freno.
Un grupo de hombres se adelantó al campo grande a la entrada del pueblo para colocar dos postes largos tumbados sobre la nieve en posición paralela para que la avioneta de emergencia supiera que no había nadie necesitado de trasporte urgente en medio del bloqueo. La señal contraria era ponerlas en forma de aspa. Y yo me preguntaba: “¿Pero que van a hacer, lanzar un médico en paracaídas?”.
A media mañana, los palistas habían llegado a la carreta nacional, aguantando los copos que cada hora se hacía más diminutos. Algún chico pillo anginas, pero no hubo noticia de que ningún habitante se pusiese tan grave como para indicar un rescate. La nieve había traído un manto purificador y la alegría se había contagiado a todos.
Cuando vi aquel árbol de Navidad, tan alto que competía con los rascacielos, añoré mi pequeño pimpollo del bosque. Me sentí tan diminuto apostado ante el árbol, en el Rockefeller Center de Nueva York, que lo siguiente fue subirme a la terraza del edificio y mirarlo desde arriba para desquitarme. Era otra Navidad. Tantos años más tarde. Había santas por todas partes y ni referencia a los Magos. Sonaban canciones de Navidad en cualquier esquina y todo el mundo iba con bolsas y paquetes con símbolos navideños. Nueva York es como una navidad que nunca acaba.

Cuando apenas a las cinco de la tarde ya se oscurecía el cielo y las luces festivas reinaban con más intensidad, sentí la nostalgia de la nieve. Entre en la Taberna Fanelli del Soho y me pedí un vodka porque el frío atacaba ya hasta los huesos. Aquellos manteles del local a cuadros blancos y rojos tan italianos parecían ahora los más apropiados para las fechas que corrían.
Era medianoche en mi pueblo español, pero solo las seis de la tarde en Manhattan. Añoré las uvas, las campanas de la cuenta atrás, añoré la casa de la infancia. Apuré el vaso de Stoli y pensé, con aires de superación, que así celebraba dos despedidas del año. Una forma contundente de dejar todo atrás.
Reconfortado por la bebida, me lancé de nuevo a la calle para sentir ese frio vivificador de Nueva York, y recibí un repentino toque de humedad en las mejillas. Al contraluz de los escaparates aparecieron como chispas unos diminutos copos de nieve. Mi corazón dio un salto. Nieve por Navidad. Navidad completa.
Paseé por West Broadway hasta llegar a Washington Square, donde la nieve ya iba posándose en sus jardincillos y en esas mesas con ajedreces pintados que ya se habían vaciado de sus fieles jugadores de grandes partidas. Subí por Bleecker desafiando el viento y miré en el cruce con la Séptima Avenida las luces constantes de las Torres Gemelas al fondo. Llegado a la Calle Diez encontré un puesto de venta de árboles de Navidad y la escena de mi padre cortando el tronco en el pinar volvió a mí con toda viveza.

Prolongué el paseo a pesar del frio para disfrutar la nevada sobre mí. Justo en la siguiente esquina, antes de llegar al Village Vanguard, la voz alegre y profunda de un chaval negro azabache desgranaba canciones del momento. “I can sing for you the song of your dreams”. Pensé en pedirle un ‘White Christmas’, pero me palpé el bolsillo, saqué unas monedas y solo alcancé a decir: “Canta y sé feliz”. Yo ya lo era, con el abrigo pintado de nieve de verdad.
Dormí placenteramente y al despertar empecé a colocar la ropa en la maleta para volver a casa. Desde la ventana de mi hotel en Gramercy Park vi las calles y el jardín privado absolutamente nevados, con varios centímetros de espesor acumulados. Habían pasado las horas y seguía nevando. Durante el desayuno se me acercó un camarero y me dijo educadamente, pero en tono de advertencia: “¿Ha escuchado las noticias?”. “¿Qué sucede?”. “Esto es un blizzard”, sentenció. Una fuerte ventisca. “Han cerrado los tres aeropuertos”.
Entonces empecé a preocuparme. Subí a la habitación y encendí el televisor. Efectivamente, anunciaban que el Kennedy, Laguardia y Newport estaban cerrados por gran acumulación de nieve y hielo. No solo eso, se prohibía circular en coche por Manhattan, reservado a bomberos y policías. Decretado el estado de emergencia, la ciudad quedaría en semicuarentena, con todo cerrado.
‘The Blizzard of ’96’ quedó marcado como un gran evento, una situación inesperada, inédita desde hacía años. Seguía nevando y soplaba un viento intenso y racheado. Sobre la capucha me calcé una gorra de béisbol para evitar que la nieve me cegase. Paseé hacia el sur y llegué a Chinatown, el único barrio de Manhattan que ni la nieve conseguía paralizar.

Cubierto de nieve, con dificultad para pisar por las aceras anegadas de nieve, con precaución ante las zonas heladas, disfruté como un niño. Hice bolas de nieve y pisaba con intención para hundirme en la mullida masa blanca. Mi avión no iba a volar, pero yo había encontrado en un Manhattan blanco y nevado el mejor campo de juegos que podías imaginar. Y además era real.
Volví sobre mis pasos y la sonrisa se me iba dibujando cada vez más amplia. La ciudad estaba bloqueada. ¿Llamarán a los mozos para que abran un surco y podamos viajar? Mejor que no. La situación me obligó a permanecer unos días extra, prolongando mi Navidad. El milagro de la nieve había ocurrido. Que nunca deje de nevar.
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