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El altar de los Grinches Ilustrados
Cultos y navideños (III)
Navidad 2025
En esta época de trivialidad obligatoria, rezo. Mi plegaria no sube hacia la bóveda celestial navideña, sino a un puñado de escritores terrenales y malhumorados. Existe una hermandad invisible, un círculo de iniciados cuyos nombres susurro con devoción cada diciembre.
No me refiero a Dickens, o a los autores de entrañables relatos de paisajes nevados y redención. Rezo a los otros. A los rebeldes. A los que, ante el primer acorde de ‘Last Christmas’, hubieran preferido una sordera súbita. Mi santoral particular en estas fechas no se compone de santos, sino de herejes. Aquellos que destilaron su aversión a la Navidad en obras imperecederas.
Mientras el mundo se envuelve en luces estridentes, yo brindo en silencio (con absenta) con su sombra. Mi patrón espiritual es Friedrich Nietzsche. Para el filósofo del Übermensch, la Navidad era la apoteosis del rebaño, la celebración oficial de la compasión decadente.

Soñó con un hombre más allá del bien y del mal, inmune a las miserias del rebaño. Lo que no previó es que ese superhombre, ante el árbol iluminado, el brindis familiar y el peso de la tradición, se desinflaría como un globo de feria. Su kriptonita no era metafísica, sino mercadotecnia y consanguínea: la Navidad, el invento más letal para la autonomía del espíritu libre. mala fe.
Me lo imagino, al calor de una estufa suiza, pensando aforismos sobre la muerte de Dios mientras el mundo canta villancicos. Su presente navideño fue liberarnos de la obligación de ser dulces.

Mi alter ego es Emily Dickinson, la anacoreta del invierno, patrona de los que celebran en ausencia. Mientras sus vecinos entonaban ‘Silent Night’, ella escuchaba el zumbido de una mosca en una sala eternamente silenciosa. Esa era su Misa del gallo.
En sus poemas, la festividad aparece despojada de turrón y familia. Dickinson no necesitaba el bullicio para sentir lo sagrado. Le bastaba la compañía de sus libros-fantasmas. Encarna la Navidad del que se quita de en medio, la que se vive en la distancia elegida, en la observación aguda y no en la participación forzada. Su presente navideño fue una sesión de yoga.

No puede faltar Jean-Paul Sartre, cuyo hígado debe de haberse encogido con cada «Feliz Navidad». Profeta de la náusea, el whisky y los cigarrillos. Su Navidad es un teatrillo donde el ser humano renuncia a su libertad para asumir el papel de celebrante feliz. Esta función que se interpreta cada año es una puesta en escena masiva de la mala fe.
Imagino su ira existencial ante el árbol decorado, absurdamente denso, cubierto de espumillón como símbolo de la inautenticidad humana. Roquentin hubiera vomitado ante el aglomerado de sentimentalismo barato. Sartre me dio permiso para decir «no» a la función, para rechazar el guion y quedarme en mi escritorio, escribiendo sobre la libertad mientras los demás juegan a ser lo que no son. Su presente navideño fue el derecho a no celebrar.

No renuncio a Vladimir Nabokov, el maestro del escepticismo glacial. Su Navidad es la más sofisticada y literariamente productiva de mi altar de Grinches ilustrados. Es la mirada científica sobre un espécimen cultural extraño y levemente repulsivo. Su desprecio es frío, irónico y está teñido por la pérdida. Para él, la Navidad rusa de su niñez se perdió en el exilio.
Comparadas con la Navidad ortodoxa de su niñez, las de Berlín, París, Cambridge o Estados Unidos eran versiones vulgares, comerciales y falsamente sentimentales. Nabokov nos enseñó que la mejor postura ante el espectáculo es la de un coleccionista de mariposas: observar la belleza frágil y ridícula del ritual, sin necesidad de aplaudir. Su presente navideño es una lente tras la que observar en la distancia.
¿A qué me empujan estos santos del desengaño en esta era de felicidad Instagrameada? A la superficie de mi colchoneta de yoga. Al teclado de mi portátil. A la dignidad feroz en no plegarme. A buscar el genio creativo en el rechazo al consenso emotivo.
Mientras el mundo se afana en producir contenido navideño —sonrisas forzadas, cenas fotogénicas, regalos con hashtag—, ellos me recuerdan que el verdadero espíritu crítico y literario puede ser un acto de resistencia: enclaustrarse como Dickinson, filosofar como Nietzsche, observar como Nabokov o descreer como Sartre.
Así que, mientras suena Mariah Carey por enésima vez —o Rosalía, que está hasta en el trasero del pavo— y las calles se llenan de prisas y papeles de regalo, yo levanto mi copa de silencio por el Club de los Grinches Ilustrados.
Ellos son el antídoto perfecto contra el exceso de turrón espiritual. Su legado no es un «¡bah, tonterías!», sino un «pensad, carajo. Sentid de verdad, si es que podéis». Hacedlo porque, tal y como van las cosas, celebrar Halloween en el país de la «ñ» es una realidad y Acción de Gracias una amenaza cercana.
En un mundo que ordena ser feliz a fecha fija, su amargo escepticismo es, irónicamente, el regalo más honesto y perdurable bajo el árbol de la cultura.
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