#MAKMAArte
‘Diego Moya. Esta luz. Este Espacio’
Galería Luis Burgos
Villalar 5, Madrid
Hasta el 3 de diciembre de 2022

La primera vez que vi las cajas de luz de Diego Moya realizadas en los años 70 fue hacia 2005, cuando fui a su estudio, en el centro de Madrid, para ver un conjunto de pinturas recién concluidas. Se trataba de pequeñas piezas cúbicas, realizadas con metacrilato. Estaban dotadas de una luz interior muy tenue que cuando se encendía abría a un espacio infinito: aparecían de repente las visiones que ofrecen los telescopios, constelaciones, galaxias y nebulosas.

Hasta aquel momento no había tenido conocimiento de la existencia de un trabajo de estas características, y me resultaba sorprendente como etapa inicial y de arranque de un artista que se había desarrollado posteriormente como pintor. En cualquier caso, aquellas piezas que veía por primera vez no constituían un episodio anecdótico en su carrera.

En el año 1972 había sido becado por la Fundación Juan March para investigar sobre las posibilidades de utilización en el arte de los nuevos tipos de plásticos, como el metacrilato, y fruto de ese trabajo resultaron las cajas de luz. El metacrilato tendía a sustituir en aquellos años al vidrio por su flexibilidad y resistencia, así como por la posibilidad de adoptar nuevos y más vivos colores. También representaba de manera decisiva el triunfo de la modernidad industrial, ligera, hiperactiva, alegre, que se aplicaba a la decoración, al interiorismo y a un sueño de futuro más cercano a la ciencia ficción que a lo utópico.

A partir de aquellas conversaciones sobre esta etapa creativa, poco después, Diego Moya organizó para un reducido grupo de artistas y críticos, una visita al vestíbulo de las Torres de Colón, en Madrid, donde aún podían verse dos de sus esculturas de metacrilato, una pieza exenta de grandes dimensiones que recreaba, mediante la sucesión en paralelo de troqueles de dimensiones progresivamente crecientes o decrecientes, una cierta idea de movimiento y una pieza de luz encastrada en una hornacina. En ambas piezas la luz era determinante.

El edificio diseñado por el arquitecto Antonio Lamela, que se empezó a construir en 1968 y se inauguró en 1976, constituyó un hito en la innovación de los sistemas constructivos. Lo primero que se construyó fueron las estructuras centrales de los ascensores y la construcción procedió desde arriba hacia abajo, dando la impresión de que la construcción quedaba suspendida, literalmente colgada desde el tejado por unas nervaduras verticales de hormigón. El edificio representó el triunfo de la modernidad. Sin duda por eso fueron escogidas las esculturas de Diego Moya para potenciar esa misma impresión en el vestíbulo.

‘ELVAQ Incontable, cara A’, de Diego Moya. Fotografía cortesía de la galería.

Diego Moya realizó, posteriormente, otros proyectos públicos, como el mural en relieve de un edificio de viviendas en el barrio madrileño de Usera, en 1994. Se vincula a la pintura que realizaba en esa época, pero es un trabajo donde aparece muy claramente la fusión entre lo gestual matérico de la pintura y lo tecnológico-industrial.

Aunque esta dualidad siempre ha estado presente en la obra de Diego Moya, quizás no era fácil entenderlo como una característica central de su trabajo –o al menos así era para quien escribe– antes de que se produjera la recuperación de las cajas de luz con la ambición de convertirlas en dispositivos interactivos, perceptivos e inmersivos y no solo contemplativos.

Cuando, en 2018, Diego Moya participa en el Sharjah Islamic Arts Festival con una caja de luz que ha sido llevada a las dimensiones de una instalación inmersiva titulada ‘Mutant Signs/Signos mutantes’. Este salto de dimensiones acaba determinando una transformación total del proyecto, para el que se abren otras posibilidades y, sobre todo, una actualización. La instalación actúa como un dispositivo y refuerza el plano de una experiencia corporal que altera la comprensión de una realidad en tres dimensiones y abre a otras consideraciones.

En este contexto, me parece esencial tratar de evidenciar la coherencia y la continuidad que fluye entre estas prácticas artísticas aparentemente contrarias o disonantes: una mirada más atenta y reflexiva puede permitir comprender cómo se conectan las cajas de luz con su pintura. La clave es la luz, y cómo esta representa el tiempo y define el espacio.

La luz de la que hablamos no es una luz solar, aparece como una abstracción, como una luz inventada, imaginada, experimental, que marca planos contrapuestos, interior/exterior, oscuridad/claridad, o climas lumínicos densos como el vapor o la niebla. En algunas obras la luz desempeña la función de crear con la materia lo inmaterial. La luz constituye, así, un hilo conductor que, mientras lo construye, desmonta el punto de vista.

Las cajas de luz como proyecto artístico explican, retrospectivamente, muchos detalles de su pintura. Aparecen como referencias, como una fuerza pausada y latente, no siempre de manera evidente; como destellos de otras realidades que conectan con los espacios y diagramas de la ciencia experimental, como una visión utópica o hipermoderna, como contrapunto o complemento de la materia.

Detalle de ‘EVAQ Synapse’, de Diego Moya. Fotografía cortesía de la galería.

Sus trabajos pictóricos desde finales de los años 80 y, especialmente, a lo largo de los años 90 se concentran en atmósferas matéricas. En ellos dominaba, en general, un lirismo gestual, enérgico, que se apoyaba en la potencia de grandes manchas de color, densas, intensas. En uno de sus cuadros más rotundos de aquel momento, ‘Secreta Fraternidad’ (1996), un magma gestual y matérico avanza como una lengua de lava hacia un espacio vacío y oscuro, sideral, atravesado por un destello de luz gélida, espectral, con la forma vertical de la representación de las ondas de sonido.

Más adelante, hacia 2005, la elección para su pintura de un soporte metálico, de fuerte connotaciones industriales, acentuadas por la presencia de incisiones muy limpias y precisas que recuerdan a códigos de barras o a las líneas guía para la colocación de chips, y que aparece como una superficie pictórica complementaria, vuelve a poner el foco en las tensiones entre lo matérico y lo tecnológico. No es casual que este extenso ciclo tomara el título de ‘Dos Mundos’.

Las diversas series que componen el ciclo ‘Río Azul’, entre 1997 y 2004, exploran la atmósfera que crea la luz fría de las estrellas o de la luna; una luz azul que asociamos al misterio de la noche y a las ensoñaciones del primer romanticismo poético y panteísta, pero también a las visiones desoladas y grandiosas del universo que nos ha acercado la astronomía del siglo XX y han divulgado los simuladores de vuelo aeroespaciales, la ciencia ficción y la fotografía científica.

Retomar, al cabo de muchos años, el proyecto de las cajas de luz, actualizando técnicas, materiales o dimensiones, creando también instalaciones inmersivas, es quizás la consecuencia de esa constante latencia y presencia de las ideas que lo pusieron en marcha, y de esa permanencia de la luz sideral o experimental en su pintura, pero también pesa la pertinencia de un momento histórico y tecnocientífico que permite muchas posibilidades técnicas y una precisión que, en los años 70, eran inalcanzables y el proceso tenía más de artesanal que de tecnológico.

‘ELVAQ WAW’, de Diego Moya. Fotografía cortesía de la galería.

Las cajas de luz enlazan con una línea de experimentación estética que arranca en las vanguardias históricas del siglo XX, cuando se experimenta primero con el sonido y el ruido, y un poco más tarde se empieza a integrar la música y lo escénico en el contexto de las artes visuales. Artistas arquitectos como El Lissitzki o Naum Gabo habían utilizado plásticos en sus modelos, esculturas y maquetas. Pero, sobre todo, van a ser decisivos los experimentos con luz y máquinas-esculturas dotadas de movimiento a partir de motores eléctricos, de Moholy-Nagi. Estas piezas van a abrir hacia las experiencias de ambientes a partir de los reflejos de luz en movimiento.

A partir de ahí, es en los años 60 cuando aparecen artistas interesados en lo inmaterial como proceso y como realización. En muchos de estos artistas (desde James Turrell a Walter de Maria o María Nordman) la luz es un elemento esencial.

En las cajas de luz de Diego Moya hay una intención de representar la luz con luz, más que utilizar la luz como material. De hecho, podría afirmarse que en estas piezas confluyen diversos modelos representativos que siguen el patrón de los experimentos científicos, aunque revisitados desde la imaginación y la alteración de los puntos de vista convencionales.

Por un lado –y, quizás, el más importante–, es la cápsula o receptáculo que se corresponde con el espacio que reúne las condiciones adecuadas para un determinado experimento científico. Por otro, está la representación de un modelo como hipótesis, finalmente las diversas formas de representar el sonido o la música mediante ondas y oscilaciones, la representación congelada del movimiento ondulatorio que remite a las hipótesis cuánticas y finalmente la propia representación de la luz.

Las cajas, en tanto que construcciones, funcionan también como objetos que activan la meditación, y en lo aleatorio de las formas vuelven a aparecer aspectos que caracterizan su pintura, el gesto o las emociones.

Diego Moya
El artista Diego Moya junto a una de las obras de la exposición. Foto: Nuria Medina.
Santiago Olmo
Crítico y comisario de arte. Director del Centro Galego de Arte Contemporánea (CGAC)